El hombre ya había empezado a añadir detalle a las arrugas en la zona que rodeaba la boca. Reconoció para sus adentros que los labios habían sido un reto enorme. La forma en la que los mantenía en tensión cuando estaba seria era uno de los aspectos inconfundibles de aquella mujer y, como tal, no podía permitirse el lujo de no reflejarlos en su retrato. Se detuvo por unos instantes para admirar su trabajo. Estaba quedando realmente bien.
—¿Todo correcto, Billy? —preguntó Tábata al verlo pensativo.
Billy le devolvió una mueca de desaprobación.
—Tábata, por favor, no me llame…
—Oh, sí, disculpa —rio la mujer—. Es muy difícil no verte como el bebé al que dormía cuando tu madre se sentía desbordada. Creo que, aunque tengas mi edad, seguiré viéndote tal como te conocí en la caravana con la que llegamos a este lugar.
Billy, el hijo de Tacey, en ese momento contaba con cuarenta y cuatro años, mientras que Tábata cumplía aquel mismo día sesenta. El hombre chasqueó la lengua al pensar que si él llegaba a su edad, Tábata tendría setenta y seis. Pensó en lo improbable que iba a ser que aquella admirable mujer sobreviviera hasta esa momento, pero no se lo dijo. En su lugar, continuó con el dibujo.
—¿Resultaba difícil?
—¿Perdón?
—¿No dijo que en ocasiones me dormía? Le preguntaba si le resultaba difícil dormirme.
—La verdad es que no. Tenía mano con los bebés, ¿sabes?
—Claro, tenía la experiencia de su hijo William.
Billy se mordió la lengua al instante. Instintivamente se llevó la mano a su sien izquierda, donde estaba la fea cicatriz que le había producido cuando le atacó con una piedra siendo niños. Tábata también tuvo una reacción inmediata: su rostro se ensombreció. La mirada se volvió dura y fría. Hacía ya casi treinta años desde que William hubo desaparecido, aquella fatídica noche en la que los cheroquis acabaron con todos los miembros del campamento catawba, y la mera mención de su nombre todavía despertaba algo en el interior de Tábata. Lo buscaron durante meses, pero su cuerpo nunca apareció. Al final todos dedujeron que había huido de la ciudad.
Billy se quedó hipnotizado mirando la mutación de aquel rostro. Nunca le había visto esos ojos. Inspiraban temor pero, a la vez, tenían algo magnético. Su instinto de artista venció a los remordimientos por haber mencionado a William y su mano se puso a funcionar a toda prisa. Los trazos a velocidad de vértigo trataron de captar aquellos rasgos que, quizá, nadie nunca más podría volver a ver si él no los inmortalizaba en ese preciso instante.
—William no había nacido todavía —dijo secamente.
—Entiendo. Perdone, no quería —titubeó.
—No importa —dijo.
A continuación, volvió a recomponer su habitual mirada afable. Billy respiró aliviado para sus adentros mientras revisaba el trabajo que había hecho con los ojos. Habían sido unos breves instantes, pero su pericia le había permitido dejar testimonio de aquella mirada para siempre.
—Billy, ¿nos queda mucho?
El hombre suspiró. Odiaba que la mujer lo llamara así, pero era una batalla perdida. ¿Por qué utilizaba con él el diminutivo, mientras que con su hijo jamás lo había hecho? Nunca había oído a Tábata referirse a su vástago de una forma diferente a «William», aunque ambos se llamaban exactamente igual.
—No. Ya casi hemos acabado.
—Es que me muero de ganas por asistir a mi fiesta sorpresa.
Billy sonrió, porque a aquella mujer no se le escapaba una. También era cierto que no era una ciudad demasiado grande, con lo que las noticias volaban. Lo que quizá no sabía era el regalo que le habían preparado. Fue una de esas pocas cosas en las que hubo unanimidad entre los vecinos.
—Ya está acabado —dijo el hombre. Levantó el papel y se lo mostró a Tábata, que había empezado a recoger sus cosas para marcharse. Cuando vio el retrato que le había hecho el hijo de Tacey, se quedó helada.
—¿Esos son mis ojos?
Billy tragó saliva. Cuando vio aquella mirada y quiso plasmarla en el papel, tuvo claro que era un gesto único de la mujer, pero no se había planteado si le podía molestar.
—Es una mirada que no había visto nunca, creí oportuno reflejarla fielmente —explicó Billy.
Esos son tus ojos cuando piensas en lo que ha costado tu sueño. Cuando piensas en tu ofrenda.
—Bien. Es un retrato muy bello, Billy. Gracias por todo. Voy a hacerme la sorprendida, ¿te parece? No tardes mucho, creo que han hecho bastantes tartas.
Tábata decidió dar un rodeo antes de llegar a la plaza del pueblo. Estaba algo embotada por permanecer en la misma posición durante tanto rato, con lo que necesitaba un poco de aire. Paseó sin rumbo fijo durante un rato.
Mirara hacia donde mirase, a su mente acudía la historia de cada uno de los rincones de esa ciudad. Recordaba cómo habían construido todas y cada una de las casas y quién las había habitado; podía describir con todo lujo de detalles los días en los que habían llegado nuevos colonos provenientes de Inglaterra y de otros puntos del Nuevo Mundo, como algunos que abandonaron la colonia de Filadelfia fundada por Penn, atraídos por la historia del primer asentamiento cuáquero que desafiaba los viejos dogmas, atraídos por la figura de Tábata Hide; era capaz de narrar todas las conversiones al cuaquerismo que, entre temblores por escuchar por primera vez la voz de Dios, se habían vivido en el asentamiento. Porque, en aquel lugar, todos eran cuáqueros. Todos hablaban con Dios sin intermediarios.
Todos menos Tábata Hide. Al menos, desde que llegó a aquel lugar.
La mención que Billy había hecho de su hijo hizo que afloraran viejos recuerdos, cuestiones que ya consideraba olvidadas. El golpe terrible al descubrir que se entendía con otro hombre, y que además era un indígena. Su última despedida, que fue abofetearle. Su desaparición, en un rincón oculto de su ser, fue una bendición. ¿Cómo afrontar sino tanto bochorno? Aquellos ojos caídos que la perseguían día y noche, primero del hombre que abusó de ella, y luego de su hijo, que fue el recuerdo de su dolor, todos y cada uno de los días de su vida en los que William existió. Él no quiso entender el refugio que suponía aquel lugar, su sueño convertido en realidad. Un lugar seguro, aislado del mundo, que crecía con la fertilidad de unos ideales de paz y armonía. Su ciudad.
Tábata retomó la marcha y cogió el camino más corto hasta el lugar donde le habían preparado la sorpresa. De repente, necesitó estar con más gente. Una salva de aplausos la recibió cuando entraba en la espaciosa plaza que, en aquel momento, marcaba los límites de la ciudad por el norte. Todos los vecinos estaban allí mismo, hasta Billy, que había salido a toda prisa de su casa tan pronto como Tábata se hubo marchado. Había mesas repletas de comida y bebida. También había mucho chocolate que se había convertido en un buen sustituto del alcohol. Ezequiel se acercó a ella con una sonrisa de oreja a oreja.
—Felicidades, Tábata.
La mujer le dio las gracias mientras lo abrazaba.
—Hay una sorpresa más grande. Literalmente.
—Oh, Ezequiel, ¿qué habéis hecho?
—Esperemos que te guste —dijo el hombre mientras le vendaba los ojos—. Confía en mí.
La mujer se dejó llevar hasta el centro de la plaza. A una señal de los demás vecinos, Ezequiel giró a Tábata ciento ochenta grados y le quitó la venda. En la fachada de la casa que la gente veía primero cuando llegaba por el camino del norte, habían escrito con unas letras preciosas y enormes: «Bienvenidos a Santa Tábata. El refugio de América».
—¿Qué es esto, Ezequiel?
—Oh, solo es un cartel. En cualquier caso, lo importante es el nombre, ¿sabes? Ha sido unánime. Hemos decidido que es el mejor nombre que puede tener nuestra ciudad: Santa Tábata. Además, con lo de «santa» todos sabrán que somos cuáqueros, ¿no crees? Tábata, esta es tu ciudad.
Tábata Hide, la única cuáquera en aquella ciudad que no oía a Dios, sonrió amargamente. Tras una breve pausa, dijo:
—No es mi ciudad. Yo soy la ciudad. Un qué y un quién, todo al mismo tiempo.
***
La fiesta de cumpleaños acabó tarde. Ya habían recogido todo y se habían marchado a sus casas, pero Tábata insistió en quedarse. Desde que Billy lo hubiera mencionado por la mañana, no conseguía quitarse a William de la cabeza. La percepción del límite de la ciudad, con el cartel que habían hecho en su honor, le hizo tomar consciencia de que jamás lo había cruzado desde que habían llegado al asentamiento. William se relacionaba con esos pensamientos ya que, las pocas veces que le dirigió la palabra siendo ya más mayor, fue para decirle que quería salir de allí y ver más mundo; estaba obsesionado con el norte. Nunca entendió que el exterior era hiriente, y que aquel refugio mantenía a salvo a las familias.
A todas las familias menos a la tuya, Tábata.
Se quedó mirando aquel camino y un mar de dudas la cubrieron por completo. ¿Y si él hubiera tenido razón?
Estás deseándolo, Tábata. Comprueba por ti misma lo que quería sentir tu hijo. Cruza el límite.
Tábata sintió una súbita curiosidad de repente y caminó unos pasos hacia el norte. ¿Era esta la ruta que había seguido su hijo, marchándose sin despedirse?
No tuvo mucho tiempo para seguir haciéndose preguntas. Un pequeño temblor en la tierra hizo que se detuviera alarmada. Ella no lo sabía, pero la venganza en la que se había convertido su hijo, veintisiete años atrás en el mundo de Tábata y nada en el reino atemporal de los conceptos, se había despertado. Cuando el temblor hubo pasado, Tábata continuó con la firme determinación de salir de la ciudad por primera vez.
Al poco de cruzar el límite invisible empezó a sentir una presión asfixiante en el pecho. Respiraba con más dificultad y, al poco, fue incapaz de hinchar los pulmones. Cayó de rodillas, con las manos en el cuello; se estaba asfixiando. Su último pensamiento no fue propio, sino una voz ajena; sin embargo, no fue aquella voz femenina que había apartado a la de Dios, sino que fue la del mismo William hablando directamente en su cabeza:
«Hoy, el cinturón del arrepentimiento es para ti, Tábata».