Maya decidió bajar finalmente de la loma tan pronto como dejó de ver a aquel desconocido, que se marchaba con la cinta de su documental firmado por otro. Mientras descendía se sorprendió al darse cuenta de que ya no le importaba tanto. Aquella revelación que había tenido un rato atrás, en la que el proyecto no era de su propiedad, sino que ella misma era el proyecto, le había dado una nueva perspectiva. La embargaba una difusa sensación de transcendencia, de que había cumplido su anhelo de perdurar; aquella creación iba a llegar a mucha gente, cambiando el lenguaje habitual de este tipo de producciones, marcando un antes y un después. Además, de alguna manera, sabía que su impacto no solo sería en el género: documentales que se asemejaran a películas, sí, pero tenía la certeza de que también se harían películas que pareciesen documentales. La dilución de unos límites que, durante décadas, se habían mantenido infranqueables. Y su documental sería el responsable.
Ella sería la responsable.
Una vez abajo se quedó pensativa. Aquella entrega le había hecho pensar en algo; si la cinta había salido, quedaba un resquicio de esperanza para que la gente pudiera salir. Al menos, la gente que quisiera hacerlo y que, por lo que Maya intuía, era ella y nadie más. Y ahora, una vez acabado su proyecto, lo necesitaba más que nunca. Su futuro no estaba allí con Ted, Johnston y Kurtzman. Sentía una profunda aversión por aquellas formas de mercadeo de poder y de favores. Ella no era así, nunca lo había sido. Pero es que, además, ahora sabía lo que era: Maya era una creadora, necesitaba hacer cosas. Y Santa Tábata no era su lugar.
Echó a andar por la carretera norte en dirección a la ciudad. Debía ordenar sus ideas para ver cuál era el siguiente paso, y caminar la ayudaba mucho. Intuitivamente, le vino a la memoria la conversación en el salón de la calle con aquel maleducado de Nelson. El viejo había hablado de un equilibrio de poder entre fuerzas invisibles. Una de ellas era Tábata Hide, eso resultaba evidente. Ella, su espíritu, su esencia o lo que fuera, los tenía allí confinados. Ahora sabía cuál era la otra: la Diosa Madre que habitaba en aquel lugar, Ishtar, Inanna, Afrodita… Maya tenía la seguridad de que había mencionado algún nombre más, pero no lo recordaba. «No importa», pensó, «la llamaré Ishtar ». La cuestión es que, según dijo el viejo Nelson, ambas fuerzas estaban en equilibrio, pero fue roto la noche de la llegada de ellos dos.
—Menuda suerte la mía —se lamentó en voz alta mientras cruzaba la plaza de George Fox.
Pensándolo bien, las dos charlas que había tenido con Ishtar, representada por aquella tierna niña en el anuncio de Coca-Cola, no habían sido demasiado reveladoras. Aquella Diosa Madre era una fenicia: te cambio esto por lo otro, y tú siempre vas a acabar más jodida que yo. Maya no pudo evitar sonreír ante aquella ocurrencia. Tirar de ese hilo no iba a arrojar nada de luz sobre el asunto, porque Ishtar ya tenía lo que quería de ella: le había robado la autoría de su trabajo para dársela a Ted.
Así pues, se centró en la otra fuerza invisible de aquel lugar. Si se descontaban aquellas experiencias meteorológicas, la única conversación que había tenido con Tábata Hide había sido en el sueño del calabozo. Maya repasó mentalmente sus palabras. Le había dicho que la estaba esperando a ella. ¿Por qué? Quizá solo fuera una parte ideada por su subconsciente, para hacer más interesante el sueño y convertir a Maya en el arquetipo de la elegida, que tantas veces se había usado en las historias. Pero, de ser cierto, justificaría aquel desequilibrio cuando la mujer llegó a Santa Tábata. Le había dicho que ella lo arreglaría todo, porque descendía de ellos. ¿De quiénes?
Se detuvo en la avenida de los Cuáqueros. Acababa de recordar una frase de Tábata a la que no había dado la importancia debida en su momento. Ella había dicho: «Solo se puede conectar con el dolor a través del dolor. No hay otra manera». Estaba justo a la altura del museo, dos paralelas más a la derecha. No supo discernir si la inspiración había venido por la cercanía del edificio o por su propia intuición, pero el caso es que ya sabía a lo que se había referido Tábata Hide. Maya abandonó la avenida de los Cuáqueros y se adentró en la bocacalle que la conduciría al museo. Rezó para que Nathan todavía estuviera trabajando.
***
—¿Qué has dicho que quieres hacer? —Nathan había dejado de mesarse la barba y miraba a Maya con los ojos muy abiertos.
—Lo que has oído —replicó Maya.
—Chiquilla, no estás bien de la azotea.
—Créeme, no hay otra manera. He hablado con Tábata, me dio una pista en un sueño, cuando estuve encerrada en el calabozo, ¿sabes? En otro momento de mi vida hubiera pensado que era una locura, pero también está lo de Ishtar, y eso ha resultado jodidamente cierto.
Nathan fue sonriendo paulatinamente según Maya avanzaba en su explicación. Levantó el índice y se lo puso sobre los labios, indicándole que callara.
—Vale, vale, vale. Hoy me he olvidado los analgésicos en casa y ya estás haciendo que me empiece a doler la cabeza. Por lo visto, tú también has olvidado tu medicación. Con quién hables en sueños me trae sin cuidado, pero contéstame a una cosa, ¿esto va a joder al Faraón?
Maya sonrió. Quizá se había equivocado y ella no era la única que se alegraría si finalmente podían salir de aquel lugar. La mujer asintió teatralmente, a lo que Nathan dijo:
—Bien, pues no se hable más. Vamos allá.
Bajaron al almacén y se pusieron manos a la obra. No tenían el cinturón del arrepentimiento y, de haberlo poseído, su estado después de más de tres siglos habría sido lamentable; no obstante, tenían las detalladas notas de Ezequiel describiéndolo. Cortaron un buen trozo de tela de un mono de trabajo colgado en una taquilla y, para las esquirlas, rompieron dentro de una bolsa una taza de loza con la que Nathan se hacía un café a media mañana. No había brea, así que recurrieron a silicona caliente. Nathan le preguntó media docena de veces durante el proceso si estaba segura, especialmente cuando pegaban los fragmentos de la taza. Maya no hacía más que asentir.
—Y recuerda —dijo—, no me detengas. Debo sentir lo mismo que él, he de conectar con su dolor.
Cuando la réplica estuvo acabada, los dos se dirigieron hasta la cabaña de Tábata, dentro del cubo protector de cristal. Maya empezó a sentir gotas de sudor frío que le corrían por la espalda solo por pensar que iba a estar otra vez allí dentro, en el cuarto oscuro. Y ahora iba a ser mucho peor.
—¿Cómo quieres hacerlo? —preguntó Nathan una vez dentro de la cabaña.
Maya contestó quitándose la camiseta de los Lakers, a lo que el hombre se dio media vuelta bruscamente en un atavismo de pudor que hizo gracia a la mujer.
—Ayúdame a abrochármelo y nada más. Vete si crees que no vas a estar bien.
—No, me quedo aquí contigo —dijo mientras le cerraba el cinturón alrededor del tronco, haciendo un esfuerzo inmenso por evitar mirarle el sujetador. Maya dejó escapar un gemido de dolor—. ¿Lo aflojo?
—No, aprieta más.
Nathan escrutó con una mirada llena de dudas a Maya, pero lo hizo. La mujer soltó un grito ante aquellas esquirlas que se le clavaban por el torso. El dolor lacerante iba en aumento con cada inspiración que realizaba. Instintivamente, su respiración se volvió más superficial, con lo que necesitó más bocanadas para oxigenarse lo mismo.
Le dio unas palmadas al hombro a Nathan en señal de agradecimiento y avanzó hasta el cuarto oscuro, aquel en el que William había pasado gran parte de su infancia. A tientas, se colocó en lo que le pareció que era el centro y giró de tal forma que daba la espalda a Nathan, que se había quedado fuera observándola. No quería que viera su cara de sufrimiento, por si se echaba atrás y la ayudaba a librarse de aquello. Volvió una última vez la cabeza en dirección a él y se despidió con la mano. Él le devolvió el saludo, pero a Maya le pareció más un signo de interrogación. Entonces, puso toda su atención en el dolor que sentía.
Aunque no había mucha diferencia entre tener los ojos abiertos o cerrados allá dentro, los mantuvo abiertos porque la sensación de opresión era más evidente. A parte de la oscuridad, había otra cosa que no había tenido en cuenta: la temperatura. Aunque no tuviera puerta, la estancia estaba, en parte, separada del resto de la vivienda, con lo que el ambiente se cargaba rápidamente con la presencia de una sola persona. Además, la réplica del cinturón del arrepentimiento no transpiraba, lo que unido a sus rápidas inspiraciones hizo que Maya sintiera que le había subido la fiebre. Un líquido mucho más caliente que el sudor empezó a resbalarle por debajo del cinturón. Estaba sangrando. Las esquirlas de loza ya le habían cortado. Siguió allí plantada durante un buen rato aguantando el dolor lo mejor que pudo.
Cuando se cumplían treinta minutos, sintió una pena terrible por aquel niño que había sufrido aquello durante muchísimo más tiempo.
Cuando llegó a la primera hora de confinamiento, estaba envuelta en una capa de sudor mezclada con la sangre que, gota a gota, se iba filtrando por debajo del cinturón.
Cuando habían transcurrido noventa minutos, su respiración estaba muy acelerada, y sentía el corazón latiendo con demasiada intensidad y velocidad.
Cuando pasaron dos horas exactas de su penosa situación, casi incapaz de respirar, todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Se desplomó en medio de aquella habitación de tortura y su mente fundió a negro, exactamente a la misma oscuridad que la rodeaba.
***
Cuando recobró la consciencia, o algo que a Maya le pareció consciencia, había perdido la noción del tiempo. Era incapaz de saber cuándo se había desmayado. Aún en el suelo, trató de girarse hacia la puerta de la habitación. No quería abandonar todavía, pero necesitaba que Nathan la ayudara a levantarse. El hombre ya no estaba allí. En su lugar, un muchacho de unos dieciséis años la observaba fijamente. Estuvieron un rato callados, mirándose, tanteándose. Entonces, él dijo:
—¿Yanabe, eres tú? Soy yo, William.