Capítulo 45

Ofrenda final

William lloró a Yanabe durante horas. Lo tuvo en su regazo, meciéndolo como si fuera su hijo. Algunos vecinos de la ciudad habían tratado de estar con él, de acompañarle en su dolor; puede que no compartieran los motivos, pero sí que entendían el sufrimiento humano. William no se lo permitió. Los echó, les insultó y les recordó que esto había sido culpa suya, si no les hubieran temido podrían haberles acogido dentro de la ciudad, con lo que habrían estado protegidos. Tábata no apareció. «Por descontado», pensó William. «Esto le acaba de quitar un gran peso de encima. Maldita seas, Tábata Hide, porque tú eres la última responsable de esto».

Cuando el cielo se puso de aquel color, ni rojo ni negro, que precede al amanecer, William vio una figura resplandeciente a lo lejos. Primero pensó que era un reflejo de los primeros rayos de sol que pugnaban por cruzar las montañas del este, y luego dedujo que se había quedado dormido. No había sucedido ni una cosa ni otra, con lo que la curiosidad le pudo y, después de recostar el cuerpo de Yanabe con sumo cuidado, se enjugó las lágrimas, se levantó y puso rumbo hacia aquella figura.

Al principio le pareció que era una mujer desnuda; tenía un colgante con forma de estrella de ocho puntas entre los pechos, y tras ella se desplegaban dos alas magníficas. Al acercarse se dio cuenta de que la noche, que se resistía a marcharse, le había jugado una mala pasada: sin ninguna duda se trataba de Yanabe, iluminado por una luz que se le derramaba por el interior de su cuerpo.

—¿Eres tú? —preguntó asombrado William.

—Te dije que nunca me marcharía del todo. Ven, acompáñame. —Y le tendió una mano, que William cogió con firmeza. Un consuelo creció en su interior al entrar en contacto con aquel ser que se parecía demasiado a su amado.

—¿Por qué te marchaste, por qué no te quedaste a mi lado?

—William, ¿cómo iba a dejar a los míos? Era allí adonde tenía que estar.

—Pero moriste.

—¿Y qué? Si ese era mi destino, ¿por qué luchar?

—Pero las cosas podrían haber sucedido de muchas maneras distintas.

Mientras hablaban seguían avanzando cogidos de la mano. Estaban bordeando la ciudad por el oeste. Aquel que parecía Yanabe se detuvo en un punto concreto y tomó un sendero que se perdía hacia el sur. William seguía a su lado sin soltarle de la mano.

—Tienes razón, William. Los tuyos podrían habernos ayudado. Podríamos haber estado dentro de la ciudad. Tábata nos podría haber aceptado en lugar de temernos.

William se estaba encendiendo de ira. Todo aquello que decía era cierto. Quizá juntos hubieran podido hacer frente a los cheroquis. De hecho, si los catawbas hubieran estado dentro de la ciudad, ni siquiera se habrían atrevido a entrar. Los ciudadanos eran los culpables de que Yanabe estuviera muerto. Tábata era la última responsable.

—Todavía puedes hacer algo, William, todavía puedes vengarme. —La luminosidad de la figura aumentaba conforme la ira de William crecía.

Llegaron a una zona del bosque que estaba cubierta de flores. William se percató de que sus pies pisaban sobre un enorme lecho de violetas. Los primeros rayos de sol despuntaron rápidamente a su izquierda, con lo que pudo admirar en todo su esplendor que el manto de flores subía verticalmente por una pared rocosa y que, en el centro, contenía una abertura ovalada. Una gruta rodeada de hermosas flores azules.

—Ven conmigo, quiero enseñarte algo.

Los dos se adentraron en las profundidades de la tierra. William no tenía miedo, porque sabía que ya no tenía nada que perder; en su lugar, el odio había llenado por completo el vacío que había dejado la muerte de Yanabe.

Anduvieron durante varios minutos hasta que llegaron a un ensanchamiento importante de la cueva. William tuvo que esquivar con sumo cuidado unas rocas muy puntiagudas que emergían del suelo. El estrecho túnel desembocaba en un área que tendría decenas de pies de alto, y que estaba culminada por un techo abovedado. Era imposible que fuera artificial, pero tenía una forma tan precisa, tan concreta. «Uterina», pensó William.

—Es justo lo que estás pensando —corroboró Yanabe, cuya luz iluminaba el interior de la cueva como si el mismísimo Sol estuviera allá dentro—. Un útero, una vagina, pero de aquí no nace la vida. Nacen los sueños. Y este es el origen de todo. —El espíritu lo acompañó al centro mismo del útero, donde unas pieles curtidas muy ajadas ocultaban un bulto—. Vamos, levántalo.

—¿Qué es? —preguntó William algo inquieto.

—Tú hazlo.

William apartó con cuidado las pieles, que revelaron un pequeño altar formado por tres piedras manchadas de sangre, una de las cuales tenía grabada una estrella de ocho puntas. Se quedó mirando aquel altar primitivo, que daba la sensación de existir desde hacía miles de años.

—Sí, William, es tan antiguo como la humanidad misma, al menos tal como la conocemos. Se puede decir que nació con ella —explicó la imagen de Yanabe—. Una de las cosas que nos diferencia del resto de especies es la capacidad para traer cosas del mundo de los sueños. Una voluntad creadora que altera nuestro mundo alrededor y el de los demás. Somos pequeños dioses, William, todos y cada uno de nosotros. Este altar representa esa voluntad.

William acarició lacónicamente aquellas manchas de sangre mientras meditaba las palabras de aquella figura. Era terrible que aquellos sueños siempre tuvieran que estar bañados en sangre.

—¿Con qué sueñas tú ahora, William?

Toda la ira, el odio y la sensación de soledad que bullían en su interior pugnaban por salir, pero las palabras no eran suficiente. Era imposible expresar aquello de ninguna forma que no fueran actos. Simplemente dijo:

—Con la venganza.

—Todo se puede arreglar. Y dime, ¿con qué ofrendas a tus sueños, William?

El muchacho, destrozado física y mentalmente, se quedó helado. No poseía nada, nunca lo había poseído. Le habían arrebatado todo lo que había querido: la atención y el amor de su madre, su libertad, Yanabe. Solo le quedaba una cosa verdaderamente suya, y estaba dispuesto a negociar con ella:

—Solo te puedo ofrecer mi vida.

—Me parece un trato justo.

Yanabe se quedó muy quieto, esperando. William supo entonces que era algo que tenía que hacer él, que su voluntad no era suficiente, sino que tenía que estar reforzada por un acto realizado con sus propias manos. Pegó un vistazo alrededor sin encontrar nada que le pudiera ser útil, pero entonces recordó las piedras puntiagudas que estaban a la entrada de la cueva. Arrancó una y volvió hasta el altar, al lado de la imagen de Yanabe.

Sin darse ni un segundo para pensar, el muchacho de dieciséis años hundió ocho veces aquella punta afilada en su pecho, grabándose una suerte de estrella informe, de la que comenzó a manar sangre sin control. Gritó amargamente con cada una de las puñaladas que se estaba infringiendo y, al final, se desplomó al lado del altar. En ese mismo instante, la forma de Yanabe fue mutando progresivamente en aquella otra figura femenina desnuda que había visto a lo lejos.

William Hide, la venganza es tuya.

—No es mi venganza —dijo antes de perder la consciencia—. Yo soy la venganza. Un qué y un quién, todo al mismo tiempo.