Capítulo 42

El extranjero

Paul conducía a toda velocidad su Chevrolet por una carretera desierta. Desde la última intersección, veinte minutos atrás, no se había cruzado con un solo coche en sentido contrario. Tampoco se veía a nadie ni por delante ni por detrás de él, al menos hasta donde alcanzaban su vista y el retrovisor.

Un desasosiego se había apoderado de él cuando llegó a la intersección. El malestar comenzó en la tripa y, poco a poco, se fue extendiendo por el resto del cuerpo. No supo cómo identificarlo con precisión, así que simplemente lo definió como una sensación muy desagradable; algo lo bastante difuso como para no ser capaz de describírselo a un médico o, en el caso de intentarlo, para que le remitiera a casa durante unos días con el fin de relajarse y tomarse las cosas con más calma.

En realidad, el malestar había comenzado un buen rato antes. Paul trató de recordar el momento exacto: había sido antes de tener que tomar la decisión de continuar recto o desviarse hacia el este, justo cuando vio la carretera que continuaba hacia el sur. Pensó que si seguía recto se ahorraba más de veinte minutos de viaje. Y para un vendedor a puerta fría, con el maletero repleto de muestras de blanqueadores para la ropa, casi media hora menos podía ser tres o cuatro puertas más a las que llamar. Quién sabía si una de esas puertas iba a hacerle un pedido jugoso.

No obstante, fue el único conductor en continuar hacia el sur, ya que todos los otros se desviaron hacia el este.

Después de eso, Paul había detenido el Chevrolet en dos ocasiones en la cuneta. El malestar había ido en aumento. En la última parada, un zumbido angustioso se adueñó de su oído interno.

—Maldita sea —dijo mientras salía apresuradamente del vehículo con la sensación apremiante de tener que vomitar.

No llegó a hacerlo. En su lugar se quedó ahí, de pie, con las rodillas flexionadas, cogiéndose los muslos con las manos por si la arcada volvía. Miró hacia el norte, en dirección a la carretera que estaba dejando a sus espaldas, y empezó a encontrarse mejor. Esperó así casi diez minutos. Como estaba indeciso, procuró distraerse mirando el diminuto maletero de su Chevrolet.

«La de ventas que haría si tuviera un coche con un maletero decente», se dijo a sí mismo, pero luego su hilo de pensamientos continuó con que, entonces, tendría que comprarlo de su propio bolsillo. Que su padre, cuando adquirió el coche, no podía prever que su hijo fuera a montarse un negocio sobre ruedas, con unas necesidades diferentes y que, además, fuera a ser tan tacaño de usar el coche familiar en vez de comprar uno propio.

—Maldita, maldita sea…

Paul escupió y decidió reanudar el viaje, porque ya se encontraba mucho mejor. Si no iba a poder cargar más sobres blanqueadores en el maletero, tendría que hacer más viajes, con lo que esos veinte minutos iban a ser cruciales. Arrancó de nuevo y retomó la carretera hacia el sur. El malestar volvió casi de inmediato, pero Paul asió con fuerza el volante y continuó por la vía que, a lo lejos, se adentraba en lo que parecía una fortaleza rodeada de montañas. Tuvo que hacer un esfuerzo ingente para no sucumbir a las señales de su cuerpo, que lo urgían a dar media vuelta.


***


Maya corría tan rápido como podía por las calles de Santa Tábata. Maldijo una y otra vez a Ted por haberle quitado las llaves de la furgoneta, si es que no lo había hecho ya bastante por robarle la autoría del documental. Llevaba la cinta en la mano, apretada bien fuerte. Qué más daba qué nombre apareciese al final, tenía que sacarla como fuese de aquel lugar.

Recorrió la carretera del norte que salía de la ciudad, tal como había intuido por la canción de Oldfield y, cuando estuvo a punto de llegar al límite de la ciudad, vio una loma hacia el oeste, todavía dentro del perímetro de seguridad. Paró para recuperar el aliento y decidió que desde arriba tendría una visión de la carretera más allá del límite invisible, así que se puso en camino.

Cuando llegó se dio cuenta de que no tenía demasiada altura, pero estaba cubierta de arbustos y maleza. Ascendió y, al alcanzar una zona más despejada, se detuvo a admirar la vista y a recuperar el aliento. Hacia el este quedaba la carretera por la que habían llegado Ted y ella, al sur la ciudad y, al norte, la libertad. Inspiró profundamente aquella brisa que venía desde más allá de los límites de la ciudad. No era ni de lejos la sensación que había tenido en el sueño en el que era una superheroína, pero era lo mejor que podía disfrutar dadas las circunstancias.

Entonces, vio un coche aproximarse a lo lejos. Estaba fuera de Santa Tábata.


***


Paul sentía como si la cabeza estuviera a punto de estallarle. Con cada yarda que avanzaba dentro del Chevrolet de maletero pequeño se arrepentía de haber tomado ese camino y, sin embargo, ahí seguía, movido por algún tipo de tenacidad, estupidez o una mezcla de ambas. Ya se había metido en el claro rodeado por varias montañas y, aparentemente, la carretera seguía despejada.

—¿Aquí no había una ciudad?

El hombre se secó con el dorso de la mano la frente, brillante por el sudor. Unos segundos después, ya volvía a estar húmeda.

—¡Maldita sea!

El hombre apretó el pedal de freno hasta el fondo. El Chevrolet se quejó con un chirrido durante varios segundos hasta detenerse por completo. Paul se golpeó la frente contra el volante y maldijo de nuevo. Cuando su respiración se hubo calmado, levantó la vista hacia la carretera donde había visto, breve como el brillo de un relámpago, algo imposible: una ciudad, con su cartel de bienvenida, con sus edificios, con su gente, que tan pronto como apareció, se marchó.

Salió del Chevrolet, pero ya no había nada más que una carretera despejada, que cruzaba a través de la olla que formaban las montañas de alrededor. Se restregó los ojos una y otra vez, convencido de que aquello había sido demasiado real, que no podía ser por aquel malestar que estaba sufriendo. Se quedó durante varios minutos meditando sus siguientes pasos, todo lo que aquel espantoso dolor de cabeza le permitía. Entonces vio una pequeña elevación del terreno a menos de cien yardas a la derecha de la carretera. «Seguro que desde allí se ve todo más claro», pensó mientras volvía a secarse la frente, que no paraba de sudar.

Subió el montículo dando traspiés. Estaba cubierto de arbustos y maleza lo que, unido a que no era demasiado ágil y a lo mal que se encontraba, hizo que el ascenso fuera penoso. Al llegar al punto más alto, se vio obligado a sentarse en el suelo para recuperar el aliento. Cuando su pulso volvió a la normalidad, un nuevo fogonazo se mostró frente a él. Durante los breves instantes en los que se pasa, de forma imperceptible, de la vigilia al sueño, Paul volvió a ver aquella ciudad. También había alguien: una mujer con la piel del color del barro rojo, que lo miraba con cara de sorpresa.

El espejismo desapareció. Paul levantó la mano y se quedó mirando el vacío, como un niño que se ve a sí mismo por primera vez en un espejo.


***


Maya no podía creerlo. Llevaba varios minutos petrificada, sin poder hacer nada más que seguir al coche con la mirada. Se había detenido violentamente antes del cartel de bienvenida. Un hombre con aspecto de enfermo se había apeado y, tras un rato de indecisión, había comenzado a subir al montículo en el que ella estaba, pero desde el lado de afuera de la ciudad, más allá del perímetro policial y, consecuentemente, del límite invisible.

—¡Oiga, estoy aquí! ¿No me oye?

Los gritos de Maya no servían de nada. Aquel hombre no parecía haberse percatado de su presencia. Maya vio, angustiada, como ascendía con dificultad la loma, acercándose cada vez más a ella. Cuando hubo llegado, estuvo un rato sentado para recuperarse. Aquel desconocido estaba a unos pies de distancia de Maya.

El hombre levantó la palma de la mano y empezó a moverla en el aire. Maya hizo lo mismo con la suya. Estaban prácticamente juntas, pero en ningún momento llegaron a tocarse. Ninguno de los dos cruzó el límite invisible. Ella imitaba sus movimientos a cámara lenta, como si fuera el reflejo del hombre en un espejo. Lo veía mirar al vacío, sin enfocar nada en concreto, pero buscando algo. En ese mismo momento, Maya dejó la cinta del documental en el suelo. La empujó con delicadeza y, cuando calculó que el casete estaba mitad dentro del límite y mitad fuera, apartó la mano. El hombre abrió mucho los ojos y se apresuró a cogerla. La levantó a la altura de los ojos para mirarla fijamente durante un rato. Entonces, como movido por una resolución interior, se levantó y dio media vuelta. Se había llevado la cinta con él. El trabajo de Maya vería la luz. Aunque no tuviera su firma, eso ya no importaba. Súbitamente, supo el porqué de su indiferencia:

—No es mi documental —murmuró mientras observaba marcharse al hombre—. Yo soy el documental. Un qué y un quién, todo al mismo tiempo.