—Es esta noche.
La frase del Gitano quedó rebotando en la cabeza de Patricio. Era domingo, justo su día franco. El teléfono sonó con la persistencia de un diluvio hasta que pudo manotearlo con los ojos cerrados. Apretó el auricular contra su oreja derecha presintiendo lo peor. Tal vez una desgracia. Su madre no estaba bien de salud.
Todavía no era mediodía, un dato que Patricio ignoraba. En la habitación de la Rusa el reloj era un artefacto inútil. El sol nunca lograba traspasar la doble muralla de cortinas y persianas que protegían a la dueña de casa. Sabía, sí, que se habían dormido a eso de las seis de la mañana, otra vez bendecido por la entrepierna de la mujer que todos deseaban pero que sólo él amaba. La miró. Parecía un animalito indefenso, acurrucada a su lado. Aspiró profundo y una mezcla de perfume caro y sexo le inundó los pulmones y le acarició el alma. A Patricio no le importaba otra cosa que tenerla siempre cerca.
Era tanta la felicidad que Katia le regalaba que no encontraba nada para recriminarle. ¿Quién no se vendió alguna vez? ¿Quién no compró a alguien alguna vez? ¿Quién no guarda secretos inconfesables de acciones que preferiría olvidar?
Después de las primeras semanas de confusión, el amor profundo había logrado opacar los celos que al comienzo de la relación casi lo vuelven loco. “Me tocan, sí, pero nadie me toca como vos.” Eso le decía la Rusa. Y Patricio se conformaba con sus propios pensamientos: la besan pero nadie conoce el verdadero sabor de sus labios.
—Es esta noche.
El tono imperativo del Gitano lo devolvió a la realidad. Patricio sabía que ese día iba a llegar inevitable, pero recién en ese instante, con el teléfono en la mano, comprendió que no estaba preparado. Iba a decirlo, pero no pudo.
—Vos sólo vas a manejar, no hay ningún riesgo. En unas horas cobramos y listo.
Estaba todo acordado: usarían medias sobre la cara y él no iba a pronunciar palabra durante el secuestro, no había nada que temer. Un golpe de suerte. Uno solo y luego robarle el cuerpo a esta existencia de mierda. Irse con Katia al interior del país, tal vez a Córdoba, y empezar de nuevo. Otra vida, juntos, sin cabaret ni trasnoches de vicio. A Patricio, por fin, le parecía un sueño realizable.
—¿Conseguiste auto? —preguntó en tono algo forzado aunque más sereno.
—La máquina ya está: un Volkswagen Gol, con vidrios polarizados, que levantó el Huguito.
Confirmó la hora y el punto de encuentro, y colgó. Durante un largo rato se quedó mirando a la rubia. Después se levantó sin despertarla y fue a darse una ducha, la última que tomaría sin angustia. Antes entró a la cocina y recorrió con la yema de su dedo índice el calendario pegado con imanes a la heladera: era 5 de marzo.
Se encontraron en un bar de Escobar a las 19 en punto. El Gitano llevaba una pistola calibre 45 con silenciador y Huguito un revólver 38. Los cuñados eran como el Gordo y el Flaco. Hugo pasaba inadvertido en cualquier sitio. El pelo negro, corto y revuelto, la piel morena, los ojos marrones, casi negros. El típico chico de provincia recién llegado a Buenos Aires. El porte del Gitano, en cambio, era indisimulable y no sólo por su tamaño. Su cuerpo era una combinación de músculos y barriga. La cara parecía una de esas maderas que tallan los indios tobas que sobreviven hacinados en las villas de las grandes ciudades del litoral. Sus rasgos eran rectos y duros. Los brazos repletos de tatuajes. Uno en el hombro, al lado de la imagen de San La Muerte, decía “Mamá” dentro de un corazón. A Patricio le parecía ridículo, pero nunca se animó a decírselo. En la espalda, cerca del hombro derecho, el dibujo de una serpiente cruzada por una espada era una promesa. “Esto te obliga a cargarte a un rati”, le explicó una vez. En eso los cuñados se parecían: odiaban a la policía. Cualquier uniformado les provocaba una furia irracional.
La tarde se moría y los accesos a la Capital empezaban a congestionarse con los domingueros que retornaban al infierno de cemento. Estuvieron un largo rato discutiendo si la cerveza argentina era mejor que la brasileña. ¿Brahma o Quilmes? That is the question. En este, como en muchos otros temas, el Gitano era ultranacionalista. La Patria pesaba más que nada. Tanto en el fútbol como en el sabor, los brasileños eran el objeto predilecto de sus maldiciones. “La cerveza de los brazucas es más liviana, parece agua”, decía.
Años después, en prisión, Patricio se enteró de que la empresa brasileña terminó comprando el paquete accionario de la tradicional cervecería argentina. La venta era parte del proceso de extranjerización de empresas que se estaba verificando en toda la economía. Se cagó de risa pensando en la bronca que esa noticia le provocaría al gigante que lo había conducido al abismo. Aunque se lamentó por la operación: era posible que los brasileños terminaran aguando la Quilmes.
Media hora después de la discusión en el bar, mientras el Volkswagen se deslizaba por la autopista en dirección a la Capital Federal, entre cientos de vehículos, Patricio volvió a cuestionar que anduvieran armados.
—Es por si llueve —dijo el Gitano, y explicó—: cuando está nublado hay que salir con paraguas. Y si después no cae una gota, no pasa nada. Sacaste a pasear el paraguas y lo volvés a dejar detrás de la puerta. ¿Cuál es el problema?
Al llegar al Shopping Unicenter, el lugar elegido por Alejandro para ir al cine con Vicky, dejaron la autopista rumbo a Olivos. Comenzaron a dar vueltas hasta que se hiciera la hora. Sabían por Patricio que Alejandro “marcaba tarjeta” con la novia todos los domingos a la misma hora. La pasaba a buscar justo a las 21.
Quince minutos antes de ese horario, estacionaron el auto en la calle Dorrego, a veinte metros de la entrada principal de la casa de los Lousteau, la próspera familia de la novia de Alejandro.
El pibe Bauer llegó puntual. Su padre lo había educado en el respeto minucioso de los horarios. “Eso es de buen ingeniero y de buena persona”, le decía. El empresario había inculcado a su familia que el buen uso del tiempo era un factor determinante para el éxito de cualquier gestión. Como cabal descendiente de alemanes, aun siendo católico, creía a ciegas en el denominador común de la ética protestante: “Hay que ser muy estricto en el cumplimiento de los horarios —explicaba—. Esto nos lleva a considerar cualquier pérdida de tiempo casi un pecado”.
Por todo esto, Alejandro era riguroso en la administración de su tiempo. Todos lo sabían. Esa costumbre le ocasionaba reiteradas discusiones con Vicky. Su novia solía hacerlo esperar, y eso lo incomodaba. Alejandro estaba convencido de que la tecnología contribuía a la impuntualidad. Los teléfonos celulares, pensaba, permitían alterar el horario de las citas pocos minutos antes de que se concretaran. Cuando la comunicación instantánea con el otro era imposible, todos eran más puntuales.
Con todo, Vicky era la única persona a la que no cuestionaba por nada. “En lugar de estudiar probabilidades podrías escribir un tratado sobre la impaciencia”, le decía ella cada vez que lo veía ofuscado por sus demoras.
Alejandro estacionó con un par de maniobras precisas. Una camioneta 4x4 y un Fiat Palio lo separaban del auto que ocupaban Patricio y sus amigos. Bauer se tomó el tiempo necesario para guardar bajo el asiento el equipo de audio, mientras el CD de Roger Waters que estaba escuchando iba a parar a la guantera.
El “vamos” del Gitano precipitó un gesto simultáneo en los tres ocupantes del Gol. Patricio se calzó una media que le cubría por completo la cabeza, y se aferró al volante con desesperación. Hugo y el Gitano se pusieron unos gorros de lana que sólo dejaban al descubierto sus ojos. Bajaron, y tras un trote corto alcanzaron el Fiat, en el momento en que Alejandro se disponía a bajar. La sorpresa le impidió cerrar la puerta y trabarla.
—Callate o te quemo —lo apuró el Gitano.
Alejandro no los había visto venir hasta que los tuvo encima. Pensó que era un robo y estaba por buscar la billetera cuando Huguito lo tironeó de un brazo fuera del auto y le puso el caño del 38 en las costillas.
—Cerrá el pico y vení —le ordenó.
Caminaron despacio hacia el Gol. La calle estaba desierta. Lo subieron al asiento de atrás. Hugo estaba muy alterado. Era evidente que se había dado un buen saque de cocaína. Patricio nunca lo había visto así. Le puso al pibe un cuello de lana para taparle la cara y lo obligó a tirarse al piso, en el pequeño espacio que quedaba entre los asientos. Después lo cubrió con una manta y le puso los pies encima. A Patricio Ramos le parecía que todo ocurría con una lentitud exasperante. Hasta que el Gitano lo hizo reaccionar con un grito:
—¡Arrancá, boludo!