¿Por qué una maceta que cae de un quinto piso le parte la cabeza a una persona y no a otra? ¿Por qué el cambio imprevisto de un pasaje de ómnibus determina que un hombre muera en un accidente y que otro sobreviva? ¿Cómo elige su blanco una bala perdida? Destino y azar, de eso se trata. De un cruce inverosímil que habilita la vida, precipita el amor y determina la muerte.
¿Cómo determinar con exactitud las probabilidades de que un hecho se repita? Con esta idea finalizó su tesis universitaria Alejandro Bauer, y para ampliar sus conocimientos sobre el tema comenzó a cursar un posgrado en Matemática. Estaba convencido de que el azar no era simplemente la cómoda denominación que el hombre le asigna a la incertidumbre; creía que se trataba de un fenómeno real. Sus ideas sorprendían a algunos de sus profesores pero Alejandro las defendía con pasión: “Muchos creen que la ciencia puede reemplazar la causalidad por el azar. Es más, creen que se puede asignar una probabilidad a todo, pero no comparto esa visión. Un científico puede calcular la probabilidad de que un gen determinado, que posee uno solo de los progenitores, pase a su hijo. Pero no puede predecir si el niño tendrá ese gen. Y esa incertidumbre está directamente ligada a que, durante la gestación, los genes de los padres se mezclan al azar”.
Alejandro no toleraba que se le asignara una probabilidad a cualquier suceso. “Sólo podemos establecer probabilidades para acontecimientos aleatorios”, explicaba. “Si en el casino salen diez bolas seguidas en números pares, esto no implica necesariamente que la jugada once será impar. Es obvio que puede ser nuevamente par. Y también la bola doce y la trece. Ahora bien, si las bolas siguen rodando de manera continua, a la larga caerá igual número de veces en números pares y en impares. Para ser más precisos: la diferencia relativa entre las dos opciones —cantidad de bolas en pares y cantidad de bolas en nones— se hará cada más pequeña mientras más veces ruede la bola. No hay que confundir expectativas con probabilidad.”
Alejandro Bauer convirtió los cruces entre destino y azar en su obsesión a partir de un hecho fortuito que lo marcó para siempre. Cuando era adolescente estuvo a punto de viajar a Córdoba con sus padres en un avión que se accidentó en el Aeroparque metropolitano en 1991. A último momento se suspendió el viaje porque surgió un problema laboral en la empresa de su padre, de modo tal que la familia se quedó en Buenos Aires. Esa noche murieron noventa y seis personas en una de las mayores catástrofes aéreas de la historia argentina. “Me podría haber tocado a mí”, repetía angustiado cada vez que lo recordaba.
Ese accidente aeronáutico volvía a su mente en forma recurrente e inesperada. Cuando se hizo mayor se preocupó por investigar detalles de la vida de cada una de las víctimas. La que más lo conmovía era la historia de Roberto Vázquez, un empresario de cuarenta años que vivía en Carlos Paz, en plena sierra cordobesa.
Vázquez era un tipo feliz: recién casado, estaba embarcado en la construcción de una casa con jardín y pileta. Trabajaba como gerente en una fábrica de repuestos para acoplados y remolques, propiedad de su familia. La noche del 31 de julio, el empresario murió dos muertes. Alejandro remarcaba esa frase cuando contaba la historia: “Murió dos muertes”.
Según pudo averiguar, Vázquez viajó a Río Gallegos y a Ushuaia para cerrar tratos con algunos clientes. Su esposa lo esperaba para los primeros días de septiembre. Pero a último momento Roberto decidió regresar a su ciudad natal antes de lo previsto. No avisó a nadie, tal vez para sorprender a su familia. Llegó a Buenos Aires, desde el sur, sobre el mediodía del 31, con la idea de tomar un vuelo que lo llevaría a la capital cordobesa y desde allí seguiría en auto hacia su casa en las sierras. Cuando a las 20.45 el avión que se dirigía a Córdoba no pudo despegar, derrapó por la pista y en su loca carrera cruzó la avenida costanera y se incendió, los familiares de Roberto Vázquez vieron arder la aeronave por televisión con la pena liviana del que nada tiene que ver con ese horror lejano.
Ni en sus más atroces pesadillas podrían haber imaginado a Roberto como parte de ese espectáculo atroz. Sin embargo él estaba allí. La congoja se apoderó de ellos cuando un vecino le avisó a la esposa que la radio había dado el fatídico anuncio: Roberto Vázquez estaba entre los muertos. Pero con el correr de las horas, otra noticia cambió el desconsuelo por algarabía. Las oficinas de la aerolínea en Buenos Aires revelaron que el empresario cordobés no viajaba en el avión siniestrado. Según la información oficial, su nombre no figuraba en la lista de pasajeros que cumplieron con el check in en el aeropuerto, un trámite obligatorio para poder ascender al avión. El dato era contundente. El alivio y la emoción expulsaron la pena. Su familia no podía ubicarlo por teléfono pero poco importaba, lo relevante era que no había tomado ese vuelo. En la medianoche de Carlos Paz ya nadie lloraba por Roberto Vázquez. Claro que él no lo sabría nunca, porque a esa hora estaba muerto. La familia se enteró de la triste noticia a la mañana siguiente.
¿Qué había pasado? El empresario no ocupó nunca su butaca en el avión incendiado, pero de todos modos murió esa noche, y en el sitio de la tragedia. La explicación remitía otra vez al cruce entre destino y azar. En su sorpresivo recorrido, el avión atravesó la avenida después de romper la cerca del aeropuerto para arrasar con todo lo que encontraba a su paso. Además de algunos automóviles, el Boeing 737 aplastó a tres transeúntes. Uno de ellos era Roberto Vázquez.
¿Qué hacía allí?
¿Por qué no subió al avión si había comprado el pasaje?
¿Llegó tarde y al perder el vuelo decidió salir del aeropuerto para buscar alojamiento en la Capital?
Y si fue así, ¿por qué no tomó un taxi?
Nadie lo sabe. Lo cierto es que el hombre no faltó a su última cita.
¿Casualidades? ¿Causalidades? La vida se conforma de una compleja red de sucesos ordinarios y extraordinarios. Eso decía Alejandro. Sobre eso escribía.
El único hijo del empresario Federico Bauer no sólo era un chico con pensamiento propio. A los veintitrés años demostraba otras inquietudes. Su padre lo había educado en el paradigma mens sana in corpore sano, y como él, amaba el deporte. Era dueño de un cuerpo fibroso y bien moldeado —había jugado al rugby tres temporadas en la primera del Club Atlético San Isidro y ahora seguía haciéndolo, pero sólo por diversión—, era alto, con el pelo castaño claro y los ojos marrones. “Un bombón”, según la definición de sus compañeras de estudio.
La noche del 5 de marzo de 2000 ese entramado de probabilidades que tanto lo obsesionaba terminó atrapándolo. Ale salió de su casa ese domingo como lo hacía siempre: apurado y con un “No vuelvo tarde”, gritado a manera de saludo. Sus padres le respondieron cariñosos. Federico Bauer estaba en su escritorio preparando unas cartas en la computadora y María Marta Cendric, la madre, esperaba el comienzo de su programa favorito frente al televisor del living. Ella recordó después que alcanzó a decirle “cuidate”, una palabra que entonces sonaba a puro formulismo y que horas más tarde cobraría un dramático significado.
Ale repetía ese paseo cada domingo. Con el Fiat Uno de María Marta pasaba a buscar a su novia y luego iban al cine. Qué podía pasarle.
Esa noche vestía de manera informal: un jean de marca, una camisa color beige de mangas cortas y zapatos marrones con hebilla, muy modernos. No llevaba mucho dinero. Nunca había trabajado de manera formal y sólo colaboraba en la empresa familiar dos días a la semana por pedido de su padre. La prioridad era el estudio, y por eso cada comienzo de mes el ingeniero Bauer depositaba en una cuenta bancaria a nombre de Alejandro una mensualidad que le permitía cubrir sus gastos personales. Así evitaba el enojoso trámite de pagarle a su hijo por casi nada.
El chico salió de la casona de Belgrano pasadas las 21, nunca acordaban con Vicky qué película irían a ver. En realidad no les gustaba armar programas de antemano. Hacía dos años que estaban de novios y sus gustos eran parecidos. Se dirigían a alguno de los complejos cinematográficos que funcionan en los centros comerciales de la zona norte, y una vez allí resolvían qué ver. En general alguna película de aventuras o comedias románticas; estas eran las preferidas de ella. Si llegaban temprano, aprovechaban la espera para ver las vidrieras de los negocios o tomaban algo en el patio de comidas.
Alejandro atravesó el jardín. El auto de su madre estaba estacionado en la calle. Le dio arranque al motor sin saber que esa noche no habría tragos, ni cine, ni besos.