Capítulo 41

Spearfinger

Pasaron los días y los catawba se fueron asentando más y más. Seguían en su campamento improvisado, pero entablaron buena relación con gran parte de los vecinos. Su predisposición para relacionarse con los colonos ingleses hizo las cosas muy fáciles. La gente realizaba trueques con ellos. Algunas de las labores que hacían resultaron muy preciadas en la ciudad, así que no fueron pocos los que se aventuraron a intercambiar comida, ganado o herramientas con ellos. A pesar de la separación física entre la ciudad y el campamento catawba, durante el día el camino era un ir y venir de gente cargada.

Tábata era testigo de la situación con cara sombría. Ninguno de los días que los catawba estuvieron allí se acercó a hablar con ellos. Eran invisibles para Tábata, no así la alteración que habían provocado en su ciudad idílica y aislada del mundo. Sintió que perdía influencia, y que prácticamente todo giraba alrededor del exotismo de los visitantes. En más de una reunión manifestó este malestar:

—Los indígenas deben marcharse. Estamos desatendiendo nuestras obligaciones por sus baratijas. Esta situación no puede continuar así.

La gente replicaba que no era para tanto, que debían quedarse, y que no tenían otra manera de conseguir sus labores. «¿Las habéis visto?», decían unos cuantos que no habían tenido la oportunidad de ver nada parecido en el pasado. Cuando Tábata fue a contestarles, Ezequiel se metió en la discusión:

—Tábata, no podemos vivir tan aislados. Ninguna ciudad que se precie ha podido crecer sin la llegaba de extranjeros. La mezcla no es mala. Nos enriquecemos todos en muchos sentidos.

Muchos aplaudieron a Ezequiel, a lo que Tábata contestó trazando una delgada línea con sus labios, que se pusieron lívidos. Una explosión de ira, tal como la sentía en su interior, no hubiera sido propia de una cuáquera, así que decidió no contestar y marcharse. —¿Queréis que se queden esos flathead? Bien, no me opondré, pero tampoco apoyaré la situación —sentenció.

Por otra parte, las noches también pasaban, pero a un tempo distinto de los días. Su ritmo era el que marcaban William y Yanabe con cada caricia, con cada beso y con cada suspiro. Todas y cada una de las noches desde que llegaron a la ciudad se amaron sobre la estera que le había regalado el padre de Yanabe, el eractaswa del poblado. Los vecinos temblaban por la mañana, una vez a la semana, en la modesta iglesia cuáquera, y los amantes temblaban por otros motivos todas las noches en la sencilla cabaña de William.

—¿Qué haremos cuando os marchéis? —La pregunta llevaba atormentando a William desde hacía unos días.

—De momento parece que han entablado buenas relaciones los tuyos y los míos, aunque sea desde la distancia. De todas formas, sí, algún día tendremos que partir. Tengo una hermana, ¿sabes? Sarah Jane; tiene muchos hijos. Y me gustaría volver a verlos.

—No has respondido a mi pregunta.

Yanabe sonrió y se sentó. William, que seguía tumbado, le acarició el pelo; se le enredaba entre los dedos.

—Al final todos nos marchamos y, a la vez, nunca lo hacemos.

William frunció el ceño. Le costaba adaptarse a ese tipo de conversaciones tan ambiguas en las que los catawba se movían con tanta soltura. Se suponía que había un mensaje trascendental tras sus palabras, pero siempre requería un esfuerzo importante el descifrarlo.

—¿Creéis en la vida después de la muerte? ¿En esas estupideces sobre el paraíso de las que habla Tábata? —preguntó William, que suponía haber deducido el sentido de las palabras de Yanabe.

—No de esa manera vuestra. Creemos en algo más sencillo, como una huella que queda en este mundo. La energía de nuestro interior, una luz que se ancla aquí y que nunca abandona esta realidad.

—Hablas de un espíritu.

—Sí, quizá, pero solo uno bueno.

—¿Los hay malvados?

—¡Claro, idiota, como la gente! —contestó Yanabe y se levantó de un salto. Se acercó hasta una de las ventanas y se asomó por la pequeña rendija que habían dejado abierta para que nadie los viera desde fuera. William aprovechó para admirar el cuerpo de Yanabe, completamente desnudo.

—No hay gente buena —murmuró—. Bueno, a excepción de ti —confesó William—. Si esa es la proporción de los espíritus, va a ser difícil encontrar uno bueno.

—Te puedo hablar de uno realmente malo. ¿Conoces la leyenda de Spearfinger? —preguntó Yanabe sin volverse de la ventana.

William se quedó pensativo durante unos segundos y finalmente contestó negativamente.

—Es el espíritu de una bruja que dicen que vaga por estas tierras. Tiene un dedo larguísimo con forma de lanza, que usa para torturar a los humanos. Especialmente a los niños, aunque puede usar su dedo con cualquiera.

—Para oír historias de brujas que torturan a niños no me hace falta recurrir a los fantasmas, créeme.

—¡No te tomes esto a broma, William! —protestó Yanabe, que se había girado bruscamente hacia el muchacho. Parecía realmente molesto de repente.

—Perdona —titubeó William algo aturdido. No esperaba esa respuesta—. No sabía que fuera tan…

—No importa, perdona —dijo, y fue de nuevo a su lado. Le acarició la cara y le dio un largo beso—. Claro que creo en que nunca nos marcharemos de aquí definitivamente, algo tiene que quedar nuestro, ¿no? Si no, menudo desperdicio de vida.

—¿Y lo de la bruja no te parece un poco… ridículo, un cuento para asustar a los niños?

—Quizá sí, William, pero yo sé las historias que me ha contado mi padre, y que a su vez le contó el suyo, y así durante cientos de años. En esas historias, mis antepasados trajeron a una diosa, o eso pensaban, pero que en realidad era una bruja. La portearon desde el norte, pero venía de un lugar más lejano todavía, quizá del Viejo Mundo del que vino tu madre. Esa bruja les obligó a hacerle ofrendas, algunas tan enormes que se mantendrán erigidas durante miles de años. ¿Conoces los campos de montículos que hay más al norte?

William negó con la cabeza. Entonces, recordó alguna historia que se había contado en la ciudad cuando todavía era un asentamiento y él un niño. —¡Espera, eso sí que lo he oído, los Mound Builders!

—Exactamente. Mis antepasados catawba fueron parte de esos constructores. Aquella bruja les obligó a levantarlos, quién sabe por qué o a cambio de qué.

—¿Cómo se lleva a un dios o a una bruja de un sitio a otro? —preguntó William mientras se rascaba la cabeza.

—¡Menuda pregunta más estúpida, William! —replicó Yanabe en tono de broma—. Con la gente, hombre. Esos seres se los lleva la gente a cuestas. Si no hay gente, no hay quien les rece, o quien les sirva, y no pueden existir.

—¿Y qué hicieron con esa Spearfinger?

—Según me contaron, consiguieron deshacerse de ella. La enterraron en algún sitio, quizá por aquí, y volvieron a ser libres. Creo que es uno de los motivos por los que mi padre no ha querido acercarse más, teme que esté oculta aquí donde habéis construido vuestra ciudad.

—Yanabe…

—Dime, William.

—Sigues sin responderme. ¿Qué haremos cuando te tengas que marchar?

—Sí lo he hecho: de una manera u otra, nunca me marcharé del todo. —Rubricó la respuesta con un largo y apasionado beso.