Capítulo 46

Redención final

William Hide entró en el cuarto oscuro. Maya no dejó de verlo en ningún momento, ya que su cuerpo comenzó a resplandecer. Le tendió la mano y la ayudó a levantarse. Cuando salieron, Maya agachó la mirada y, ya iluminada por la luz del exterior, se dio cuenta de que no llevaba el cinturón del arrepentimiento, sino su camiseta de los Lakers. Supuso que estaba soñando pero, a pesar de eso, seguía sintiendo el terrible dolor en la piel y los músculos, lacerados por las esquirlas.

—¿Cómo pudiste soportarlo durante tanto tiempo?

—No conocí otra cosa que no fuera dolor. Dolor y más dolor. Hasta que te conocí a ti, Yanabe.

William salió de la cabaña. Maya trató de decirle que ella no era quien él creía, pero el muchacho iba muy rápido y ella estaba muy fatigada. Lo siguió como pudo y cruzó la puerta tras él. En el exterior no había ningún cubo de cristal protector, ni el armazón del museo alrededor de la vivienda de Tábata Hide; solo un prototipo de ciudad primigenia que, tal como dedujo Maya, debía de ser la que había conocido William en su infancia. Cabañas en lugar de edificios y arena en vez de asfalto.

—William, ¿quién es Yanabe?

El muchacho la miró durante unos segundos con cara de no entender a lo que se refería. Dijo:

—Eres el que llegó con el viento del norte, el único que me quiso durante un breve pero intenso tiempo. Te fuiste, pero has vuelto, ¿no? Vienes a buscarme, a liberarme.

—Yo no soy Yanabe. Soy Maya Jane.

William se acercó a ella y la cogió de las manos. Maya pudo comprobar que sus facciones se relajaban visiblemente; un gran alivio se dibujó en su cara. De repente, parecía entenderlo todo.

—Tu sangre corre por sus venas, Maya Jane. Él me habló de su hermana, Sarah Jane. Tenía una gran familia, y tú desciendes de ella.

Maya se quedó pensativa durante unos segundos. Creía empezar a entenderlo todo. Si ella era la primera catawba que había pisado Santa Tábata en siglos, su llegada lo había desencadenado todo pero, entonces, el equilibrio de poder del lugar no descansaba solo sobre Ishtar y Tábata, sino que William también formaba parte de la ecuación. Al final, el arquetipo de la elegida le correspondía con todas las de la ley. Todo empezaba —o acababa— en el momento en el que cruzó los límites de la ciudad.

—Él decía que cuando morimos, una huella nuestra queda en el mundo. Su huella vive, de alguna manera, en ti.

Maya pensó en cómo había proyectado ese mantra durante años, cada vez que pintaba su pieza en un muro, en un anhelo de dejar una huella en este mundo. —Eso mismo escuché en infinidad de ocasiones de mis padres, y ellos de sus padres, y así sucesivamente —dijo.

William asintió y miró al frente. Parecía que buscaba algo más allá de las casas, pero sin prisa, con la tranquilidad de la eternidad.

—¿Qué os pasó a Yanabe y a ti?

Un ligero temblor sacudió la ciudad. Él se había puesto rojo de ira. —Ella nos mató.

—¿Ella, tu madre?

Él asintió. Maya recordó el temblor de tierra a su llegada; le dio un abrazo, a lo que el muchacho se puso a llorar sobre el hombro de la mujer. Estuvieron así en silencio un rato, y él cada vez parecía más calmado. La tierra siguió su progresión y detuvo su vibración. Él continuó hablando desde el hombro de Maya:

—Podíamos haberlos vencido, no eran muchos. Pero su inacción y su miedo hizo que los tuyos murieran bajo las lanzas cheroquis.

Maya frunció el ceño. Ni el libro de Ezequiel ni sus notas hacían referencia alguna a la llegada de un grupo de la tribu catawba al asentamiento, ni aún menos a aquella relación entre William y Yanabe, pero sí que recordaba que en su familia siempre se habían contado las historias de las batallas en las que estuvieron inmersos con las demás tribus alrededor del siglo XVII, casi siempre debido a su apoyo a los colonos. Supuso que William se refería a alguna de esas trifulcas.

—Y respecto a mí… Spearfinger me engañó.

William se había apartado y miraba a Maya con los ojos enrojecidos. Ella se llevó las manos a las sienes; se sentía enferma y cada vez estaba más confundida.

—¿Por qué nos hace esto tu madre? —acertó a preguntar.

William dejó escapar una estridente carcajada. Entonces, dio media vuelta y empezó a caminar hacia el lugar que había estado oteando en el horizonte. —No lo has entendido todavía, ¿verdad? Ven, sígueme y te mostraré algo.

Maya se apresuró tras él. Caminaron durante un buen rato hasta que cruzaron los límites de la ciudad por el oeste, entonces William tomó un sendero hacia el sur que, al final, desembocaba en un claro del bosque. Estaba cubierto por violetas, y estas subían por una pared rocosa alrededor de la entrada a una gruta. William penetró sin mediar palabra, pero Maya se detuvo unos instantes a procesar aquella imagen: no necesitó demasiado tiempo porque, sin ninguna duda, el lugar recordaba a un pubis, y la gruta, una vagina que se perdía en las entrañas de la tierra. «El hogar de una Diosa Madre», pensó la mujer.

Recorrieron durante unos minutos aquel túnel hasta que llegaron a una cueva mucho más amplia. William detuvo su marcha justo en la entrada al útero y miraba fijamente hacia el interior. Maya siguió sus ojos y se quedó helada al descubrir un esqueleto a los pies de unas piedras. No era de un adulto, pero tampoco era un niño. Aunque sus sospechas estaban más que fundadas, le preguntó directamente:

—William, ¿eres tú?

Él asintió sin apartar la mirada del cuerpo que antaño había ocupado durante el breve periodo de dieciséis años. Maya se acercó a tratar de descifrar lo que allí había ocurrido. Camuflada entre las costillas había una roca puntiaguda manchada con algo oscuro y reseco. Las tres piedras debajo de las que yacía el cuerpo de William estaban igual, pero se podían distinguir dos tonos distintos de oscuridad: todo parecía sangre reseca durante siglos, pero una parecía mucho más antigua. Además, había una estrella de ocho puntas grabada. «Un altar», pensó Maya. «Y varios sacrificios, uno tras otro, siempre alrededor de aquella avara diosa».

—¿Por qué lo hiciste?

—Ella me engañó. Spearfinger se hizo pasar por Yanabe clamando venganza. Pedía algo a cambio.

—¿Qué te ofreció por tu vida, cuál fue tu sueño?

—El único que tenía una vez muerto Yanabe. Que sufrieran lo que habían construido. ¿No querían aislarse? Pues eso hice; tan poco a poco, durante más de trescientos años, que apenas se dieron cuenta. Cada vez tenían menos ganas de salir de la ciudad, cada vez les importaba menos que la televisión echara lo mismo año tras año, cada vez vivían más en su propia burbuja y menos en el mundo. Hasta ahora, en tu época, en tu mundo, que ya no existen para nadie. Una ciudad invisible, un nombre en el mapa. Las almas de aquí dentro, confinadas para siempre y condenadas a no existir más que dentro de esta maldita ciudad. Sin embargo, ellos no tenían más culpa que esa. La verdadera culpable fue ella, Tábata. A ella le guardé lo peor, que recogiera la tempestad que había sembrado.

A Maya se le humedecieron los ojos. Ya lo entendía todo. No era Tábata la que los estaba confinando allí, sino William. Él se había sacrificado, engañado por Ishtar, y se había convertido en la venganza, pero no en una cualquiera, sino en la esencia de la venganza, pura e igual de corrosiva que un ácido viajando por el tubo digestivo y devorando los órganos internos. Maya se sobrecogió ante la conclusión, porque eso lo cambiaba todo.

—¿Por qué esta crueldad desde hace unos días? Esto no lo habías hecho nunca antes.

—Tu llegada, la llegada de la huella de Yanabe que habita en ti, desenterró todo ese dolor y sufrimiento. Me di cuenta de que mi venganza no había sido suficiente. Quien quisiera salir lo iba a pagar con su vida. Y así ocurrirá hasta el fin de…

—Calla. —Maya se había acercado a William y le había puesto el dedo en los labios. Ella cerró los ojos y trajo a su memoria la imagen de sus padres, las historias que le contaban de sus antepasados, el color de su piel que la destacaba entre sus amigos, la sangre que corría por sus venas, el nombre, «Tawba», heráldica que pintaba una y otra vez con orgullo en los muros.

—Yanabe —susurró William. Ella sabía que, de alguna manera, había conjurado la imagen de su antepasado catawba, y que así era como lo veía William. Sin abrir los ojos, con el miedo de romper el hechizo, se acercó y lo besó. Maya trató de imaginar aquellos besos furtivos, siempre con el miedo de ser descubiertos por Tábata, tratando de cruzar un Rubicón que los condujera a la felicidad, dejando atrás tanto dolor y sufrimiento.

—William —dijo Maya apartando los labios de los suyos. La mujer lloraba—, voy al norte. Ven conmigo, sígueme, y serás libre para siempre.