Maya se despertó sobresaltada. Todavía oía aquella voz que le recordaba a una cascada de cristales; el sueño había sido muy vívido. Estaba tumbada en un catre cuya dureza la devolvió a la cruda realidad, aquella en la que había dado con sus huesos en una celda de los calabozos municipales. Dos hombres al fondo del pasillo, a voz en grito, la habían despertado. Se levantó, pero todos los músculos de la espalda se quejaron al unísono. Como pudo, llegó hasta los barrotes que la separaban de la libertad. «Doble confinamiento», pensó Maya, «menuda suerte la mía».
—La chica de la cámara, despierta, tienes visita.
—¡Directora, imbécil! —gritó Maya.
Cuando Maya dijo «imbécil», unos días antes hubiera dicho: «Señor».
«Todo ha cambiado», pensó. «Nada es igual al día que llegué a Santa Tábata». Aquel sueño que Maya había traído a la realidad había sido el punto de inflexión, llenándola de una seguridad que la hacía sentirse poderosa. En ese sentido, verse a sí misma como superheroína mientras dormía había sido muy revelador. Saliera o no de aquel lugar, ya nada volvería a ser lo mismo.
Ted Kerry asomó por el otro lado de los barrotes. —Mira que las cosas eran sencillas —dijo.
Maya bufó y dio media vuelta. No eran horas para aguantar un discurso paternalista; como no podía marcharse ni hacer callar a aquel cretino, volvió a sentarse en el camastro. Prefería su dureza al hálito de aquel hombre cerca de ella.
—Te dije que vinieras al cóctel y no viniste, te dije que Bob nos necesitaba y tampoco acudiste. Como apuntaba, era muy sencillo. Hacías acto de presencia, te reías de un par de chistes malos, si hacía falta cogías la cámara y le dabas al botón de grabar. ¿Cómo has podido joderla de tal manera?
—El libro no es la única razón por la que estoy aquí, ¿verdad?
—Bob estaba bastante molesto, no te voy a engañar. Ese hombre no está acostumbrado a que le rechacen en dos ocasiones. De hecho, mucha gente de aquí soñaría con haber sido tú, ¿sabes? Kurtzman, al fin y al cabo, canaliza ese estado anímico de Bob. No estaba nada contento, no. Cuando vio lo que habías sacado del museo, se lo pusiste en bandeja. Aquello fue la chispa que necesitaba.
—O sea, que es una venganza.
Cuando Maya dijo «venganza», unos días antes hubiera dicho: «Lo que me merezco».
—Deberías replantearte tu actitud, ¿sabes? Haz como yo. Si te acercas a esta gente, vivirás mejor aquí. —Ted, de repente, había bajado mucho la voz—. Y tú lo tienes fácil, porque solo tienes que ser mi sombra, hacer lo que haga yo. Si me río, te ríes, si voy aquí, vienes aquí conmigo, si voy allá, tú igual, ¿lo pillas? Sigue estos simples pasos y todo te irá bien.
—¿Pero qué te has creído, que soy un perrito al que tienes que proteger? ¡Eres un cretino, un gilipollas y un arrogante!
Cuando Maya dijo «cretino», «gilipollas» y «arrogante», unos días antes hubiera dicho: «Menos mal que te preocupas por mí».
—¡Da gracias que hay unos barrotes entre tú y yo! —Maya se había levantado de un salto y estaba indignada. Cerró los puños con aire desafiante y Ted se echó un paso atrás instintivamente. No hacía falta ser muy listo para saber que Maya se pasaba todo el día llevando una pesada cámara junto con el resto del material de grabación, y que podría tumbar a un hombre de la constitución de Ted de un solo golpe.
—Quieta, quieta —replicó Ted desde cierta distancia de seguridad, aquella en la que consideró que los puños de Maya no lo alcanzarían a través de los huecos entre los barrotes—. Quién te ha visto y quién te ve, chiquilla. A ver si lo adivino, ¿esto es por el documental ese que has hecho, que se te ha subido a la cabeza?
Maya se quedó petrificada. Él sabía lo que había estado haciendo. Ted, que se dio cuenta de la reacción de Maya, volvió a acercarse con la sensación de haber recuperado el control de la situación.
—Ayer, cuando nos encontramos y te trajeron aquí, sentía curiosidad, ¿sabes? Me preguntaba qué habías estado haciendo estos días. Entonces me vino a la mente aquel día que llovía, ¿recuerdas? Estabas trabajando con el equipo de edición en la furgoneta, aunque trataste de ocultármelo. Aprovechando que no ibas a poder salir de aquí, eché un vistazo y lo descubrí. ¿Sabes qué? —Ted hizo una pausa dramática, tomó aire, como si fuera a decir algo que le costaba mucho—. Es brillante. En serio, sin sarcasmos. Es una puta obra de arte. Nunca antes había visto nada igual, y mira que llevo años en esto. En la época de los documentales de la sabana africana, va y a ti se te ocurre hacer algo así. Es, simplemente, impresionante.
Maya se quedó descolocada. Nunca había escuchado que Ted dijera nada bueno de algo o alguien, y jamás en la vida hubiera imaginado que fuera de un proyecto suyo. Sin embargo, el instinto le dijo que no se alegrara demasiado. Allí había gato encerrado.
—Una pena que hayas incumplido tu contrato con la WCNC-6.
Ahí estaba, Maya no se equivocaba. La mujer empezó a sudar, temiendo las implicaciones de sus palabras. —¿Qué quieres decir?
—Tu contrato como operadora de cámara dice que ni puedes usar el material de la estación para algo que no sea lo que determine tu reportero superior, en este caso yo, ni te pertenece la propiedad intelectual de dicho material.
—Como lo borres… —Maya se había puesto a temblar. No podía creer que su trabajo fuera a desvanecerse, que nadie lo viera por culpa del desgraciado que tenía delante.
—Oh, no, por favor. Eso sería un desperdicio tremendo. ¿No me escuchaste antes? Dije que me parecía brillante. Esto me lleva a una solución muy simple que lo arregla todo. Si soy yo el que lo firma, no hay ningún incumplimiento de contrato.
A Maya le dio un vuelco el corazón. De repente se había puesto pálida y sintió que toda la cara se le enfriaba, la circulación se le había interrumpido momentáneamente al escuchar la idea de aquel hombre.
—¿Vas a cambiar mi nombre en mi documental?
—Sí. De hecho, ya está cambiado. Si algún día la gente de fuera de este lugar lo ve, se convertirá en la cima de mi carrera. Pero anímate, la única razón es evitarte problemas con la WCNC-6 —dijo Ted mientras hacía aquel gesto tan suyo de arrugar la nariz mostrando los caninos—. Ah, por cierto, te has quedado sin furgoneta, no sea que se te ocurra volver a usarla. Las llaves las tengo yo ahora. He hecho otra copia de la cinta, no iba a ser tan cruel como para no dejarte disfrutarlo. Se lo he dejado al amable policía de los calabozos, te la dará cuando te devuelva tus pertenencias. Por cierto, ahora cuando me marche vendrá a soltarte. He insistido mucho a Bob y al jefe Kurtzman, ¿sabes? Les he asegurado personalmente que ibas a hacer lo correcto a partir de ahora, así que no me dejes mal. Ve al hotel, date una ducha y luego derecha al ayuntamiento, tenemos trabajo.
Maya se dejó caer en el suelo. Luchó para no romper a llorar, la impotencia que sentía no se podía expresar con palabras. Su trabajo, su proyecto, su sueño robado por un desgraciado. —Eres un miserable ladrón —acertó a decir con un hilo de voz mientras Ted se marchaba.
Cuando Maya dijo «miserable ladrón», unos días antes hubiera agachado la cabeza y guardado silencio.