Capítulo 40

El trato de Ishtar

Have you ever been to North Point to spend your time and pray?

The prison walls are dark and cold and grey.

The writing on the wall at North Point speaks to a silent room.

They shut the bars down, leave you to the gloom.

How could we get any closer?

[…]

Then on a bright day at North Point the gate was open wide.

They chanced to look at what was inside.

There were a million stars at North Point.


(¿Alguna vez has estado en North Point para pasar el tiempo y rezar?

Los muros de la prisión son oscuros y fríos y grises.

La inscripción en el muro en North Point le habla a una habitación silenciosa.

Bajan las rejas, te dejan en la oscuridad.

¿Cómo podríamos estar más cerca?

[…]

Entonces, un día soleado en North Point, la puerta se abrió por completo.

Se atrevieron a mirar qué había dentro.

Había un millón de estrellas en North Point.)


Mike Oldfield, North Point


Maya volvió caminando desde la comisaría hasta el Swallow puesto que ya no tenía medio de transporte. Lo que en otros momentos le habría parecido un agradable y corto paseo, en ese momento fue tedioso e interminable. Todos los ánimos que había conseguido acumular en los últimos días con su proyecto, habían sido minados en unos minutos por culpa del desgraciado de Ted. Intentaba imaginar la situación al revés, en un intento de comprenderlo, pero no era capaz de visualizarse haciendo algo tan rastrero como robarle el trabajo a otra persona. ¿Cómo podía haber acumulado esa cantidad de maldad? Y no solo se trataba eso, porque si el día anterior había llegado a pensar que sería capaz de encontrar una manera de sacar el documental de Santa Tábata para que lo viera el resto del mundo, ahora era otra losa sin solución posible encima de su maltrecha moral.

Llegó al hotel y dio gracias porque el chico de recepción no estaba en su puesto; no tenía la entereza suficiente para dibujarse una sonrisa en la cara. Cogió el ascensor y, mientras subía, rebuscó por los bolsillos el cubo metálico puntiagudo. Eso y la cinta que Ted había copiado eran las dos únicas posesiones que le había devuelto el policía a su salida de los calabozos. Entró en la habitación, dejó las llaves y la cinta en la mesita de noche y se dejó caer, derrotada, sobre la cama.

No habían pasado ni unos segundos cuando el sonido de la tele la sobresaltó. ¿Estaba encendida desde la última vez que había estado en la habitación? Empezó a rebuscar a tientas el mando por encima de las sábanas. Cuando lo encontró, pulsó el botón de apagado, pero el aparato no le obedeció.

—¿Qué diablos te pasa?

Pulsó varias veces, pero la tele se resistía a apagarse. Maya resopló y se recostó, suponiendo que no estaba enfocando bien el mando al lector de infrarrojos. Pulsó media docena de veces más sin éxito. Finalmente se levantó para darle al botón directamente. Se escuchó el chasquido de la pulsación, pero la pantalla seguía iluminada.

—¿Pero qué…?

Maya no terminó la frase. Los niños en el suelo, ya familiares para Maya, animaban a su padre que volvía a jugar el partido. El anuncio de Coca-Cola estaba comenzando. La mujer se retiró un poco del aparato y se sentó en el suelo a verlo, esperando pacientemente a que la niña rubia con las dos coletas apareciera al final, abrazara a su padre y comenzara a hablarle. Maya no se equivocó en su predicción:

¿Estás satisfecha con tu sueño?

En esta ocasión, Maya pudo ver como el padre del último plano se esfumaba junto con el logotipo y el eslogan, dejando a la niña como única protagonista en la pequeña pantalla.

—Lo estaba, pero todo se ha ido a la mierda. Tengo el proyecto, pero ya nadie sabrá que es mío. —Maya se había levantado. Se acercó a la mesita de noche y cogió el casete con aire melancólico.

Y así debe ser.

—¿Cómo? —dijo Maya girándose indignada hacia el aparato.

Los sueños exigen sacrificios.

—¿Sabías que iba a pasar esto?

La niña guardó silencio durante un largo rato. Miraba fijamente a Maya, o parecía que la mirara. La mujer probó a deambular por la habitación y comprobó que, efectivamente, los ojos de aquella niña la seguían. Al final, dijo:

¿Con qué ofrendas a tus sueños, Maya?

Maya abrió mucho los ojos. No podía creer lo que estaba escuchando, las implicaciones de lo que acababa de decir aquella niña insufrible. Todo había sido un trato desde el principio, aunque ella no se daba cuenta hasta ahora. Su proyecto, su sueño, traerlo a la realidad a cambio de que nadie supiera que había sido ella la autora. Perdurar en la memoria de otros, dejar huella, pero de una manera anónima. O peor, dándole todo el mérito a otro. Maya se sentía doblemente traicionada, primero por Ted y luego por aquella cosa, aunque quizá no era ese el orden necesariamente. Gran parte de la gente con la que se había cruzado desde que llegó a Santa Tábata estaba empeñada en hundirla, pero no lo iba a permitir. Ella era más fuerte que todo eso; recordó lo poderosa que se había sentido. Su documental, eso era lo importante, le había ayudado a crecer, a evolucionar. Ya no era la misma mujer que pulsó por primera vez el botón de grabar unos días atrás en el perímetro de la ciudad. Decidió sobreponerse a la situación, dialogar con aquel ente que le hablaba a través de la televisión y tratar de conseguir alguna ventaja.

—¿Todos los sueños que has ayudado a traer en este lugar han implicado sacrificios similares? —preguntó Maya, que en ese momento había empezado a pensar en Tábata Hide.

Sí. Y, en ocasiones, mucho peores.

—¿Y qué más da que tenga mi nombre que el de otro? Nadie lo va a ver, la cinta se va a quedar atrapada aquí para siempre. —Probó suerte.

Ya te dije que eso se podía arreglar, Maya.

Premio. La niña desapareció bruscamente; un mar gris desenfocado había sustituido su imagen. Las notas de una guitarra eléctrica seguidas de una ansiosa base rítmica comenzaron a sonar al tiempo que el mar se enfocaba perezosamente. Sobre él, unos prismas generados por ordenador venían hacia la cámara. Cambió el plano y apareció una ventana tras la que cantaba una mujer, también rubia, de perfil. La escena estaba mezclada con una pared de piedra; habían usado una máscara de fundido circular, muy típica en los vídeos musicales de los ochenta. Maya reconoció de inmediato la canción, por lo raro si se tenía en cuenta la discografía del autor. Mike Oldfield era más conocido por su música electrónica e instrumental que por las canciones vocales. Sin embargo, en sus discos siempre solía haber, al menos, una pieza lírica interpretada por una mujer; eso hacía que dichas canciones fueran algo extraño en sus trabajos, pero todas ellas únicas y fácilmente reconocibles: Moonlight Shadow, Family Man… En este caso la canción era North Point y ella era, sin lugar a dudas, Anita Hegerland.

Maya se dejó llevar por lo mágico de la melodía, el extraño montaje en el que mezclaban elementos de la naturaleza con piezas generadas por ordenador, el uso de las máscaras y los colores. Entonces, empezó a asimilar lo que decía la letra. El lugar llamado North Point en el que rezar, una prisión con muros oscuros, fríos y grises, la habitación silenciosa y la oscuridad. Al final, Anita Hegerland dijo que las puertas se abrirían por completo y, entonces, se descubrirían las estrellas en su interior.

Maya se levantó de un salto. El mensaje era evidente y el título de la canción desvelaba con toda precisión adónde tenía que ir.