Así como la luz tiene la sombra y el día la noche, Tábata Hide tampoco pudo escapar de este dictado cósmico.
Ezequiel Ernst, Las sombras de un sueño
Maya aparcó la furgoneta de nuevo enfrente del museo, aproximadamente a la misma hora que la vez anterior. Dedujo que si aquel hombre trabajaba allí, todos los días debía de hacer el mismo horario. La calle seguía desierta, no parecía una zona demasiado transitada. Cogió la Betacam por si las moscas y ocultó el facsímil debajo del asiento del conductor. Quería hablar con ese hombre antes de devolverle nada.
Cerró de un portazo y se acercó a las puertas acristaladas. Tal como decía la nota, habían retirado la rama caída, además de poner una cinta amarilla alrededor del árbol por si se desprendía alguna otra. En aquella ciudad parecían muy acostumbrados a usar las cintas amarillas de la policía para impedir el paso de la gente. La puerta también estaba arreglada, así que buscó el timbre al que se refería Nathan. Pulsó en dos ocasiones sin respuesta alguna.
Maya aprovechó la espera para grabar una toma general del exterior del museo, ya que el otro día lo había olvidado. No era un construcción demasiado singular, al menos en comparación con los museos que se habían edificado en otras ciudades; más bien parecía la habitual estructura racional de hormigón visto, con unas líneas muy definidas, sin una sola curva y con demasiado cristal. Desde cierto punto de vista recordaba a un armazón alrededor de algo que se quería proteger.
El chasquido de unas llaves girando hizo que Maya se sobresaltara. Apagó la Betacam y vio a un hombre menudo con una larga barba canosa. Llevaba una chaqueta de pana marrón claro, muy desgastada y remendada en mil sitios. Su poblada mata de pelo se había quedado a medio peinar, como si su mujer hubiera tratado de darle un último retoque, aquí y allá, en un intento de que aparentara algo parecido a elegancia.
—¿Eres Nathan?
—Eso dicen. ¿Y tú, aparte de ser la mujer de la cámara de la WCNC-6, tienes nombre?
Maya sonrió. El sentido del humor de aquel hombre se asemejaba al suyo. Tuvo la sensación de que le iba a caer bien. La mujer se presentó y entró en el museo. Alguien había recogido los restos de la fiesta y no quedaba ni rastro de las mesas largas que habían montado para servir los aperitivos. El lugar resultaba inmenso ahora que estaba pulcro y despejado.
—Siento que asaltaras una propiedad municipal en el estado en el que se encontraba el otro día. —Maya no pudo evitar soltar una carcajada ante la ocurrencia de aquel hombre—. La verdad es que te podías haber esperado a que limpiara y recogiera todo. La gente de este pueblo se preocupa por los museos los días que tienen que inaugurarlos, y no por el lugar en sí, sino porque viene el Faraón.
—¿El Faraón…?
—Johnston, ¿quién si no? Pero no le digas que le he llamado así, o perderé este trabajo basura.
—El mote está bien puesto.
—Touché. Este hombre quiere enterrarnos a su lado dentro de la ciudad. Por lo que a él respecta, podríamos pasar el resto de la vida aquí dentro.
Tras el discurso general de la gente de Santa Tábata, resultaba muy extraño escuchar a alguien criticar el hecho de estar allí atrapados.
—Cuéntame qué estás tramando, para qué te llevaste el libro y me pensaré si no denunciarte a Kurtzman.
Nathan echó a andar por el interior del museo, haciendo como que revisaba aquí y allá, y Maya se apresuró a seguirlo. La mujer se había envarado por un momento. El humor de aquel hombre había hecho que olvidara un hecho crucial: la habían descubierto llevándose un facsímil, seguramente muy caro, de unas dependencias municipales, así que puso todo su empeño en explicar a Nathan el documental que estaba rodando, y ver si aquel trabajo arrojaba algo de luz sobre el misterio que acaecía sobre Santa Tábata.
—¿Le metes caña al Faraón? —preguntó.
—A él no le entrevisto directamente, pero tengo unas escenas muy buenas de la reclusión, la gente de Kurtzman con las armas en el perímetro de la ciudad.
—Bien, me vale —dijo mientras revisaba un cuadro eléctrico—. ¿Y el libro qué pinta en todo esto?
—La gente opina que algo ha ocurrido fuera y Tábata nos protege, pero no tiene sentido. Yo creo que es más bien al contrario, que no nos deja salir. Necesitaba conocer la historia de esa mujer.
—¿Y te ha ayudado?
—Lo cierto es que no. Nada cuadra. Tábata Hide fue una mártir, una santa que no puede representar nada más que un modelo a seguir. ¿Cómo es posible que su espíritu le haga algo tan cruel a la gente cuando tratan de abandonar los límites de la ciudad?
—El libro que leíste es una mierda. —Cerró de un portazo tan fuerte la tapa del cuadro eléctrico que estaba revisando que Maya se sobresaltó—. Un anuncio en el siglo XVII, eso es lo que le hizo ese hombre. Yo creo que se la tiraba, pero no te lo puedo confirmar. Ven, te enseñaré algo.
Maya lo acompañó a una de las salas cuya entrada todavía estaba precintada por la cinta de la inauguración, y que no tuvo tiempo de visitar el día de su incursión. Pasaron por debajo de la cinta y Maya leyó mentalmente el rótulo en la pared, a la derecha de la puerta: «El hogar de Tábata Hide».
—El lugar donde se construyó este museo no fue casual. Aquí es donde estaba la casa original de Tábata Hide, y alrededor suyo se levantó este edificio. En mi opinión, fue una excusa para proteger el hogar de la patrona, como un armazón de hormigón alrededor.
Se detuvieron en el interior de la sala, que estaba casi a oscuras. Era enorme comparada con las demás y, en el centro, la única zona iluminada, un cubo transparente preservaba una antigua cabaña en su interior. Como una maqueta dentro de un bloque de metacrilato, al margen del cruel paso del tiempo.
—Lo que vamos a hacer es incluso más ilegal que llevarse el facsímil de Ezequiel, así que nos guardaremos los secretos mutuamente, ¿entendido?
Maya asintió y siguió a Nathan, que había empezado a andar hasta una esquina de la sala. Sacó del bolsillo un manojo de llaves. Cuando encontró la que buscaba, entraron por un pasadizo que los llevaba hasta el interior del cubo protector.
—Te oirás la voz extraña aquí dentro —dijo señalando hacia el cubo transparente que ahora los rodeaba. De repente, había empezado a hablar mucho más bajo, tratando de mitigar aquella extrañeza en sus palabras—, así que será mejor que calles y escuches. Cuando Tábata murió, nadie tocó su cabaña. Como se la consideraba la patrona, se decidió preservar todo lo que la había rodeado. Una especie de fetichismo, algo parecido a lo que hacen los católicos con las reliquias de sus santos.
Maya asintió. Una emoción iba creciendo en su interior mientras escuchaba las palabras de aquel hombre. Se sintió una entre otros tantos aprendices como Luke Skywalker, Daniel LaRusso o John Rambo, descubriendo la verdad de la mano de sus maestros.
—Por supuesto, lo del cubo y el museo fue hace poco, pero aunque no tenían tantos medios como nosotros ahora, los antiguos habitantes de Santa Tábata se las apañaron para preservar este lugar. De hecho, está en un estado estupendo para tener tres siglos.
Maya asintió. El exterior de la cabaña se mantenía formidablemente bien. Era cierto que se veían algunas zonas en las que los listones de madera se había ido reemplazando con otros más nuevos, pero en conjunto daba la sensación de estar todo correcto.
—Pues entremos, porque lo que te quiero enseñar está dentro. —Nathan abrió con sumo cuidado la puerta principal y se adentraron en el hogar de Santa Tábata. La mujer, que a pesar de llevar unos pocos días en la ciudad ya estaba emocionada, no quiso ni pensar qué sentiría cualquiera de los acólitos lugareños.
—¿Puedo? —preguntó Maya muy bajo señalando la Betacam que había llevado a cuestas todo el rato. El hombre asintió, a lo que la mujer puso en marcha el dispositivo y comenzó a grabar. Un lento y respetuoso trávelin recorrió el interior de aquella cabaña, que crujía bajo sus pies; austeridad era la primera palabra que a uno le venía a la mente.
—No hay mucho que ver —continuó Nathan—, a excepción de una cosa que igual hace que cambie tu forma de ver las cosas. A mí, al menos, es lo que me provocó. Ven, acompáñame.
Nathan la llevó hasta una esquina de la cabaña, donde había una habitación separada del resto. Era la zona más oscura, con lo que Maya tuvo que ajustar manualmente la abertura del diafragma, ya que no llegaba bastante luz al sensor de la Betacam. Aquel lugar era extraño, ya que no tenía puerta que lo separara del resto de las estancias.
—Echa un vistazo dentro.
Maya lo hizo y descubrió sorprendida que, en su interior, tampoco había ninguna ventana. Desistió de recoger ninguna imagen, ya que no llegaba ni un solo rayo de luz, así que bajó la cámara, pero no detuvo la grabación porque quería tener un registro del sonido. Al poco tiempo de estar allí dentro empezó a sentir inquietud. El lugar era pequeño, muy pequeño, y hacía que se perdieran todas las referencias espaciales. En la cinta se grabó la respiración de la mujer, cada vez más superficial y acelerada. Maya empezó a sentir la imperiosa necesidad de salir de allí. Entonces, las palabras de Nathan la detuvieron:
—Ese cuarto es la razón por la que William Hide apenas aparece en el libro de Ezequiel. Gran parte de su infancia la pasó allí dentro, confinado por su propia madre.