La gente con la que se cruzaba se hacía a un lado, incluso algunos le dedicaban algún comentario de desaprobación; no se trataba de iniciar ninguna conversación, sino de dejar patente su indignación. William ni siquiera los miraba a la cara. No lo había hecho nunca, y ahora tenía aún menos motivos para empezar a hacerlo. Tampoco era capaz de dirigirles la palabra y defenderse; era superior a él. Aunque el único daño que había sufrido fue por parte de su madre, su mente infantil había extrapolado la actitud a la del resto de adultos, que habían pasado a ser aquella especie que solo sabía infringirle dolor. Todo tipo de dolor.
Una punzada le atravesó la zona de las costillas. Se llevó la mano a la parte derecha del abdomen, allá donde el «cinturón del arrepentimiento», tal como lo había llamado su madre, más le había presionado. Por desgracia, no era el único punto que le dolía, aunque sí el que más: desde el ombligo hasta el esternón estaba repleto de heridas que aquel instrumento del Infierno le había provocado. Era capaz de identificar la mayoría de los cortes con cada inspiración, cuando sus pulmones se hinchaban y presionaban contra la piel lacerada.
Caminaba despacio, aguantando el chaparrón de la gente. No había posibilidad de ocultar nada en un lugar tan pequeño. Todos sabían que había sido él el que había volado las canalizaciones de agua. Incluso hubo quien se santiguó al pasar por su lado. William sonrió al pensar que había gente que lo considerara algo parecido al mismísimo demonio. Hacía mucho calor y, teniendo en cuenta su estado físico, debía de estar guarecido a la sombra, pero William quería ir hasta su madre. Si ella quería que sufriera, que al menos tuviera la decencia de verlo sufrir. Que su dolor sirviera para seguir siendo el centro de su atención.
Nada más lejos de la realidad. Los Arquitectos ya no eran cuatro hombres y una mujer, sino muchos más; casi la totalidad de los habitantes del lugar. Cuando llegó a la zona que había volado por los aires, pudo ver con sus propios ojos a decenas de personas trabajando como si fueran una sola: unos cargaban troncos, otros los serraban, un grupo reforzaba los soportes de lo que serían los nuevos canales de agua, hasta los niños echaba una mano como buenamente podían. Todos menos él, que solo destruía. En lo alto, como una rutilante estrella que guiaba a todas aquellas almas hacia un objetivo mayor, estaba su madre. Tábata supervisaba a todas y cada una de las personas que trabajaban bajo un sol de justicia para crear aquel mundo, aquel sueño que su madre estaba pagando con los del propio William como moneda de cambio.
Algunos se dieron cuenta de su presencia, chasquearon la lengua y miraron hacia otro lado; nadie se acercó a preguntarle qué le pasaba, por qué tenía tan mal aspecto. Ni siquiera el aura de su madre lo protegía ya frente a los demás. Ella lo vio finalmente desde las alturas; William imaginó que bajaba a toda prisa, que lo abrazaba, lo besaba y le curaba aquellas heridas que ella misma le había infringido. En lugar de eso lo ignoró, giró la cabeza y continuó con su sueño.
Las lágrimas más amargas que hubo llorado nunca le resbalaron por las mejillas. Quizá aquellos que se santiguaron al verlo tenían razón, y él se había convertido sin darse cuenta en el diablo de aquel lugar. En el diablo de su madre. «Pues que así sea», pensó.
Antes de marcharse los maldijo a todos. También a su madre, a la que nunca más volvería a llamar así.