I saw, also, that there was an ocean of darkness and death, but an infinite ocean of light and love flowed over the ocean of darkness.
(También vi que había un océano de oscuridad y muerte, pero un océano infinito de luz y amor fluía sobre el océano de la oscuridad.)
George Fox, An autobiography
William fue el primero en divisarlos. Desde la altura de su atalaya tenía una visión privilegiada del páramo que se extendía al norte de la ciudad. No era un grupo demasiado numeroso: cuatro hombres, tres mujeres y un muchacho de su edad. Venían cabalgando y, enganchado a uno de los caballos, había un pequeño carromato cubierto con una lona. No era algo fuera de lo normal, ya que todos los meses llegaba alguna familia que buscaba ser aceptada en la ciudad, seguramente atraída por las historias que contaba la gente que venía a hacer trueques. Sin embargo, William se dio cuenta de que aquel grupo era algo diferente. No eran colonos ingleses, ni españoles. Sus pieles eran del tono del barro rojo. Además, había algo extraño en la cabeza de los varones.
Tacey comenzó a gritar allá abajo. William se giró en dirección a la ciudad y la vio señalando a los visitantes y llamando a todo el mundo, que acudiera rápido. Al poco, la gente se fue aglomerando alrededor de Tacey. Un murmullo se elevó entre los ciudadanos. Todos señalaban al mismo lugar y algunos incluso dejaban escapar algún grito. Entonces llegaron Tábata y Ezequiel. La multitud les hizo un pasillo para que pasaran. Desde el lugar en el que se encontraba, William no era capaz de ver el rostro de su madre, pero se lo imaginó horrorizado. Seguramente estaría pensando que aquellos indígenas llegaban para destruir su sueño. Le extrañó que no hiciera una llamada a las armas para solucionar el problema rápidamente. No, claro, las apariencias cuáqueras primaban sobre lo que ella realmente deseaba. Algo debió decirle Tábata a Ezequiel en ese sentido, porque él se separó del grupo y se dirigió al encuentro de los indígenas.
William bajó a toda prisa del montículo, ya que concluyó que allí arriba no iba a enterarse de nada. La gente se hizo a un lado y comenzó a murmurar cuando llegó. Ignorándolos, se puso a la altura de su madre, que lo miró por encima del hombro, pero no le dirigió ni una sola palabra. Él tampoco lo hizo.
Los indígenas se habían detenido cuando vieron a Ezequiel ir a su encuentro. Se les veía muy tranquilos, y nada hizo sospechar que fueran a tomar una actitud violenta hacia él o hacia los habitantes de la ciudad. A pesar de eso, el miedo entre la gente se podía respirar en el aire, especialmente cerca de Tábata. Cuando el historiador llegó a su altura, se hizo un silencio sepulcral alrededor de William. Todos estaban expectantes de cuál iba a ser el resultado de aquel encuentro. Ezequiel parecía entenderse con ellos; en un momento se giró y señaló a la ciudad, a lo que los indígenas contestaron asintiendo con la cabeza. A su vez, ellos indicaron una zona algo más imprecisa hacia el norte del asentamiento.
La reunión duró poco más de cinco minutos; un periodo que, a pesar de su brevedad, se hizo eterno para muchos de los habitantes de la ciudad, especialmente para Tábata. William notaba su respiración superficial. No había apartado la mirada de los indígenas ni por un solo segundo. Cuando parecía que el encuentro se daba por finiquitado, Ezequiel volvió con los suyos y los indígenas aguardaron allí sin moverse.
—¿Qué hacen esos aquí? —preguntó Tábata.
—Es una pequeña tribu que vuelve a su tierra, cerca del río Catawba. Se separaron de los suyos en una trifulca con los cheroquis.
—¿Entonces se marchan?
Ezequiel suspiró y compuso un rostro de pena. No por lo que iba a contestar, sino porque sabía cuánto iba a afectar a la mujer.
—Se van a quedar un tiempo. No mucho. Necesitan descansar, quizá hacer algún trueque con nosotros. No será mucho tiempo, pero…
—No en mi ciudad —zanjó Tábata.
—No, por supuesto. Tampoco quieren ellos, tienen sus propias costumbres, ¿sabes? Acamparán en las afueras, un poco más allá del límite norte de la ciudad. Estarán, pero no estarán. Si no quieres, no tienes por qué cruzar ninguna palabra con ellos, ¿entiendes?
—Aunque quisiera, que no quiero, tampoco podría… no sé qué hablan los indígenas de aquí.
—Hay muchos indígenas, como tú los llamas, y no todos pertenecen a la misma tribu. Estos tienen su propia lengua, pero hablan un poco de inglés. Tábata, son amigos de los ingleses, no nos harán daño. De hecho, eso es lo que les ha generado problemas con los cheroquis.
—No me importa, Ezequiel. Ni lo que hablan, ni adónde van, ni de quién son amigos. Lo único que quiero es que partan cuanto antes. —Dicho esto dio media vuelta y se marchó bruscamente sin esperar la respuesta de Ezequiel. Él volvió a suspirar y se giró de nuevo hacia la tribu. Les hizo un gesto afirmativo con la mano, a lo que los indígenas respondieron con otro y se apearon de los caballos. Al parecer habían tenido la deferencia de esperar cierta aprobación por parte de los vecinos, más que nada para evitar roces innecesarios; o quizá así era como se lo había planteado Ezequiel, sabiendo que cualquier otra opción hubiera supuesto un problema mayor con Tábata.
—¿Qué les pasa en la cabeza, Ezequiel? Quiero decir, a los hombres. —William se giró con brusquedad hacia el hombre que había expresado en alto la pregunta que le rondaba la cabeza. Desde que los había visto en lo alto del montículo se había dado cuenta de que sus frentes no estaban rectas, sino que seguían una línea oblicua, haciendo que el cráneo pareciera mucho más plano por delante.
—No estoy seguro, Math, pero quizá sea una costumbre de su tribu.
Un murmullo creció entre la multitud.
—Dios bendito, qué barbaros. Parecen unos flathead.