—¿Cómo sabes eso? ¿Cómo sabes tanto sobre Tábata y su hijo? —Maya destapó la botella de agua mineral que Nathan le había ofrecido. Estaban de nuevo en la entrada con toda aquella luz que entraba a través de las puertas de cristal, y que a la mujer le pareció un regalo divino después de haber estado en el cuarto del infierno; todavía estaba temblando.
—Mira, solo soy el encargado de mantenimiento. Lo que pasa es que, al final, hago muchas cosas. Aquí no ha venido ninguno de esos trajeados que hay en las grandes ciudades a decir dónde va cada pieza, cómo ponerlo todo. Simplemente llegaron las cajas, todo embalado, y alguien tenía que hacer que luciera. Adivina a quién le encargaron la faena. Sí, además de lo del mantenimiento; el Faraón hace honor a su nombre en lo que respecta al trato con sus trabajadores. El caso es que soy curioso y, mientras lo preparaba todo, até cabos.
Maya se quedó mirando a Nathan sorprendida. En aquellas ciudades tan pequeñas, muchas cosas funcionaban por la voluntad de unas pocas personas, no porque hubiera un respaldo institucional o económico, y aquel lugar no se quedaba al margen del problema. El museo era impresionante, la forma de distribuir el contenido en las salas, la información que se daba. Muchos comisarios de exposiciones podrían aprender de cómo había organizado las cosas aquel hombre, un simple encargado de mantenimiento.
—¿Ha colado? —Nathan mostró una sonrisa de oreja a oreja. Maya frunció el ceño—. Qué ingenuos sois los de la gran ciudad. Bueno, no es del todo mentira lo que te he contado, de verdad que soy muy curioso, pero nunca habría deducido esto sin una ayuda. Espera y te mostraré algo.
El hombre dejó a Maya meditando que, aunque le cayera tan bien y se sintiera tan identificada con su particular sentido del humor, a veces le costaba encajar las cosas que decía. Volvió con una carpeta de anillas.
—Nadie aparte de mí, y ahora de ti, sabe que esto existe. Lo encontré mientras montaban el cubo alrededor de la cabaña de Tábata. Se les levantó un trozo de terreno y se soltaron varios listones del suelo, justo en la esquina donde estaba el cuarto oscuro que ya has podido disfrutar.
Nathan abrió la carpeta y le mostró unas fundas de plástico, dentro de las cuales había unas hojas manuscritas antiquísimas. —Lo he conservado lo mejor que he podido —justificó. Maya tuvo que reprimir una sonrisa al imaginar lo que habrían dicho los expertos conservadores, aquellos que protegían obras originales antiguas en salas estancas con control de humedad y temperatura, de aquel rudimentario sistema con fundas de plástico en una carpeta de anillas.
—¿Esto también lo escribió Ezequiel? —preguntó Maya al ver su nombre en la cabecera de la primera hoja, al lado de lo que podría ser el título de aquella obra: Las sombras de un sueño.
—Eso parece, pero solo son notas sueltas, no debió de acabar la obra. Sin embargo, lo que dice cambia las cosas por completo.
Maya trató de descifrar aquella caligrafía espasmódica y caótica, a lo que Nathan la ayudó. El hombre la leía con mucha facilidad. Imaginó la gran cantidad de horas que habría dedicado a entender aquellas hojas.
—Mira: «El trato al que Tábata sometió a su hijo es chocante para la imagen que tenemos de una madre. Ella se debía a su ciudad, y cualquier otra cosa que no girara alrededor de este sueño era un problema» —leyó Nathan señalando un párrafo de la primera hoja—. Un poco más adelante habla del comportamiento que desarrolla William debido a la indiferencia de su madre, incapaz de hablar con otros adultos y con una dependencia total de la presencia de su madre.
Maya no podía creer lo que estaba leyendo. Se fijó en unas notas que hacían referencia al intento de destrucción de las canalización de agua. Ezequiel Ernst, claramente, señalaba a William como único responsable. —¿Fue William el que hizo eso? —preguntó sorprendida Maya—. Recuerdo que en el facsímil nombraba el suceso, pero no decía que hubiera sido cosa de William.
—Sí, y no es la única vez en la que William hizo algo así, aunque esa fue la más gorda.
—Buscaba llamar la atención de su madre —murmuró Maya.
—Y tanto que lo consiguió. Mira lo que te dije: «Un cuarto sin puertas ni ventanas, en la esquina más oscura de la casa. Tábata obligaba a William a pasar largas horas allí». Y lee esto, porque la cosa fue a más: «Un día descubrí al pequeño William llorando en el cuarto oscuro; no podía respirar. Llevaba puesto un cinturón infernal en el abdomen, plagado con unas esquirlas que cortaban al muchacho cada vez que trataba de hinchar los pulmones. Su madre había intentado asfixiarlo. No sé qué hubiera sido de él si no llego a aparecer».
—¿Trató de asfixiar a su hijo? —De repente, a Maya ya le cuadraba todo. Nathan de mantenimiento tenía razón: el otro libro de Ezequiel era una mierda, nada cuadraba con lo que estaban viviendo. Esto, sin embargo, era demasiado preciso—. Igual que está haciendo con nosotros cuando tratamos de salir…
—Touché. ¿Te parece buen material para tu documental?
—El mejor —dijo Maya mientras encendía la Betacam con una energía renovada—. Esto le da el final que necesita. Lo responde todo.
—No todo —replicó Nathan—. Me intriga algo. ¿Por qué Ezequiel no cuenta nada de esto en su obra oficial?