Pista 7: Catawba Tribe, en la banda sonora de la novela.
William esperó a que la ciudad se hubiera dormido para cruzar su límite norte. Llevaba encima una buena cantidad de verduras de su propio huerto. Delante de él, una gran tienda con un techo cupulado se iluminaba con el fuego que habían encendido en el campamento improvisado. Entre el crepitar de las llamas se escuchaban sus voces en un idioma que no alcanzaba a entender, pero que tenía una musicalidad y un ritmo marcado por unos golpes de lengua y chasquidos que resultaba embriagador. Se acercó con timidez a la tienda y carraspeó. Se hizo el silencio en el interior.
—¿Quién es? —dijo una voz masculina en un perfecto inglés, solo delatado por un acento en el que no se podían ocultar aquellos chasquidos.
—Mi nombre es William. Les traigo un regalo de bienvenida. —William sintió un júbilo creciente en su interior. Había sido capaz de decirle algo a algún adulto que no había sido ni su madre ni Ezequiel. Y era un desconocido aunque, quizá, esa era la clave, pensó William. Aquella gente había venido con el viento del norte, y relacionarse con ellos iba a ser lo más parecido a escapar de aquel horrible lugar.
Unos segundos de silencio y la misma voz lo invitó a pasar. William admiró el interior de una tienda que había sido montada hacía apenas unas horas, y que resultaba más acogedora que muchas de las cabañas que llevaban años construyendo. Todos a los que había visto llegar estaban allí, juntos. Una de las mujeres lo invitó a sentarse, a lo que accedió de buen grado mientras los cuatro hombres lo escrutaban de arriba a abajo. Entonces se percató del muchacho de su edad, que lo observaba con un brillo en los ojos que no tenían los adultos. Parecía divertido.
Al tomar asiento, William se lo quedó mirando; estaba muy delgado, pero era bastante musculoso. Sus hombros torneados brillaban con gotitas de sudor, que le caían lacónicamente por los brazos y el pecho desnudo, y la piel resplandecía con el color del fuego. La frente aplastada, que solo compartía con los adultos varones de la cabaña, no le afeaba ni un ápice; más bien todo lo contrario, le daba un aire exótico. William lo encontró extremadamente atractivo. Entre eso y la intensidad con la que el muchacho también lo estaba escrutando, William se descubrió teniendo una incipiente erección.
—William, es muy amable por tu parte —dijo el hombre mientras señalaba el cesto lleno de mazorcas de maíz, tomates y zanahorias—. Sin contar a aquel hombre que vino a nuestro encuentro, ¿Ezequiel?, eres la primera persona en venir a visitarnos. —Hablaba con parsimonia, como eligiendo las palabras una a una. William supuso que debía de ser extremadamente difícil intentar comunicarse en un idioma que no era el suyo propio y que, además, parecía tan diferente al inglés. Eso o que el hombre era así—. No suele ser lo habitual, joven William, aunque tampoco es muy habitual esta… cómo lo diría… distancia entre vosotros y nosotros.
—Esta ciudad es un poco diferente —acertó a decir William. Estaba muy nervioso—. Sobre todo con los… que vienen de fuera.
—Es comprensible. De todas formas, me haría muy feliz que trasladaras a los tuyos que mi pueblo tomó la decisión de ayudaros, aunque nos ha supuesto muchos problemas con otros de los nuestros. —Su rostro se sumió en sombras y se le empezó a quebrar la voz—. Sobre todo con los cheroquis.
El hombre que tenía al lado le puso la mano en el hombro. A William le pareció que aquella frase encerraba demasiado dolor, y se sintió muy incómodo presenciando aquel sufrimiento contenido.
—No quisiera molestar. Solo venía a decirles que, aunque no lo parezca, para algunos de nosotros son ustedes bienvenidos.
William se puso en pie, dio media vuelta y se dirigió hacia el exterior. En un último vistazo al interior de la tienda, el muchacho indígena le regaló con una radiante sonrisa que se llevaría detrás como un bello presente.
***
Una hora después, William miraba el techo de su cabaña incapaz de conciliar el sueño. No se quitaba de la cabeza la imagen del muchacho indígena. ¿Qué le había atraído de él de una manera tan brusca? Nunca había sentido nada parecido con nadie de la ciudad, aunque también es cierto que el aura de animadversión que se cernía sobre él no facilitaba las cosas cuando quería acercarse a algún chico de su edad. Lo habitual era que la gente le huyera, con lo que no había tenido la oportunidad de sentirse atraído por nadie.
Aquel chico era una segunda oportunidad para él, unos ojos libres de prejuicios que le podrían ver sin la pesada carga que arrastraba con sus vecinos. Y qué ojos. Era difícil olvidar aquella mirada, que se le había quedado grabada en la retina como un destello del sol.
Unos golpes lo despertaron de su ensimismamiento. Alguien llamaba a la puerta de su cabaña. ¿A esas horas?
—William, vengo a traerte una cosa.
Era la voz de un chico que no había escuchado todavía, pero el acento, igual al del hombre con el que había estado hablando un rato antes, lo delató. Era él, no podía ser nadie más. El corazón se le desbocó. Se levantó de un salto y corrió hacia la puerta.
—Hola. —Mientras abría temió la decepción de que no fuera él, pero por una vez la suerte le sonrió. Aquellos ojos eran incluso más bellos en la penumbra, con la escasa luz de los fuegos de algunas de las cabañas colindantes. Y seguía con el pecho desnudo, tal como lo había visto en su tienda.
—Disculpa, pero mi padre insistió. ¿Puedo pasar?
William asintió, pero fue incapaz de articular palabra alguna. Tenía la garganta seca y ni siquiera podía tragar saliva.
—Cuando te marchaste —explicó el muchacho, una vez dentro—, el eractaswa consideró que había sido algo descortés. Estaba un poco afectado por no haberte ofrecido un presente a cambio del tuyo. Me hizo venir a traértelo esta noche mismo.
—¿Eractaswa? —fue todo lo que atinó a decir William.
—Sí, es el título de mi padre. Como uno de vuestros… ¿gobernadores? No sé si es la traducción más correcta. Él es la máxima autoridad en el poblado.
Se hizo un silencio incómodo entre ellos. Estaban ahí, mirándose el uno al otro, sin saber qué más decir.
—Ah, claro, el presente. —El muchacho dio un respingo, como si se hubiera acordado de repente de la razón por la que había ido a la cabaña de William. Desenvolvió un fardo que llevaba colgando en la espalda y se lo tendió—. Toma, William, como muestra de agradecimiento por tu detalle.
William se quedó mirando aquello que le ofrecía el muchacho de los ojos preciosos. Parecía un tipo de tejido conformado por hojas parecidas a la palma.
—Es una estera —explicó el muchacho—. Es para poder sentarse en el suelo con comodidad. También es bonito. Mi pueblo los teje desde hace muchísimo tiempo. Ven, te ayudaré a ponerlo. —Miró alrededor. Por su cara, William dedujo que el interior de la cabaña le había parecido algo desangelado, y que bien le vendría la estera para alegrarlo un poco. Ni Ezequiel ni él se habían preocupado por otra cosa que no fuera la funcionalidad en la vivienda, con lo que los toques más acogedores habían quedado fuera de las prioridades.
—Es preciosa —dijo William una vez la vio extendida en el suelo. El diseño en zigzag tenía cierto grado de desorden, como orgánico; resultaba hipnótico.
—Ven, verás lo cómoda que es.
Los dos se sentaron en el suelo con las piernas cruzadas. William se dio cuenta de que el muchacho tenía razón; era una estera realmente cómoda. Se quedó pensando cuántas cosas se estaban perdiendo sus vecinos al rechazar las costumbres de los extranjeros. La cuestión de sentarse en el suelo era mucho más práctica e infinitamente más sencilla que la de las sillas, con la complejidad añadida que entrañaba su construcción. William sintió que comenzaba a relajarse por primera vez desde que lo había conocido.
—No sé tu nombre.
—Oh, ¿en serio? Discúlpame. ¿Dónde están mis modales? Soy Yanabe.
—¿Cómo encontraste mi cabaña? —preguntó William, que comenzaba a racionalizar la situación.
—Vi desde lejos hacia dónde te dirigías.
—Pero hace más de una hora de eso. No cuesta tanto venir.
—Oh… bueno, salí nada más te fuiste. Quería… verte marchar. —Yanabe se sonrojó visiblemente—. Mi padre no me dijo que te trajera esto hasta un buen rato después.
William rio de buena gana. No recordaba la última vez que lo había hecho, si es que lo había hecho siquiera en alguna ocasión en su infancia. Sintió algo que crecía en su pecho y se extendía por su cuerpo velozmente. Supuso que era lo que los demás llamaban felicidad.
—Quizá deba marcharme —dijo Yanabe algo contrariado.
—No, por favor. —William le cogió rápidamente la mano. Fue un acto totalmente reflejo. Si era feliz por primera vez en su vida, no iba a dejar que su dicha se marchara tan rápidamente. Yanabe sonrió por el gesto de William; estaba algo azorado, pero no lo rechazó. Todo lo contrario, pareció sentirse muy complacido.
—Soy parte de la tribu de los catawba. Nos llamamos así porque habitamos cerca del río, y hacia allá vamos a reunirnos con los demás. Los tuyos nos llaman de otra forma: flathead —explicó mientras se señalaba la frente—. No nacemos así, ¿sabes? Nos hacen así. A los varones, siendo bebés. Mi padre dice que es un recuerdo de nuestros orígenes. Dos tablas que presionan en la cabeza…
—Silencio, por favor —cortó William. Una desazón se instaló en su mente. Por lo visto, no era solo su madre, ya que en cualquier lugar había padres que hacían cosas terribles a sus hijos. Quizá era el mundo, que estaba hecho así, y que provocaba que las cosas se repitieran una y otra vez, como sacadas de un molde cuya única finalidad era que los pequeños sufrieran. Maldijo al dios que permitía semejantes actos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Yanabe ante el súbito cambio en el rostro de William.
Yanabe le acarició el mentón tratando de borrar la tristeza que había ocupado su rostro de repente. William sonrió como respuesta y le apretó las manos con firmeza. Entonces, se las apartó y se quitó la camisa. Yanabe vio horrorizado las cicatrices que cubrían su tronco, producidas por los años que llevó el cinturón del arrepentimiento. Los últimos sin él no habían sido suficientes para que desaparecieran aquellos recuerdos del horror; casi con toda seguridad permanecerían indelebles en su piel hasta el fin de sus días. —A mí también me hicieron algo.
Yanabe estaba horrorizado. Levantó sus manos hasta el torso de William y empezó a acariciarle las cicatrices, una a una, recorriéndolas con una delicadeza infinita, como si su simple voluntad fuera suficiente para borrárselas. Cuando hubo terminado, se quedaron mirando fijamente el uno al otro. William sintió que caía en un pozo de felicidad ante la belleza de sus ojos.
Ninguno de los dos supo nunca quién fue el que se acercó primero; lo único de lo que fueron conscientes era que el tiempo se detuvo en el momento en que sus labios se encontraron.