Capítulo 43

El ataque

Pista 8: Yanabe’s Song, en la banda sonora de la novela.


Yanabe se despertó sobresaltado. Había estado soñando con dedos largos y puntiagudos que escarbaban en las cicatrices de William. Él gritaba sin que nadie acudiera en su ayuda. En su sueño, Yanabe lo presenciaba todo sin poder hacer nada más que sufrir. Entonces, recordó la conversación que había tenido con William, algo de lo que no tenían que haber hablado antes de dormir. El sueño se esfumó rápidamente y dejó de atormentarlo. Dio un vistazo rápido alrededor, desorientado, pero entonces vio a William durmiendo en la penumbra a su lado. Se levantó intranquilo, ya que tenía la sensación de que algo que no era la pesadilla lo había despertado bruscamente, y se acercó a la ventana.

Había mucha gente fuera para ser pasada la madrugada, lo que puso muy nervioso a Yanabe. Los suyos no cruzaban los límites de la ciudad, y aún menos se acostaban con el hijo de la fundadora, con lo que habían procurado mantener lo suyo en secreto. La complicidad de la noche permitía a Yanabe ir y venir cuando todos dormían, pero aquello que estaba sucediendo en el exterior, fuera lo que fuese, lo acababa de atrapar en la cabaña de William. El chico se asomó por la rendija de la ventana y agudizó el oído. Murmuraban nerviosos y señalaban en una misma dirección. Entonces, Yanabe se dio cuenta del sonido de cascos de caballos a lo lejos, pero ¿de noche? Cada vez se oían más cerca. Avanzaban a gran velocidad. Empezó a vestirse, con la urgencia que da un mal presentimiento, y despertó a William.

—Vístete, rápido.

—¿Qué ocurre? —protestó William.

—No lo sé, pero tengo que volver a mi campamento.

—¿Ahora, tan pronto?

En ese preciso instante comenzaron los gritos, tan fuertes que se escucharon desde dentro de la cabaña. Yanabe, que no tuvo tiempo de despedirse de William, salió disparado. —¡Espera! —gritó William, pero ya se había marchado. Maldijo en voz alta, se levantó a toda velocidad y, medio desnudo, salió al exterior.

Fuera todo era muy confuso. La mayoría de la gente estaba en la calle, muy alterada, y miraba en dirección al campamento catawba. William no había andado ni dos pasos cuando tuvo que girarse, increpado por una voz femenina; recibió una tremenda bofetada que lo dejó aturdido.

—¡Desgraciado! ¡Qué has hecho! —Era su madre. Le dio otra bofetada y, acto seguido, empezó a darle puñetazos en el pecho y patadas. Estaba encendida por la ira. Toda la capa de pacifismo y comprensión cuáquera que se había depositado durante años por encima fue insuficiente para ocultar lo que en ese momento sentía. Hicieron falta dos hombres para separarla de su hijo. William empezaba a comprender: Tábata llevaba ahí un rato con el resto de gente y había visto salir a Yanabe de su cabaña. No tardó mucho en atar cabos.

Entonces, otro grito les llegó del campamento catawba. De repente, que su secreto se hubiera desvelado de una manera tan brusca le importó más bien poco. Dio media vuelta y dejó allí a su madre, llorando y forcejeando con los dos hombres, y miró hacia el norte. Una docena de jinetes cabalgaba alrededor del campamento catawba en círculos, gritando eufóricos, fuera de sí. Los habían rodeado. Fuera de la tienda estaba la familia de Yanabe, todos de pie alrededor del eractaswa, como protegiéndolo, que miraba desafiante a la tribu intrusa. Con lo que le habían contado, William supo de sobra quiénes eran.

—Cheroquis —murmuró, y salió disparado tras Yanabe, que ya casi estaba llegando con los suyos. Ezequiel lo bloqueó antes de que saliera de los límites de la ciudad, tirándolo al suelo. El muchacho lloraba y se resistía, como había hecho su madre instantes atrás, pero Ezequiel no dio su brazo a torcer. William no pudo hacer nada más que ver como un jinete cogía a Yanabe y lo arrastraba al interior del círculo con los suyos. El primer filo destelló en la noche, reflejando el fuego que todavía ardía en el campamento. Era una punta de lanza, atravesó en un abrir y cerrar de ojos al eractaswa, y cayó de bruces. Una a una fueron lloviendo otras, cada una destinada a un miembro de la familia catawba. William gritó horrorizado cuando la última punta brillante cercenó la vida de Yanabe, el más joven del clan, cosa que no infundió ninguna piedad en aquellos bárbaros. El dolor de William cortó la noche en dos, de la misma forma que aquella lanza le había partido el alma. Ezequiel quedó embargado por su sufrimiento; apretaba a William con fiereza contra su pecho, como si tratara de absorber todo el dolor de aquel muchacho que, sin ser su hijo realmente, así lo veía debido a los remordimientos.

El círculo de jinetes cheroquis se convirtió en una lanza y puso rumbo hacia la ciudad. Los murmullos de asombro de la gente se convirtieron en gritos de espanto. Empezaron a correr en todas direcciones, gritando los nombres de sus hijos, esposas o maridos. Ezequiel soltó a William, que no se movió del suelo ni un ápice. Estaba roto.

—Una ciudad de cuáqueros que huye de la violencia. Somos presa demasiado fácil. ¡Vamos, muchacho, muévete, aquí corres peligro!

—¡No me importa! —escupió William—. Ya lo he perdido todo esta noche.

Ezequiel trató de tirar de William, pero él se resistió. Los jinetes estaban a punto de cruzar el límite de la ciudad, pero en el último momento, el cheroqui que iba en la vanguardia tiró con fuerza de las riendas de su montura. Los demás lo imitaron. Se reunieron, nerviosos, y el primer jinete les dijo algo en una lengua que ni William ni Ezequiel pudieron entender. Parecían asustados. Decidieron algo y dieron media vuelta. El último en marcharse miró desafiante a William y a Ezequiel, las dos únicas personas que habían quedado fuera de las cabañas, para a continuación seguir a los suyos, perdiéndose por la ruta del norte que se alejaba de la ciudad.

—¿Qué diablos ha ocurrido? —preguntó Ezequiel.

William no contestó, pero se preguntó para sus adentros si la historia que Yanabe le había contado sobre aquella bruja llamada Spearfinger también era compartida por los cheroquis. Pero Yanabe ya no estaba, y eso era lo único que importaba. A William ya no lo quedaba nada que lo mantuviese anclado a este mundo.