—¿A cuántos hay que matar?
La pregunta quedó flotando en la habitación, igual que una voluta de humo.
El hombre de cabello canoso y largo se recostó en el sillón. Como si la simple brutalidad del planteo lo hubiese empujado contra el respaldo. Las líneas de su cara se endurecieron. Se acomodó la corbata con un movimiento nervioso, casi un golpe de mano sobre el nudo. Luego meneó la cabeza, asintiendo levemente, como un alumno aplicado que acaba de recibir una explicación esclarecedora. Y en cierto modo era así: al fin aparecían, con toda crudeza, las razones profundas que habían llevado a alguien como él —un profesional respetado en todo el país, un empresario próspero, un buen católico— a reunirse con un asesino.
—Perdóneme, no quisiera ponerlo en esos términos —respondió en un susurro, hundido en su asiento. Apenas soltó la frase se arrepintió: estaba ensayando una disculpa y eso le desagradaba. Era evidente que no estaba acostumbrado al ejercicio de la humildad.
El hombre de impecable traje negro ni se inmutó. Apenas quebró el labio en un gesto semejante a una sonrisa.
—Como quiera. Pero necesito saber con exactitud de cuántas personas se trata, señor Bauer. Usted debe comprender que necesito saber cuánto pesan las sandías si es que voy a ser el encargado de subirlas al carro —replicó, con frialdad.
El ingeniero Federico Bauer cerró los ojos y por un instante eliminó a su interlocutor. La imagen de su hijo Alejandro irrumpió detrás de sus párpados con la sonrisa desplegada: “Viejo, me voy para lo de Vicky y después al cine”, gritó. “No vuelvo tarde.” El ingeniero recordó con precisión el golpe de la puerta de calle al cerrarse, y su hijo se esfumó. Con ese sonido su conciencia volvió a la habitación. Ahora, desde una foto enorme ubicada sobre la chimenea, Alejandro lo miraba. Sintió una puntada en la boca del estómago. La úlcera era una de las tantas marcas que le había dejado en el cuerpo el asesinato de su hijo.
Al señor Bauer no le gustaba Mariano Márquez. Ese hombre sereno de aspecto inofensivo, con modales amables y estudiados, irradiaba malicia. Su historia era inquietante. Había pasado quince años en prisión condenado por homicidio. Un delito que negó en todas las instancias judiciales. Pero eso había ocurrido hacía mucho tiempo. Ahora Márquez era uno de los abogados penalistas más respetados y requeridos del país. Salvo algunos periodistas especializados, y cada vez con menos insistencia, nadie le recordaba su pasado de cárcel y muerte.
Apenas se lo recomendaron, Bauer preguntó con sincera ingenuidad: “No entiendo, ¿cómo me puede ayudar a mí un tipo así?”. Su asesor legal fue categórico: “Si de verdad está dispuesto a todo, Márquez es el único que puede arreglar las cosas de manera definitiva. Su acceso a las dos culturas, la jurídica y la carcelaria, le permite actuar con eficacia única. Se mueve dentro y fuera de la ley con la misma naturalidad. Lo protege un misterioso paraguas de cobertura política, a tal punto que nunca volvió a tener problemas con la justicia. Además hace un culto de la discreción. Es una garantía”.
El ingeniero disipó su preocupación renovada y volvió de sus pensamientos. De todas maneras, se tomó unos segundos para contestar:
—Son tres —pronunció con un hilo de voz, para luego levantar el tono hasta convertirlo en grito—: ¡Tres, tres, tres…! ¡Tres malditos hijos de puta! ¡Y quiero que los mate!
Ya estaba dicho.
Pensó que ahora, que había conseguido darle forma verbal a su deseo, todo sería más fácil. Pero no. El tipo seguía mirándolo fijo, como si no lo hubiese escuchado.
—Quiero que los mate a todos —repitió Bauer con firmeza.
—Si paga lo que voy a pedirle no habrá ningún problema —lo tranquilizó Márquez—. Lo que usted exige no es tan extraordinario como parece. Se mata por dinero en todos los rincones del planeta, todos los días, a cada hora, y eso ocurre desde que el mundo es mundo. Es más, algunas estadísticas indican que uno de cada diez homicidios se concreta a partir de “un pedido”. En definitiva, lo que quiero decirle es que se trata de un negocio como cualquier otro, sólo que varía según las características de la víctima, la calidad y cantidad de los ejecutores… y, claro, la importancia de la persona que encarga la tarea.
Márquez hablaba como si estuviese dictando un seminario en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica:
—Los jueces lo denominan homicidio calificado por promesa remuneratoria. En la Argentina se registran tres tipos de ejecuciones por encargo: las familiares o pasionales, las vinculadas con ajustes de cuentas, en general entre bandas de delincuentes, y las llamadas eliminaciones profesionales. Su encargo, estimado señor Bauer, escapa a esos parámetros. Diría que es una operación especial, y por esa razón requiere de una arquitectura a la medida de su deseo. Si no fuese así, yo no estaría aquí.
—En este punto estamos de acuerdo: hay que minimizar los riesgos, no quiero ninguna sorpresa —alcanzó a explicar el empresario, un poco menos tenso.
El abogado dejó su relato en suspenso, exhibiendo un gesto de malestar en la cara. Una mueca estudiada, tal vez imperceptible. Tal vez no. Sabía que dominaba la atención de su interlocutor y por eso jugaba al límite en este primer encuentro con el empresario. Por fin abrió una libreta, tomó del bolsillo interior del saco una lapicera fuente plateada y, como si estuviese listo para apuntar detalles importantes, volvió a hablar:
—Antes de proseguir, necesito que me cuente qué pasó con su hijo.
El empresario parecía como hipnotizado, sin lograr articular palabra, mirando sin ver al abogado, a quien ya habían advertido sobre los silencios en los que caía Bauer cada vez que evocaba a su hijo. Márquez —o M, como lo llamaban amigos y enemigos desde la época del presidio— conocía en detalle, por la prensa y el archivo que le habían preparado sus colaboradores, los sucesos que empujaron a ese hombre atildado y poderoso a su encuentro. Pero se consideraba un profesional y quería escuchar la historia de boca de su nuevo cliente.
Notó que una sombra de duda atravesaba los ojos del ingeniero. “Por más que no quiera recordar, tendrá que hacerlo; si este miserable me contrata es justamente porque no puede olvidar. Las cosas nunca son al revés”, pensó, y volvió al ataque.
—Señor Bauer, usted vivió todos estos años esperando este momento. Aunque le duela, tiene que contarme todo.
Esta vez el doctor Márquez utilizó un tono paternal aunque sin la más mínima piedad por el hombre que, ahora sí, se revelaba consternado, con la vista clavada en el piso.
—Tengo entendido que los asesinos de su hijo están presos… ¿Para qué matarlos? —lo provocó el abogado—. No creo que exista mayor castigo que las cárceles de este país desquiciado.
Y funcionó. Fue como si Bauer hubiese despertado de un sueño. Se incorporó de un salto y exclamó:
—¡Pero qué mierda me quiere decir! ¡Estuvieron presos pero van a salir! ¡Me dijeron que van a salir! Usted sabe mejor que yo que hay jueces que están más cerca de los delincuentes que de las personas decentes.
Márquez recordó su propia historia. Había estado en prisión nueve años bajo proceso, y luego seis años más cuando finalmente lo sentenciaron. Casi media vida de infierno por un crimen que nadie pudo probar y que él sólo admitió bajo apremios ilegales. Una declaración sin valor pero que terminó por decidir al juez. Estaba convencido de que la justicia era un dibujo borroso. Maleable. Con todo, el escándalo tuvo consecuencias más duras que los años de cárcel. Su ex esposa lo repudió públicamente y su único hijo consiguió una autorización judicial para cambiarse el apellido, una carga deshonrosa que no estaba dispuesto a soportar. Desde hacía diez años vivía fuera del país y, a pesar de sus ruegos, el muchacho nunca aceptó volver a verlo.
Cuando Márquez recuperó la libertad, lo había perdido todo. Hasta sus amigos más íntimos lo evitaban. Tuvo que demandar al Colegio de Abogados para que levantara la suspensión de su matrícula. Pero cuando nadie lo esperaba, cuando su historia se había sumergido en el inexorable río del olvido, la bestia resucitó. Él mismo lo definía con esas palabras: “La bestia resucitó”. Como Lázaro, pero sin el aliento divino de Jesús. En cinco años, a fuerza de talento y tenacidad, Mariano Márquez obtuvo más prestigio profesional y dinero que el conseguido antes de caer preso. Sólo le fue imposible recuperar el tiempo y los afectos. Estaba mutilado pero, a la vez, se sentía poderoso. Nadie más volvería a jugar con su vida. Ahora era él quien manejaba la baraja.
—Perdóneme, ingeniero, ¿visitó alguna vez una cárcel?
—Hay lugares más terribles que una prisión, doctor Márquez —replicó—. Hay abismos más profundos que la falta de libertad. Y hay castigos ante los cuales las penurias del cuerpo son como caricias. Pero no voy a rendir examen de pureza frente a usted. Los asesinos de mi hijo van a salir en libertad. ¿Entiende lo que eso significa para mí?
A Márquez le molestó la cita de Borges contrabandeada en la admonición de Bauer. “No voy a rendir examen de pureza ante impuros”, solía decir el escritor. Estuvo tentado de apuntarse en voz alta la captura de la frase, pero se contuvo. Durante unos segundos eligió las palabras que iba a pronunciar.
—Es verdad. Por lo que pude averiguar van a salir. Pero su liberación es irreprochable, cumplieron parte de la condena y la ley los autoriza a gozar de libertad condicional. Eso quiere decir que están pagando por lo que hicieron… ¿No le parece suficiente? —volvió a provocarlo.
El señor Bauer ya no ocultó su ira:
—Mire, doctor. Lo único que sé con total certeza es que mi hijo salió una noche de mi casa para ir al cine con su novia y terminó con un balazo en la nuca. Sé también que antes lo amordazaron, lo humillaron y lo golpearon. Y que los hijos de puta que le hicieron todo eso están por salir en libertad. ¿Sabe una cosa? No lo voy a permitir. Con o sin su ayuda, no lo voy a permitir.
Hizo una pausa. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Luego volvió a atacar:
—Usted es abogado y sabe muy bien que la justicia no tiene nada que ver con la cantidad de años de prisión… Estos mal paridos no sólo me quitaron a mi único hijo, también se dieron el lujo de extorsionarme desde la cárcel, me mintieron y hasta me pidieron dinero. ¡No los voy a perdonar! ¡No van a ganar!
Márquez sostuvo la mirada furiosa del empresario.
—Señor Bauer, jugar a ser Dios es un gusto que le saldrá caro.
Acostumbrado a lidiar con proveedores y dirigentes gremiales, con clientes de su estudio y con recaudadores fiscales, Bauer se sentía torpe en una negociación como ésta. Desde que era un niño sabía que todo tenía un precio. El secreto era fijarlo de la manera más provechosa. Y esta vez, no le importaba el costo. Sólo quería estar seguro del éxito. Miró a Márquez con desprecio. Algo en sus ojos negros le daba aspecto de extranjero. Atrapado por la furia y la tristeza, parecía un príncipe exiliado preparando el regreso a su reino.
—El dinero es lo de menos —agregó—. Tuve que perder a mi hijo para comprenderlo.
El abogado lo sabía muy bien. El dinero es lo de menos… cuando sobra. Antes de aceptar el encuentro, Márquez había averiguado todo sobre la situación patrimonial de su anfitrión. Además, cada picaporte, cada moldura, cada adorno de la casa de Bauer exponía la omnipotencia que otorga el dinero.
Un jardín amplio precedía a la construcción de dos pisos revestida en mármol. Cuando el abogado llegó, lo recibió una morocha vestida con uniforme de mucama, falda corta y una cofia ridícula. Parecía una actriz de reparto de un culebrón colombiano. Sus piernas lucían firmes y sus manos demasiado cuidadas para ser las de una simple doméstica. Regaba unos rosales, repletos de pimpollos rojos, que se levantaban junto a la puerta de hierro.
En el parque se exhibían por lo menos media docena de flamencos rosados que mojaban sus patas en un estanque artificial. Más lejos, un pavo real extendía para nadie su cola de colores. Imaginó más animales exóticos, pero en su camino sólo cruzó a un doberman joven que le gruñó de oficio. Dormitaba al sol, atado a la pata de un sillón de hierro. Una reja de dos metros de altura separaba a la familia Bauer, o lo que quedaba de ella, de la ciudad, del país, del mundo.
A Mariano Márquez no le gustaban las flores excepto los jazmines, quizá porque le recordaban los veranos de su infancia. “Las rosas huelen a muerto”, solía decir cuando alguna mujer se las reclamaba para certificar la vigencia de un romance. Además no valía la pena invertir en flores, las mujeres le duraban casi nada. Su entusiasmo se apagaba en el tercer o cuarto encuentro sexual.
La morocha lo acompañó hasta la puerta principal caminando unos pasos adelante y meneando su culo redondo. Recostado contra una de las columnas de la galería principal de la casa, un grandote con aspecto de fisicoculturista, vestido con pantalón deportivo y remera blanca muy ajustada, hacía como que no hacía nada. Le bastó cruzar una mirada con el tipo para reconocer la tarea que desempeñaba en la galaxia Bauer. “Es el personal trainer del señor”, explicó la mucama, mientras Márquez trataba de imaginar dónde tendría el arma que su atuendo de deportista le impedía ocultar. A mano, seguramente.
Otra mujer morena, de mirada triste, también con uniforme de mucama pero con manos de fregona, le franqueó la puerta de la casa y lo acompañó hasta una habitación del primer piso, una suerte de estudio. Dominaba la sala un tablero para dibujo técnico, y detrás, una biblioteca que cubría hasta el techo toda la pared. Con el primer golpe de vista pudo observar libros técnicos de gran porte, algo de literatura, ediciones antiguas y hasta reconoció algunos tomos de Derecho. Luego intentó sin éxito una galantería, pero comprobó que la mujer necesitaba un aumento de sueldo y no cumplidos de ocasión. Optó por sentarse y esperar.
Repasó mentalmente lo que había visto de la casa buscando anticipar la imagen de su dueño. Las amplias habitaciones de la planta baja lucían el mismo tono que el estudio, entre el marrón y el crema. A Márquez le pareció que todos los muebles eran de roble. Los estantes estaban cargados de un batallón de objetos: jarrones, cigarreras, estatuillas, animalitos de cristal, brújulas, abanicos, monedas antiguas y cientos de caracoles exóticos que, según se enteró después, Bauer coleccionaba obsesivamente.
Todos los cuartos permanecían en penumbras, con las cortinas cerradas. La empleada que lo acompañaba le dijo que era para mantener los ambientes frescos, pero la explicación no lo convenció. El aire acondicionado central cumplía eficazmente ese cometido. Sin luz exterior la casa adquiría aspecto de museo.
Estaba a punto de inspeccionar en detalle la biblioteca cuando entró Bauer. Parecía cansado. Le estrechó la mano y le ofreció un whisky que Márquez rechazó con la excusa de que era muy temprano para beber. Luego el empresario le pidió al grandote de la remera ajustada, que lo había escoltado hasta el primer piso, que los dejara solos. Enseguida Bauer comenzó a preguntarle por el estudio jurídico, comentó la celebridad que el abogado había alcanzado en los tribunales, hasta evocó los dos últimos casos que había ganado litigando ante la Corte Suprema. Demasiado prólogo, pensó Márquez, para cerrar una operación delicada por su simpleza. Fue cuando decidió cambiar el curso de la charla e interrumpir la sucesión de cortesías con una pregunta:
—Señor Bauer, ¿a cuántos hay que matar?