Capítulo 1

Diosa madre

Pista 1: Ishtar Is Born, en la banda sonora de la novela.


Dreamers

They never learn

Beyond, beyond the point

Of no return

And it’s too late

The damage is done.


(Soñadores

ellos nunca aprenden

más allá, más allá del punto

de no retorno

y es demasiado tarde

el daño está hecho.)


Radiohead, Daydreaming


6700 a.C.

Pies Veloces trastabilló y, de no ser por las cualidades de su nombre, hubiera caído de bruces llevándose a Piel Lunar por delante; en el último instante colocó con agilidad su pie derecho en el punto exacto para recuperar el equilibrio de nuevo. Piel Lunar, en cuclillas, tenía la espalda apoyada contra el pecho de Pies Veloces, que la agarraba por debajo de las axilas. La última contracción de su vientre, que luchaba por expulsar a un bebé que se resistía a nacer, había sido tan fuerte que los había desestabilizado a los dos.

—Mí jamás ver alumbre tan largo —se lamentó Pelo de Fuego, que ayudaba de rodillas apretándole hacia abajo—. ¡Segundo sol muere afuera!

Pies Veloces miró en dirección a la gruta por la que se salía al exterior de la cueva. Efectivamente el sol ya parecía estar muy bajo, porque la piedra del túnel se había tornado marrón oscuro casi gris, y los colores de la lumbre, que había mantenido viva durante los casi dos días que llevaban de parto, ganaron intensidad.

—Pelo de Fuego, ¿tú ver cabeza de cachorro? —preguntó Pies Veloces. De repente había urgencia en su voz. Pelo de Fuego negó con la cabeza. Piel Lunar gimió ante la respuesta; se sentía exhausta y aquello todavía no tenía visos de acabar. Las pocas fuerzas que le quedaban se derrumbaron de golpe.

—¡Mí morir, mí morir ya! —chilló Piel Lunar.

—¡No decir así, bella Piel Lunar, tú vivir! Nos cachorro alumbrar pronto. ¡Tú aguantar! —Pies Veloces lloraba y le acariciaba el pelo mientras hablaba. Sus lágrimas se perdían dentro de una mata oscura.

Piel Lunar giró la cabeza buscando los ojos de Pies Veloces. El homínido se sobrecogió al ver el rostro de la mujer: su oscura piel brillaba por la gruesa capa de sudor que la cubría y, durante unos segundos, le pareció ver unos globos oculares completamente blancos.

—Tú no entender —dijo la mujer casi en un susurro—. Mí querer morir ya.

Las palabras de la mujer golpearon a Pies Veloces en el estómago como si lo hubiera hecho el cráneo de un bisonte.

—¡No, no, no, tú no decir así! —suplicó Pies Veloces mientras la zarandeaba contra su pecho.

—¡Basta! —cortó Pelo de Fuego—. Tú traer agua. Su pensar disperso, como viento en bosque. Ella necesitar agua. Tú traer antes de segundo sol morir y animales de luna salir de sus madrigueras. ¡Ya, aprisa!

Pelo de Fuego no había tenido ningún hijo. No era una cuestión de falta de atracción, ya que su palidez y el tono rojizo de su pelo resultaban muy excitantes para los varones que vinieron de las tierras más cálidas, todos de piel oscura y pelo negro. Sin embargo, Pelo de Fuego no permitía que nadie la tocara. Nadie. Aun así, los piel oscura la acogieron. Era buena con las hierbas y las plantas curativas y tenía mucha mano trayendo nuevas vidas al mundo; ayudaba sin rechistar a todas las parturientas que lo necesitaran. Su autoridad en aquellas circunstancias era incuestionable. Pies Veloces recostó a Piel Lunar con sumo cuidado sobre el suelo y se apresuró por la gruta hasta el exterior.

—Piel Lunar no morir, Piel Lunar no morir —repetía el homínido como un mantra mientras caminaba bajo el manto violáceo de la incipiente noche. Miró hacia arriba y admiró la espléndida luna llena sobre el horizonte. Recordó la mancha albina que su hembra tenía en la espalda, la que le había dado el nombre con el que se la conocía.

Entonces, se fijó en las estrellas a su alrededor. Quizá fuera por el tiempo que llevaba sin comer, desde que había comenzado el parto, pero sus sentidos estaban mucho más agudizados. Escuchaba siseos de animales que parecían muy lejanos. También su visión era mucho más precisa. Las estrellas, de repente, no eran pequeños círculos. Su forma recordaba a dientes puntiagudos ordenados alrededor de un centro.

En ese preciso instante se dio cuenta de la terrible equivocación. La mancha en la espalda de Piel Lunar no era una luna, sino una estrella. Su nombre estaba mal. Desde pequeña se la había conocido con un nombre que no era el suyo. Pies Veloces soltó un amargo lamento, ya que aquella equivocación resultaba un terrible augurio.

—Nada ir bien si nos nombre estar mal —susurró.

Pies Veloces se apresuró hasta el río. Llenó un cuenco de arcilla hasta el borde y volvió raudo hasta la cueva sin dejar de pensar en aquella forma. Cuando llegó, la escena que presenció no hizo sino confirmar sus temores. Piel Lunar temblaba de una forma incontrolable desde los pies a la cabeza. Sus ojos estaban definitivamente blancos y una buena cantidad de sangre resbalaba entre sus piernas. Pelo de Fuego gritaba mientras tiraba de la cabeza de un cachorro que asomaba por debajo de Piel Lunar.

—¡Rápido, tú venir, cachorro ya alumbrar! —gritó.

Pies Veloces dejó caer el cuenco y se puso de nuevo detrás de Piel Lunar. La agarró con fuerza, pero desde el primer momento tuvo la sensación de estar cogiendo un peso muerto. Su hembra se sostenía en pie por una fuerza ajena a ella.

—¡Ya estar aquí! —celebró Pelo de Fuego.

El lloro del cachorro arrancó una súbita alegría en Pies Veloces, pero no duró mucho tiempo. La cara de preocupación de Pelo de Fuego lo decía todo. Después de cortar el cordón y anudarlo, dejó al cachorro sobre un lecho de paja y volvió con Piel Lunar.

—Sangre no detener.

Pies Veloces, que hacía un esfuerzo sobrehumano para sostener su peso, se asomó un momento por el lado de ella y vio un enorme charco rojo brillante que se extendía bajo la homínida.

—¡Hacer algo, por favor! —suplicó Pies Veloces. Pelo de Fuego aplicó rápidamente unas hierbas que había dejado cerca y recitó unas palabras extrañas, pero nada de eso evitó que la vida se le escapara con rapidez fluyendo entre las piernas. Los espasmos de Piel Lunar cesaron súbitamente. La madre había muerto.

Pies Veloces gimió como lo hacían los lobos cuando se les hería con las lanzas, todavía sosteniendo el cuerpo inerte de Piel Lunar. Su lamento reverberó en las paredes de la cueva. Entonces, el homínido escuchó un segundo llanto. Dejó con cuidado el cuerpo sobre el suelo y miró a su alrededor mientras se enjugaba las lágrimas. No era su cachorro. Pelo de Fuego lo había cogido en su regazo y había ido a buscar su pecho inmediatamente. No era él quien lloraba. Era otro recién nacido que estaba en esa cueva, pero que no podía ver.


***


Al día siguiente, enterraron a Piel Lunar afuera. Pies Veloces hizo un esfuerzo por memorizar aquella forma en su espalda que recordaba a las estrellas; tenía casi tantas puntas como los dedos de las dos manos juntas a excepción de dos. Le dijo a Pelo de Fuego que quería estar solo unos minutos y le dejó el cachorro. Se dio cuenta de que la frente del pequeño tenía una forma curiosa, algo más recta que la suya. Tan pronto como reconoció a su madre de leche, comenzó a succionar con avidez.

Pies Veloces se dirigió al interior de la cueva y se puso de rodillas frente al lugar donde Piel Lunar había muerto. La sangre se había secado sobre la piedra del suelo y supo que ya nunca se borraría. Separó tres de las rocas sobre las que se había desparramado la vida de Piel Lunar y las amontonó formando un pequeño altar. Con la ayuda de una punta afilada, en la piedra superior grabó la forma que Piel Lunar había tenido en su espalda: algo que recordaba vagamente a una estrella.

Se levantó y admiró aquella imagen en la piedra, grabada sobre la sangre de una muerte que había provocado una vida: un sacrificio en un altar. Dio media vuelta y se dirigió al exterior de la cueva, no sin antes volver a escuchar el llanto de un bebé que no lograba ver.


5000 a.C.

Incontables soles después, cuando casi todos los humanos ya tenían la frente recta como el hijo de Piel Lunar, cuatro de ellos cargaban sobre sus hombros una pesada plataforma a través de un frondoso bosque. Estaba hecha de gruesos troncos de madera oscura y acababa, en su parte superior, en un bulto cubierto con cueros curtidos. El peso era tal que los hombres se hundían en el fango de los humedales hasta casi las rodillas.

—¡Vamos, aprisa, Inanna se impacienta! —gritó un quinto hombre que iba por delante, con un retorcido bastón como única carga. Lo blandió delante de las narices de los porteadores.

—Hechicero, tú vas ligero, ¿verdad? —replicó el más joven de los cuatro.

—Esa insolencia te va a costar la ira de Inanna. Cuida tus palabras, Nebo. —El hechicero se cambió el bastón de mano y le apuntó con un amenazante índice. Ese y dos más eran los últimos dedos que le quedaban en esa mano. Como si la diosa se hubiera ofendido realmente, empezó a llover de repente. El ruido de las gotas cayendo sonaba imponente al chocar con la vegetación. El hechicero sonrió con maldad en dirección a ellos.

—¡Cállate, Nebo, mira lo que has hecho! —le espetó uno de los compañeros.

El joven gruñó para sus adentros. Su odio hacia el hechicero era casi tan grande como la repulsión que le producía cada vez que veía sus mutiladas manos. A saber qué otras cosas se había cortado.

—Un momento —ordenó el hechicero, al que no parecía importarle el aguacero. Se acercó a una planta de la que despuntaba una flor azul, que a duras penas resistía la violencia de la lluvia. Se sentó junto a ella y, tras mirar furtivamente el bulto que llevaban los porteadores en lo alto, volvió a dirigirse a la flor. La tocó con la suavidad con la que una madre toca a su bebé y cerró los ojos. Empezó a murmurar algo, como si le confesara sus más íntimos secretos. Los porteadores, que agradecieron aquella parada para tomar aliento, presenciaron sorprendidos la extraña escena. Cuando la conversación hubo acabado, el hechicero se levantó súbitamente.

—¡Vamos, vamos, es por aquí! ¡Inanna me lo ha dicho! —apremió.

La carga cada vez parecía más pesada y, con la tierra pastosa bajo sus pies, los pasos se volvieron lentos y penosos. Se quedaban atascados con suma facilidad. En más de una ocasión, uno de los porteadores cayó sobre sus rodillas al enredarse con alguna raíz oculta bajo la tierra enfangada, haciendo que los otros tres gritaran al soportar su carga. El hechicero los reprendía una y otra vez.

—¡Ya hemos llegado! —dijo por fin. Los cuatro hombres gritaron aliviados—. Esperad aquí un momento. —Avanzó unos pasos y, con la ayuda de su bastón, apartó la maleza. Nebo, que estaba justo detrás de él, pudo entrever un área despejada. Habían llegado al límite del bosque—. Sí, es aquí. Seguidme.

Los cuatro hombres viraron con cuidado y cruzaron por la zona que les indicaba el hechicero. Se dieron cuenta de que habían estado elevados sobre una suave loma. Debido a la ausencia de vegetación, bajaron con mucha menos dificultad a través de una pendiente poco pronunciada que, al final, moría en un lago. Rugía la tormenta.

—Allí, dejadla allí —dijo el hechicero señalando un lugar cerca del agua.

Los porteadores posaron con suavidad la carga sobre la orilla, tal como les indicaba el hechicero. Mientras se estiraban para desentumecer los músculos, dejó de llover. El lago, que hasta el momento había estado desierto, empezó a recibir animales que se acercaban con timidez a beber.

—¡Muy buen lugar! ¿Siempre vienen aquí? ¡Podemos darles caza fácilmente! —celebró uno de los porteadores.

—¡Shhhh! —mandó callar el hechicero—. No vamos a darles caza. No hemos venido por eso. Ahora, descubridla.

El júbilo de los cuatro hombres se heló al instante. Puede que el hechicero no fuera de su agrado, pero era un humano. Los dioses eran otra historia. Infundían un respeto importante, por muy mal que te llevaras con sus intermediarios. Nebo, con sumo cuidado, apartó los cueros curtidos del bulto superior. Un altar formado por tres piedras manchadas de sangre, una de las cuales tenía grabada una estrella de ocho puntas, quedó al descubierto. Los cuatro hombres inclinaron la cabeza y se apartaron con temor.

—Bajadla con cuidado y dejadla aquí, frente a mí —dijo acomodándose en el suelo, al lado de un grupo de plantas que crecía en la riba.

Mientras los porteadores trasladaban el altar hasta sus pies, el hechicero empezó a hacer unos extraños dibujos con su bastón sobre la tierra aún mojada.

—Si no vamos a cazar… —empezó a decir Nebo cuando el hechicero hubo acabado.

—¡No vamos a cazar, necios! No vamos a cazar nunca más, ni a andar como animales husmeando para buscar raíces y fruta. Mi sueño…

El hechicero iba a decirles que su sueño consistía en controlar la naturaleza. Dejar de ser unos animales más, cazándose unos a otros. Levantar la cabeza por encima de tanta barbarie y mostrar ante el mundo, por fin, la dignidad que se merecían como especie. Domesticar, regir, ordenar y decidir. En su lugar, guardó silencio porque pensaba que eran unos ignorantes que no lo entenderían y se masajeó distraídamente los tres dedos que le quedaban en la mano derecha.

—¿Tu sueño te pide los dedos? —preguntó el avispado Nebo.

El hechicero se puso rojo de ira. Cerró los ojos y empezó a repetir un mantra mientras se acariciaba un punto concreto cerca de la muñeca. Cuando se hubo calmado, murmuró que ojalá el sacrificio solo le supusiera dos dedos, pero que no era su decisión. Entonces, dirigiéndose a Nebo, señaló con su bastón el esquema que había hecho en la tierra húmeda.

—La madera con la que habéis transportado el altar de Inanna la utilizaréis para construir esto. Un poco más allá, separado de la orilla, pero no demasiado lejos. Una de las áreas tendrá los listones más altos, para evitar que se escapen los animales. La otra puede ser más baja, no será necesaria tanta altura. Las plantas todavía no andan.

—¿Plantas ahí dentro? —preguntó Nebo, aunque en realidad estaba mirando la zona de la muñeca donde se había estado acariciando el hechicero. Al señalar el dibujo, el hechicero se había apartado la manga lo suficiente como para ver una mancha con forma de estrella, muy similar a la que estaba grabada en el altar de Inanna.

—En uno plantas y en el otro uros.

Nebo se rascó la cabeza, tratando de comprender cuál era la utilidad de aquellos dos cuadrados hechos de listones.

—¿Por qué demonios íbamos a meter uros ahí dentro? Los uros viven libres, no van a querer estar entre maderas. Vamos, los buscamos y los cazamos. Y en el otro, plantas… ¡las plantas son igual de libres, crecen por donde quieren!

Nebo pensaba que era lo más estúpido que había oído jamás, pero tras la tromba de agua no quiso tentar más a su suerte.

—Aprisa, antes de que se ponga el sol —dijo el hechicero ignorando sus comentarios. Se dirigió a las plantas que crecían cerca del lugar donde estaba sentado y, tal como había hecho minutos atrás, volvió a cerrar los ojos y se puso a murmurarles cosas. Nebo se encogió de hombros y miró al resto de hombres que, resignados, habían empezado a transportar los troncos de madera al lugar que les había ordenado. Dio media vuelta y se puso a trabajar.

Las palabras con Nebo habían dejado intranquilo al hechicero. Lo de los dedos había sido un pequeño sacrificio que le había solicitado Inanna, pero temía que no fuera el último dada la grandiosidad de su sueño. Un morboso entretenimiento para la diosa que no lo eximiría del verdadero sacrificio. Pensó en todo eso mientras acariciaba las verdes hojas que crecían frente a él. Vibraban bajo sus dedos. Un temblor sutil que le subía por el brazo hasta el tronco y, de ahí, hasta más arriba. Cuando hubo llegado a la cabeza, la vibración se tradujo en palabras dentro de su mente. Las plantas que tanto ansiaba controlar fueron las que utilizó Inanna para hablarle una vez más. Le dijeron que todos disfrutarían de aquel sueño a excepción de él. Seguiría buscando comida en la naturaleza salvaje mientras todos los de su especie ya no lo necesitarían.

La revelación fue un duro revés para el hechicero. Un sueño, su sueño, solo para los demás. ¿Qué sentido tenía eso? ¿No podía simplemente amputarse el resto de dedos y poder disfrutar de su creación? Como respuesta a la inquietud del hechicero, las plantas siguieron hablando. Había algo más que decir. Y lo hicieron. El hechicero se quedó pensativo ante la nueva revelación. ¿Qué significaba?

—Hechicero, ¿este sueño tuyo es crear algo para encerrar plantas y animales? —dijo Nebo, que se había acercado con tanto sigilo que ni siquiera se había dado cuenta. Este interrumpió su meditación durante unos segundos. Se quedó pensando la pregunta de Nebo y, finalmente, respondió:

—No, construirlo es vuestra misión. La mía es serlo.

—Pero tú eres el hechicero —replicó. Las respuestas del hechicero eran cada vez más extrañas. Nebo se preguntó si, además de hablar a las plantas, hacía otra cosa con ellas.

—Sí, soy el hechicero, pero también seré esto —dijo haciendo un ademán alrededor de su esquema sobre el suelo—. Un qué y un quién, todo al mismo tiempo. Así me lo ha hecho saber Inanna.

Nebo no entendió su respuesta en ese momento; sí que lo haría años después cuando aquel primer refugio de plantas y animales se convirtiera en un sueño compartido entre muchos, replicándose en infinidad de lugares y dispersándose por el mundo de los humanos. Sin embargo, Nebo nunca vio al hechicero disfrutando de su creación. Continuó rebuscando la comida en la naturaleza como el resto de animales.

—Traer algo del mundo de las ideas tiene un alto coste —dijo finalmente mientras se acariciaba distraídamente los dedos que le quedaban.


3800 a.C.

La sacerdotisa abrió los ojos de repente. Tenía las pupilas muy dilatadas. El cuenco con el veneno que acababa de ingerir había hecho un ruido sordo al golpear contra el suelo, derramando el líquido restante. No importaba demasiado. Con la dosis que había tomado todavía podría entrar en un segundo trance aunque, si podía, lo iba a evitar. Era demasiado arriesgado. Una sirvienta se apresuró a recogerlo con sumo cuidado. La sacerdotisa se incorporó del lecho en el que había estado tumbada y miró alrededor. Un grupo de hombres y mujeres celebraba una fiesta.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —La sacerdotisa se palpó instintivamente entre sus pechos desnudos, en el lugar donde tenía una mancha en la piel que recordaba a una estrella de ocho puntas.

—Apenas unos segundos —contestó la sirvienta, que escurría una y otra vez un trapo tratando de recoger hasta la última gota de la sustancia.

—¿Solo? —dijo sorprendida la sacerdotisa. Tenía la sensación de que la experiencia había durado horas.

—Sí, mi señora —dijo la sirvienta al tiempo que se levantaba y se marchaba con rapidez.

Una suave brisa barrió el interior del templo. Se trataba de una construcción de planta circular carente de paredes exteriores: una superficie enorme solo protegida de las inclemencias de la noche por un techado exquisitamente ornamentado. Los pilares perimetrales, sin ningún muro entre ellos, recordaban a los dedos de un sirviente llevando una bandeja repleta de exquisiteces. En el centro del techado, una claraboya dejaba entrever una luna espléndida, que regalaba a la sacerdotisa y a todos los habitantes de Uruk una pletórica imagen, aquella noche en la que daba comienzo la primavera.

—Mi señora… —dijo una doncella que se había acercado tímidamente.

La sacerdotisa se puso en pie y se atusó las alas de la espalda, confeccionadas con algún tipo de tejido vaporoso, y que imitaban a las que había visto en infinidad de trances sobre su diosa. Eran lo único que cubría su cuerpo desnudo.

—Disculpe que la moleste, señora —insistió la doncella—, pero uno de los extraños está merodeando por la zona. Tenemos miedo.

La sacerdotisa miró más allá del templo, fuera de los límites de aquel lugar. Un hombre, agazapado tras unos arbustos, no apartaba la mirada de todas las mujeres que se paseaban por el interior del templo, comiendo, bebiendo y danzando. Parecía un depredador a punto de abalanzarse sobre su presa.

—No os preocupéis. No os hará nada. En Uruk estamos seguras.

Esa era precisamente una de las ventajas de aquel sueño suyo que se estaba haciendo realidad a su alrededor, sobre aquel suelo sagrado. Se giró hacia la zona en la que tenían los huertos y los corrales. Ya no tenían que arriesgarse a ir más allá de los límites para comer, porque estaba todo al alcance de sus manos. Ya no tendrían miedo de extraños como aquel hombre que más bien parecía un animal. Ya no serían animales nunca más, sino ciudadanos. Y aquella era su ciudad.

La primera ciudad.

La sacerdotisa dio media vuelta y se dirigió hacia un área circular resguardada de la gente. Allí esperaba a ser descubierto un bulto cubierto con unas pieles curtidas. Se puso de rodillas frente a la forma y hundió las manos en la arena del suelo. La sacerdotisa sintió las palpitaciones de aquella tierra que la había llamado para fundar la primera ciudad humana.

Desenterró las manos del suelo y, con sumo respeto, apartó las pieles. Frente a ella, el altar formado por tres piedras manchadas de sangre, una de las cuales tenía grabada una estrella de ocho puntas. Lo levantó por encima de su cabeza y, dándose la vuelta, lo mostró a todos los allí reunidos. Un murmullo de admiración se alzó en el lugar que, al poco tiempo, se tornó en un oscuro silencio. El altar de Ishtar se veía imponente.

—¡Derramad el agua de la vida! —gritó la sacerdotisa.

El silencio de Uruk se rompió con un griterío eufórico. Una amalgama de hombres y mujeres se fundieron en besos, caricias y suspiros. Los matrimonios de Uruk, obligados a sustentar linajes que perduraran a los tiempos pero no a jurarse fidelidad, se separaban y mezclaban con otros desconocidos. Al poco, la celebración se convirtió en una marea indistinguible recorrida por ondas y temblores de energía sexual.

Entonces la sacerdotisa hizo un gesto con los dedos en dirección a un grupo de ciudadanos que estaban cerca del perímetro exterior de la ciudad, al lado de los corrales. Al gesto de la sacerdotisa entraron en el templo arrastrando a siete leones atados con unas cadenas, en recuerdo de las siete bestias que habían tirado del carro cósmico de Ishtar otrora. Los ciudadanos soltaron las cadenas y las bestias se abalanzaron sobre la multitud, que empezó a mezclar aullidos de terror con gemidos de placer.

—El agua de la vida puede adoptar múltiples colores —murmuró la sacerdotisa.

La sirvienta que había recogido el veneno del suelo se acercó de nuevo. Un cálido rubor le cubría los pechos y la cara. Todavía respiraba agitadamente e irradiaba felicidad. La sacerdotisa se humedeció los labios y se acercó a ella con una mirada lasciva. Sin embargo, tan pronto como sus manos entraron en contacto con la piel de la sirvienta, un malestar se apoderó de la sacerdotisa. Todo empezó a darle vueltas y sintió como si toda la sangre de su cuerpo bajara de golpe hasta los pies.

—¿Qué demonios…?

La sirvienta vio divertida como la sacerdotisa caía de rodillas sobre el suelo y hundía las manos en la tierra de nuevo. En ese preciso instante se percató de que el suelo todavía palpitaba con una suerte de vibraciones que producían cosquillas. Al llegar a su cabeza, las ondas se transformaron en privadas palabras. La tierra que tanto adoraba, aquella sobre la que se había fundado la primera ciudad humana, fue la que utilizó Ishtar para hablar con su fiel devota. Con su sueño había convertido a un puñado de humanos en los primeros ciudadanos, pero ella nunca sería uno de ellos. Sería rechazada, igual que rechazaban a los extraños que vivían fuera de los límites de la ciudad. Nunca sería una ciudadana.

La sacerdotisa alzó una mirada de horror hasta aquel cuerpo desnudo delante de ella, un cuerpo que jamás podría saborear ni tocar. Ni el suyo ni el de ningún ciudadano más. Pero había algo más, y la voz de la tierra se lo dijo. El rostro de la sacerdotisa cambió de repente, tratando de asimilar aquellas palabras que solo ella podía escuchar.

—Tu creación es casi tan bella como tú, mi ama —dijo la sirvienta, ajena a la conversación de su señora.

La sacerdotisa soltó una carcajada.

—No lo entiendes, ¿verdad? ¿Cómo lo vas a entender?

La sirvienta sondeó los enigmáticos ojos de su señora tratando de obtener una respuesta sin éxito. Se encogió de hombros sin saber qué decir.

—No es mi ciudad —dijo finalmente—. Yo soy la ciudad. Un qué y un quién, todo al mismo tiempo.

La sirvienta sonrió sin tener la más remota idea del significado de aquellas palabras. Giró sobre sus talones y volvió hacia el grupo. Quería seguir disfrutando, porque su gozo alegraba a Ishtar. La sacerdotisa la vio alejarse; y no solo a aquella sirvienta: con ella se alejaban todos aquellos ciudadanos a los que no podría tocar durante el resto de sus días. Las lágrimas de frustración comenzaron a rodar por sus mejillas.

El sueño de la sacerdotisa fue soñado por muchos otros. Los humanos empezaron a vivir hacinados y se creó una línea invisible que separaba la civilización de lo que no era, trazada alrededor de la forma de aquellas primeras ciudades. La sacerdotisa nunca pudo formar parte de esa civilización que había creado.


3000 a.C.

Nanua trató de cerrarse el abrigo de piel de oso polar por enésima vez. No era capaz de entrar en calor y eso era extraño, teniendo en cuenta que había vivido toda su vida rodeado de hielos perpetuos. Pensó que quizá eran los nervios de la travesía. Y es que era normal. Nunca había pasado tantas horas subido en una canoa.

—Malik, ¿nos queda mucho?

El joven, que iba en la proa de la diminuta embarcación, no contestó. Parecía que estuviera retando con la mirada al mar insondable que los rodeaba por los cuatro costados y que, en el horizonte, se confundía con el cielo. Se asemejaba a una extensión infinita de agua helada que los cubría, como un iglú gigante, incluso sobre sus cabezas. El silencio del frío, como el de la muerte, era sobrecogedor.

—Malik… —Nanua se estaba impacientando. Su voz sonó temblorosa y nerviosa.

—¿Qué? —contestó Malik con sequedad.

—Llevamos navegando varios días. Las provisiones se nos están acabando. ¿Estás seguro de que llegaremos a alguna costa pronto?

Malik no contestó, por lo que Nanua sintió ganas de llorar, pero las contuvo con todas sus fuerzas. No porque le preocupara que Malik lo viera así, sino porque temía que se le congelaran cerca del lacrimal, hiriendo sus ojos.

—Además está esa cosa. Me pone nervioso —dijo Nanua señalando un bulto cubierto con pieles curtidas que descansaba en mitad de la canoa entre los dos inuit.

A ese comentario sí que reaccionó Malik. Giró la cabeza hacia él con una mirada furiosa.

—Es por ella por la que estamos haciendo este viaje —sentenció.

—Pero…

—¡Calla! Umai anhelaba una nueva tierra, y nosotros tenemos que llevarla hasta allá.

La voz de Malik sonó muy apagada para lo fuerte que había gritado. Nanua se quedó pensando con amargura que el frío aletargaba hasta la ira. Hizo un esfuerzo por dejar de pensar en la temperatura que había sobre aquel mar. Hablar con Malik seguramente lo distraería.

—¿Dónde la encontraste?

—Se la quité a alguien que la había robado de las ruinas de un templo. O, al menos, eso me dijo antes de morir.

Malik se había relajado visiblemente. Sonrió y volvió a mirar el mar que tenían por delante. Era exactamente igual que el que había en todas las direcciones en las que se podía mirar.

—¿Lo… mataste? —preguntó Nanua. Los músculos de su cara se contrajeron conformando una mueca de espanto. Malik no contestó. En su lugar, hizo un chasquido con la lengua—. ¿Por qué lo hiciste?

—Blasfemó. La llamaba con otro nombre. Yo supe desde el primer momento que era Umai y que quería navegar. Una larga travesía hasta una nueva tierra.

Nanua guardó silencio durante unos minutos mientras trataba de asimilar aquella información. No se lo había contado en su momento, pero no había sido necesario. Siempre había seguido a Malik en todas sus aventuras, pero en aquella empezaba a cuestionarse si había hecho lo correcto o, por el contrario, estaba siguiendo a un inuit que había perdido la cabeza.

—¿Y estás seguro de que esta es la ruta? —preguntó finalmente.

—Sí. Vamos bien. Umai me ha contado que el agua no siempre cubrió este lugar. Antes fue un camino de hielo. ¿Te lo imaginas? Un enorme puente de hielo entre dos mundos.

Nanua no era capaz de imaginárselo. Nanua tenía frío, mucho frío. Nanua ya no podía pensar con claridad. Miró en dirección a popa y se maldijo mil veces por haber seguido a Malik hasta aquella locura. Sobrepasado por la situación, empezó a sollozar. La preocupación de la congelación de sus lágrimas se había diluido ante tan ominoso panorama.

—¡Calla! —ordenó Malik.

—Pero…

Malik se llevó un dedo a los labios con firmeza y se agazapó en la canoa. Sin girarse, le hizo una señal a Nanua para que hiciera lo mismo. Empezó a mirar a un lado y a otro, pero no fue capaz de descubrir qué era lo que había alertado a Malik. Entonces, un poco más adelante, lo vio. Una línea quebrada de un color blanco reluciente se recortaba contra la monotonía del océano. Estuvo a punto de gritar eufórico, pero entonces se dio cuenta de las luces. Unos tonos rojos y naranjas titilaban y se reflejaban sobre el brillante hielo de la tierra.

—¡Antorchas! ¡Hay gente! —exclamó Nanua.

Malik no tuvo tiempo de reprenderlo. Los dos muchachos escucharon un siseo seguido de un golpe sordo. Nanua tardó unos segundos en reconocer que la piedra puntiaguda que había emergido de la espalda de su amigo era una flecha que le había atravesado el pecho. Antes de que pudiera levantarse para ayudarlo, ya se había caído por la borda. Siguieron lloviendo flechas. La segunda y la tercera erraron, clavándose en el borde de la canoa, pero no la cuarta, que atravesó de una manera certera la cara de Nanua. Estuvo trastabillando durante unos segundos hasta que, al final, se precipitó siguiendo el camino de Malik hacia el abismo.

La canoa llegó sin gobierno a la costa helada. Allí, los humanos que habían conquistado aquel nuevo mundo siglos atrás, cuando no hacían falta canoas para llegar a él, descubrieron en la embarcación el bulto cubierto por unas viejas pieles curtidas. Tiraron de él para ver qué contenía. Desde el primer momento supieron que aquellas tres piedras manchadas de sangre, una de las cuales tenía grabada una estrella de ocho puntas, eran algo importante. Uno de ellos se abrió paso a empellones y pidió que se hiciera sitio alrededor de aquel extraño objeto para examinarlo. El chamán concluyó que era un altar. El altar de la diosa Ixchel, que había llegado hasta ellos para que la veneraran.

Lo cargaron y, durante generaciones, fue viajando en dirección sur. Finalmente, se perdió en aquella nueva tierra que se poblaría con millones de personas y sueños con los que la Diosa Madre, la de los mil nombres, aquella que no solo trae al mundo la vida sino también las ideas que solo existen en la mente, podría mercadear.