Capítulo 29

Segunda ofrenda

Era una noche sin luna, así que ni siquiera su luz podía delatarlo. La negra pólvora se confundía con la oscuridad de la noche, con lo que al poco perdió la noción de cuánta cantidad había depositado. Confió en que fuera suficiente y rezó para que no fuera demasiada. Compactó el polvo negro lo mejor que pudo y puso un cordel engrasado, tal como había visto a su madre y a los otros hombres cuando perforaron la tierra para abrir uno de los pozos. Se alejó todo lo que el cordel dio de sí y buscó a tientas las dos piedras que había traído junto con el resto de cosas.

Estaba en el nudo central de la canalización que su madre había diseñado. Aunque todavía no había cumplido los nueve, sabía perfectamente que una explosión en aquel lugar haría que toda la red de troncos que llevaba agua a las casas, y que habían construido con tanto ahínco, quedaría inutilizada en gran parte.

Aquel maldito hombre tenía la culpa, como habían tenido la culpa los otros antes. Cuando dejaron de reunirse, William era el centro de su madre otra vez, aunque fuera para ser castigado en aquel espantoso cuarto oscuro sin ventanas ni puerta, aunque fuera para para ser odiado, aunque fuera para que su madre recordara lo desgraciada que era porque él existía. Nada de eso importaba para William, porque su madre volvía a tener ojos para él. Para su único hijo.

Tenía que volver a abrírselos y recordarle que él era el centro de todo, recordarle que estaba ahí, y que podía hacer cosas grandes, cosas que llamaran la atención de su madre. O destruirlas, qué más daba, el resultado iba a ser el mismo.

Golpeó con furia las dos piedras entre sí, entrechocándolas una y otra vez. Al principio solo saltaron unas esquirlas y no se produjo ninguna chispa. Necesitaba más fuerza. Imaginó que una de las dos piedras era la cabeza de ese Ezequiel; la intensidad con la que continuó después de esa imagen fue más que suficiente. Unas chispas brotaron de las piedras y la mecha prendió. Corrió y, justo en el último momento, saltó tras unas rocas para cubrirse.

Durante unos instantes la noche se volvió día. A juzgar por la violencia, William dedujo que se había excedido con la cantidad de pólvora, pero ya no podía hacer nada al respecto. Se tapó los oídos, aterrorizado. El ruido ensordecedor de la explosión fue seguido por los golpes de unos canales con otros y troncos de madera partiéndose en mil pedazos. El vértice del que emergía un abanico de canales voló por los aires, haciendo que los que venían de más arriba ya no conectaran con nada. Los troncos que derivaban de aquel nudo se llevaron la peor parte, desmoronándose unos contra otros o quedando inservibles al ser partidos por el peso de algún otro que había caído por encima. El murmullo del agua corriendo libre ladera abajo fue lo siguiente. William levantó la cabeza tras su escondite. Todo el mundo estaba fuera de sus cabañas, asustado, mirando hacia el lugar en el que William se encontraba.


***


Privarle de la luz no es suficiente. Quizá debas hacerlo también del aire.

Tábata sollozaba de rodillas. William estaba delante de ella, con unas leves marcas de quemaduras en cara y manos, mirándola con atención.

—¿Por qué me haces esto, William, por qué? —exclamó Tábata mientras se limpiaba las lágrimas de la cara con el dorso de la mano. William no contestó. En su lugar, siguió escrutando los ojos de su madre, el único adulto al que miraba a la cara. Quiso decirle que no le importaba haberle hecho daño, quiso decirle que no le importaba que estuviera triste, quiso decirle que todo había valido la pena porque ella estaba ahí, delante de él, mirándole a la cara, y él volvía a existir para ella.

Un pedazo de cuero, ni demasiado grande para que se vea bajo la ropa, ni demasiado pequeño para que no pueda girar alrededor del tronco del niño.

William miró detrás de Tábata, en dirección al cuarto sin puerta ni ventanas. Dedujo que iba a pasar un tiempo allí dentro, en un castigo que había ido transformándose, poco a poco, en un papel que interpretaba. Seguía temiendo la oscuridad de aquel lugar, por supuesto, pero ya no era lo mismo que cuando entró la primera vez con cinco años. Ahora era un adulto y había aprendido que exagerar sus reacciones mitigaba la ira de su madre. Lo mejor de todo es que seguía teniendo toda su atención.

—No esta vez, William —dijo su madre enjugándose las lágrimas—. El cuarto oscuro ya no es suficiente.

Un cordel sacado del mismo cuero del animal.

Tábata se levantó y se quedó pensativa, como si tratara de recordar el lugar en el que había dejado algo. Dio media vuelta y se dirigió a un arcón en el que guardaba hilo, paños, unas agujas de hueso y otras herramientas para sus labores. Lo abrió y se puso a rebuscar en su interior.

—Esto ha ido demasiado lejos, William.

El niño seguía sin mediar palabra, pero la seguía con la mirada. La curiosidad fue mutando rápidamente en miedo.

Un puñado de esquirlas que no estén melladas, de hueso o de piedra, y una onza de brea.

—Pusimos mucho empeño en aquellos canales, William. Nos llevó años. —A pesar de que le estaba dando la espalda, William notó como se le quebraba la voz—. Y no solo se trata de eso. Nos habíamos unido para hacer de este lugar una gran ciudad; éramos pocos al principio, pero se habrían unido más. El agua es la sangre de una ciudad, ¿sabes? Y tú estás haciendo que se desangre.

La voz de Tábata había recuperado su firmeza habitual. William estaba cada vez más asustado. ¿Qué estaba buscando en el arcón?

Haz unos agujeros en dos lados opuestos del cuero. Deben alternarse entre un extremo y otro. Pasa el cordel por dichos agujeros en zigzag. Anúdalo de tal forma que se pueda cambiar la presión fácilmente. Por último, unta la parte interior del cinturón con la brea y, antes de que se seque, distribuye uniformemente las esquirlas. La brea cumplirá una doble función: evitará que las esquirlas se caigan y, cuando al niño se le abran las heridas en el abdomen, hará que le cicatricen con rapidez. Nadie quiere matarlo, ¿verdad? Con una lección es suficiente.

La voz en su cabeza le había dado instrucciones precisas para la elaboración de aquella cosa que se asemejaba a un cinturón, pero tan alto que cubría casi por completo el abdomen hasta debajo de las axilas, de la misma forma que años atrás le había dado instrucciones precisas de dónde excavar los pozos para la red de canales. Y había resultado ser muy útil, con lo que Tábata las había seguido a rajatabla también en esta ocasión, aunque al principio se resistió:

—¿Por qué quieres que use esto con mi hijo? No hay motivo alguno.

Me pediste una energía nueva para tu ciudad y yo te la traje.

—¿Ezequiel?

Tábata tomó el silencio como una respuesta afirmativa.

—Pero… ¿qué tiene que ver mi hijo?

¿Con qué ofrendas a tus sueños, Tábata?