Limpio y seguro. No era la primera vez que Got recibía un pedido así. Cada vez que requerían sus servicios, el reclamo se repetía. Un trabajo limpio y seguro. Hay que hacerlo de manera tal que nadie note que algo terrible sucedió, por lo menos hasta que la sangre dibuje garabatos en el piso. El doctor Márquez fue claro, y él terminó aceptando sus condiciones. Desechó las excusas, aunque podía haber alegado unas cuantas: poco tiempo de permanencia en Buenos Aires, insuficiente cobertura local para la operación, excesiva cantidad de blancos para un solo cazador. Pero terminó aceptando. Todavía lo entusiasmaban ciertas cosas, más allá del dinero. Volver era una de ellas. Márquez tenía razón. Volver para actuar.
Limpio y seguro. Matar de lejos no es mejor ni peor que matar cuerpo a cuerpo. Es como si Dios descargara un rayo fulminante con su índice divino. Eso piensa José León Got cuando algún ex colega de la Mossad cuestiona sus métodos. Se sabe un veterano. Qué le pueden enseñar unos imberbes entrenados como robots. Duros pero sin sensibilidad. Capaces pero sin pensamiento propio.
Got combatió a los militares en los setenta. En aquellos años estudiaba Filosofía, trabajaba en una fábrica de muebles y confiaba en la lucha armada para imponer el socialismo. Llegó a Israel empujado por la represión de la dictadura militar, con los deseos de combatir intactos. No le costó ingresar al ejército. Al poco tiempo participó de la guerra del Líbano. Se sentía un soldado pero no lo era. Lo fue recién después de ver los ojos de su enemigo un instante antes de que se cerraran para siempre. Cuando hundió su cuchillo de combate en la carne blanda de un estómago. Cuando sintió la sangre del prójimo empapando su uniforme.
José León Got hizo muchas cosas que prefiere olvidar. Por eso ahora que matar ha dejado de responder a imperativos políticos; ahora que no involucra absolutos nacionales ni se trata de actos demandados por la Patria, prefiere la distancia y el silencio. Y en el cruce de esas coordenadas, no falla nunca.
Es por su extrema eficacia que se siente con derecho a cobrar mucho dinero por sus servicios profesionales. Ejecuta un trabajo cada seis meses. De eso vive ahora que su única actividad conocida es mantener la quinta de verduras que se levanta en el terreno lindero a la inmensa casa que ocupa en las afueras de Berlín.
El contacto con la tierra lo llevó a revisar la historia de su infancia, cuando su padre se vanagloriaba de cultivar las mejores hortalizas de los alrededores de Balcarce. Fueron los años más felices de su vida. Vivir en el campo cerca de una ciudad que crecía con el país era una maravilla. Su viejo, José Aarón Got, había llegado al país desde Polonia junto a unos tíos. Como casi todos los parientes que le quedaban vivos, huyendo de la guerra. Los padres de su padre habían sido asesinados en los campos de exterminio de Hitler. A pesar de las dificultades, la Argentina se presentaba como el paraíso.
Imágenes de Balcarce y de la Capital desfilaban por su mente durante la etapa de entrenamiento en las fuerzas especiales de Israel, cuando estudiaban cada detalle de la operación Adolf Eichmann. Él era el único de su grupo que conocía Buenos Aires, el escenario de aquella proeza. En esas clases aportaba detalles urbanos que eran celebrados por sus compañeros. Como todos ellos, sentía una profunda envidia por los comandos que habían ejecutado el secuestro del criminal nazi.
Eichmann era un burócrata de la muerte. Fue el ideólogo de la llamada “solución final”. El bastardo que sugirió utilizar gas venenoso para matar más y mejor. Millones de hombres, mujeres y niños brutalmente asesinados clamaban por su castigo. Y cuando parecía que hallarlo era imposible, llegó el dato clave. La llave que abriría la puerta de la justicia. Eichmann estaba escondido en Sudamérica.
José sabía el cuento de memoria: el criminal desembarcó en la Argentina el 15 de julio de 1950 con el nombre de Ricardo Klement. Su elección no era casual, entraba en un país sin memoria. Un territorio marcado para siempre por la impunidad. Afirman los historiadores que nadie se enteró de su arribo y mucho menos de su estadía. Hasta que los Servicios Secretos israelíes lo secuestraron, el genocida llevaba una vida normal. Se afincó en Tucumán; llegó a vender jugos de fruta en el puerto de Buenos Aires y hasta se daba el lujo de tomar café, como un parroquiano habitual, en una conocida confitería del centro porteño.
La situación era inadmisible. Había que actuar y, en esa época, en Israel se actuaba más y se debatía menos. Hasta la acción que castigó a los asesinos de los atletas judíos en los Juegos Olímpicos de Munich, pocos dudaban en Israel sobre el derecho de legítima defensa en el plano internacional. Después todo cambió.
Lo cierto es que el operativo del secuestro de Eichmann en la Argentina fue un éxito, y que el Gran Perro fue condenado a muerte en el pequeño Estado que, por entonces, se hacía lugar a los codazos. Ahora el destino le daba la oportunidad de pisar una vez más esas calles de Buenos Aires con las que soñaba desde su exilio, primero en Jerusalén, y después en Berlín.
Como casi siempre que se disponía a matar, eligió la autoindulgencia. Aunque lo había negado ante M, se propuso que el viaje cumpliese un objetivo comparable al de aquellos comandos cuya aventura había estudiado detalladamente en los cursos de contrainteligencia: la ejecución de una acción reparadora.
Got recordó una reflexión de su padre: “Sólo una cosa no hay, y es el olvido”, y en línea con ese pensamiento agregó: “Y cuando hay memoria del agravio, hay castigo”.