Capítulo 35

El viento del norte

El boicot de William resultó ser, paradójicamente, la energía que necesitaba el asentamiento para arrancar definitivamente. Todos se unieron persiguiendo un mismo objetivo, y el liderazgo de Tábata se vio blindado por completo, sin un atisbo de fisuras: una suerte de pena por tener que cargar con un hijo como William, unido a la imagen que se había construido como mesías del cuaquerismo en el Nuevo Mundo y la idolatría que le profesaba Ezequiel fueron más que suficientes.

Durante siete años el asentamiento fue transformándose en una aldea, la aldea en un pequeño poblado y el pequeño poblado en el proyecto de una ciudad. Capa tras capa de complejidad se fueron superponiendo dando forma a algo que había comenzado como unos trazos sobre un suelo polvoriento. La canalización de agua llegó a un nivel de perfección que hubiera hecho sonrojarse a las grandes ciudades del Nuevo Mundo, los establos se multiplicaron para dar abasto a una población que iba en aumento, así como las zonas de cultivos. También construyeron una hermosa y sencilla iglesia, siguiendo los principios cuáqueros de la simplicidad, en la que se reunían semanalmente. La reunión resultaba sobrecogedora para los no iniciados: una hora de silencio que, en ocasiones, era roto por el mensaje de Dios que cualquiera podía compartir en voz alta, y que era anticipado por unos temblores que le recorrían de pies a cabeza. Tábata también compartía mensajes, pero ya no era Dios el que se los dictaba; había enmudecido ante la presencia de aquella otra voz que le hablaba desde que llegó a aquel lugar de Carolina. Este detalle siempre se lo omitió a sus vecinos.

Vivimos en la primera ciudad con alma, un alma fuerte y poderosa.

—¡Vivimos en la primera ciudad con alma, un alma fuerte y poderosa! —gritaba con los ojos cerrados y sacudida por temblores.

Tábata era muy reacia a aceptar a gente de fuera. Defendía que la pureza de la esencia del lugar se mantendría mientras todos se conocieran y respetaran. Pero la historia de aquella ciudad corrió por el Nuevo Mundo, fundamentalmente llevada por las caravanas que pasaban por allí, con las que aprovechaban para realizar trueques. Llegaron más familias y, a pesar del rechazo de Tábata, el resto de vecinos se daba cuenta de que la ciudad necesitaba a más gente para seguir avanzando; se percataron de que la mejor manera de apaciguar a Tábata era que esta los conociera, que se asegurara de que entendían y aceptaban los principios de la ciudad. Así pues, los vecinos recomendaban por lo bajo a las nuevas familias que hicieran un esfuerzo por agradar a Tábata, que todo sería más fácil. Así, Tábata conoció a todas y cada una de las personas que quisieron vivir allí, y ellas a su vez conocieron al alma de la ciudad, que les hablaba del cuaquerismo, del respeto y la no violencia; todo lo contrario a lo que había aplicado con su hijo.

William, que se había convertido en un apuesto muchacho de dieciséis años, era tratado como un extranjero que no hubiese sido aceptado por Tábata; una carga que la ciudad aceptaba a regañadientes: los vecinos bajaban la voz cuando él llegaba, como si fuera peligroso que supiera cualquier cosa de los demás. Llevó el cinturón del arrepentimiento tres de aquellos siete años, hasta que su pecho se había ensanchado tanto que ya no había manera de remendarlo para que le cupiera. No volvió a llamar a Tábata «mamá» o «madre». Tampoco cruzaron más palabras que las justas y precisas. Prácticamente se habían retirado la palabra por completo cuando William cumplió trece años. Se marchó de la cabaña de su madre y construyó la suya propia.

Ezequiel, devorado por los remordimientos de saber qué le había hecho Tábata durante años e incapaz de haber puesto remedio, le ayudó en todo lo que pudo: le explicó cómo sacar adelante un pequeño campo junto a su nuevo hogar para que fuera lo más autosuficiente posible, más si se tenía en cuenta que el resto de gente de la ciudad no se lo iba a poner fácil. Ezequiel fue lo más parecido a un padre para él; un padre moldeado en base a remordimientos, pero un padre al fin y al cabo. Fue el segundo adulto al que fue capaz de dirigir la palabra.

Cuando no tenía nada más que hacer, pasaba el tiempo en lo alto de la loma al noroeste de la ciudad, aquella a la que solía ir Tábata; ella ya no tenía tiempo de visitarla al estar tan absorbida por sus obligaciones para con la ciudad, así que se convirtió en la atalaya privada de William. Allí respiraba el aire del norte, que olía a otras tierras, a otras gentes. Sobre todo olía a libertad. Se ponía de espaldas al ruido habitual de la ciudad, gente hablando a voz en grito, martillazos, caballos de un lado a otro, y dejaba que aquel viento bendito le acariciara la cara; imaginaba qué otras gentes habría rozado y soñaba que su aroma llegaba a lo alto de aquella loma. Mientras tanto, su mente solo fantaseaba con dos tipos de pensamientos: aquellos en los que devolvía todo el dolor que había sufrido a su madre y a toda aquella gente que seguía su locura de mantenerse al margen del mundo, y el ser parte de ese viento del norte y salir de aquel lugar. Se preguntó si algún día lograría ambas cosas.

Entonces llegaron ellos.