Capítulo 33

El precio del silencio

William recibió una sonora bofetada, pero no se inmutó.

—¿Cómo me llamo?

—Tábata.

Otra bofetada. William la miró desafiante.

—Soy tu madre.

—Eres Tábata.

Y otra, y otra. El muchacho tenía las mejillas enrojecidas y las lágrimas amenazaban con salir, pero decidió que no iba a darle ese placer.

—Bien, tú lo has querido —dijo, y se levantó a buscar en el arcón de las labores. Ya no dudaba del lugar donde había dejado el cinturón del arrepentimiento la última vez, porque recurría a él demasiado a menudo. Casi a diario, de hecho.

Lo sacó, volvió al lado de William y le ordenó que se quitara la camisa. La frustración asomaba en su rostro, pero había tomado la determinación de resistir lo que hiciera falta.

—Hoy lo llevarás bien prieto y un rato más de lo habitual, a ver si recuerdas cómo me llamo.

Se lo cerró por el abdomen, a lo que William gimió. Los objetos punzantes le cortaban sobre las laceraciones que todavía no habían sanado. Entonces lo arrastró hasta el cuarto sin ventana ni puerta y lo dejó allí el resto de la tarde.

Al principio fue la sensación desagradable de ahogo a la que ya se estaba acostumbrando, pero lo apretado que estaba esta vez y el hecho de que ya tuviera el abdomen perlado de heridas hizo que su asfixia fuera más intensa. Cuando llevaba una hora así, tuvo que tragarse su orgullo y empezó a sollozar y a suplicar. Apenas podía respirar.

Entonces llegó Ezequiel. Con el asunto de William, Tábata había olvidado que habían quedado.

—Ezequiel, quizá hoy no sea un buen día para nuestra reunión —dijo Tábata desde la puerta sin invitarle a pasar. El muchacho, que lo había oído, aprovechó la ocasión para sollozar tan fuerte como pudo.

—¿Qué ocurre, Tábata?

La hizo a un lado y entró en su cabaña, tratando de identificar el lugar desde el que William lloraba. Cuando lo hizo, lo sacó de inmediato a la luz y se dio cuenta de que no podía respirar. Entonces vio aquel cinturón. Se lo quitó, a lo que William respondió con una bocanada muy profunda que le devolvió el color instantáneamente al rostro, aunque los labios siguieron amoratados durante un rato. Ezequiel estaba mirando las esquirlas de su interior y el daño que habían hecho en el abdomen del muchacho. Estaba horrorizado.

—Déjame que críe a mi hijo como me dé la gana —dijo Tábata a sus espaldas, que no había reflexionado sobre la hipotética situación de tener que ocultar aquellas prácticas con su hijo.

—Los cuáqueros no hacemos esto. ¿Qué pasa con aquello que dices de evitar la violencia?

—¿Ves alguna puerta? ¿Lo he encerrado yo? Él es el que no quiere salir, porque sabe que ha obrado mal. Cuando se haya arrepentido de verdad, seguro que la voz de Dios lo invita a salir.

Ezequiel miró hacia el cuarto y luego al cinturón en el suelo.

—Sé razonable, por favor. ¿Te das cuenta de lo que le estás haciendo al pobre chico?

—¡No te entrometas!

El muchacho, a unas escasas yardas de los dos adultos, seguía llorando y trataba de recuperar el compás de su respiración.

—Tábata, no puedo permitir que le hagas eso a tu hijo.

La mujer se lo quedó mirando fijamente durante unos instantes en los que solo se escuchaban los sollozos del pequeño.

Recuerda cómo te mira desde aquella mañana en Boston. Recuerda cómo te miró cuando llegó aquí. Tú ya sabes lo que significa esa mirada. Dale lo que quiere y lo tendrás bajo control.

La cara de Tábata sufrió un cambio casi imperceptible. Se giró hacia su hijo y le dijo:

—William, ¿Dios considera que ya es suficiente por hoy?

El chico no contestó, no pudo decir nada. Todavía tardaría un buen rato en recuperarse y volver a ser capaz de pronunciar alguna palabra.

—Yo creo que opina que ya es suficiente por hoy —concluyó Tábata—. Márchate un rato de casa, tengo que hablar con Ezequiel.

William salió temblando a la calle sin mirar a los adultos. Se despidió con un sonoro portazo que casi saca la puerta del quicio, la única muestra de rabia y dolor que pudo expresar.

—Tábata, ¿te das cuenta de lo que estoy escribiendo de ti? —dijo Ezequiel una vez que estuvieron solos.

—Lo sé perfectamente. Y así debe ser. ¿Cuál es el problema?

—¿Cómo que cuál es el problema? ¿Has visto a tu hijo?

—Ezequiel, olvida lo que has visto. Debes seguir escribiendo como has hecho hasta ahora. No menciones este asunto. Pertenece a mi vida privada y a la de mi hijo. Esta ciudad se está construyendo sobre una imagen que debe mantenerse así: perfecta.

—¿Cómo quieres que olvide esto, Tábata? Esto es… es… una monstruosidad.

—Yo te daré una razón para que lo olvides.

Tábata dio la espalda a Ezequiel. Se inclinó hacia delante sobre la mesa en la que se sentaban a hablar todas las tardes y se recogió la falda hasta la cintura. El hombre se quedó sin respiración.

—No me digas que no llevas deseándolo desde hace años. Vamos, no me hagas esperar. —La mujer había cambiado su voz por un tono meloso e ingenuo.

Ezequiel, incapaz de luchar, la tomó allí mismo entre violentas sacudidas. Tábata, mientras, sonreía, porque ya sabía qué hacer cuando se sintiera amenazada por los remordimientos de Ezequiel, cosa que ocurrió en innumerables ocasiones.