Patricio casi no pudo dormir esa noche. Le dijo a la Rusa que estaba nervioso por un negocio que, si salía bien, les cambiaría la vida para siempre, y se desentendió de darle más explicaciones.
Por la mañana salió a comprar todos los diarios. Ninguno daba cuenta del secuestro. Aprovechó para caminar un rato, tomó un café con leche en el bar de la esquina, donde el mozo de siempre le preguntó, como cada vez que lo veía: “¿Cómo anda la rubia?”. Patricio ya ni se molestaba en contestar. Katia era la atracción de esa zona de San Telmo. Aun cuando vestía de manera sencilla, con pantalones deportivos o jeans, acaparaba todas las miradas.
Después de desayunar llamó al Gitano desde el teléfono público del boliche. La conversación fue breve pero logró tranquilizarlo. Según declaró en el juicio, su compañero le aseguró que esa misma noche el padre de Alejandro pagaría el rescate y que, a más tardar durante la madrugada del miércoles, el pibe estaría en su casa.
Cuando regresó al edificio, era mediodía. La Rusa dormía mansamente, boca abajo, abrazada a una almohada. Ahora más sereno, Patricio decidió volver a la cama. Esa mujer era una invitación a las caricias. Se desvistió sin hacer ruido. Despacio corrió las sábanas que la cubrían hasta el cuello y comenzó a besarle los pies. Sintió cómo el cuerpo deseado se estremecía sin salir del sueño profundo. La besó con delicadeza en los muslos y las nalgas. Hizo dibujos inciertos con sus labios en la piel blanquísima. Luego, cuando su boca concluyó el recorrido de la espalda, la tomó de un hombro y la dio vuelta. Katia, boca arriba, soltó una risita y empezó a repetir que no, que quería dormir, que la dejara. Patricio no obedeció a un ruego tan débil, tan poco convincente. Le separó las piernas con suavidad y hundió su cara en la entrepierna. La besó a conciencia. Tomándose todo el tiempo del mundo. Parecía dispuesto a llegarle al corazón con sus lamidas certeras. Ella comenzó a acariciarle la cabeza y a resoplar. Con la otra mano seguía aferrada a la almohada. Ya no oponía ninguna resistencia.
A Katia le gustaba hacer el amor con ese hombre que no la juzgaba. Eso pensaba mientras sentía cómo Patricio la penetraba. ¿Era amor? Por esos días no estaba segura de nada. Eso dice su testimonio en el expediente. Posiblemente no lo era, o tal vez sí. Cuando Patricio cayó preso, la Rusa sólo lo visitó dos veces. Además, apenas logró demostrar su completa inocencia en la planificación del secuestro, viajó a Europa y ya nunca nadie volvió a verla. Según Tincho Peralta, al pibe Ramos le dolió más la desaparición voluntaria de esa mujer que la condena a dieciocho años que le sacudieron por la cabeza.
Mientras Patricio se fundía en el cuerpo de la Rusa, en el corazón de la villa Alejandro Bauer era alimentado por la Mumi. La compañera del Gitano le había preparado arroz blanco mezclado con atún, y se lo daba a cucharadas en la boca. El pibe permanecía con las manos atadas a la espalda. Comía con los ojos vendados y descalzo, sentado en el colchón del cuartito del fondo. No tenía hambre pero hacía esfuerzos por comer, tampoco quería debilitarse por si se presentaba alguna posibilidad de salir con vida de esa situación. Fue en ese momento cuando pensó por primera vez que escapar de su encierro era posible. Aunque sabía que no estaba protagonizando una de esas películas en las que siempre ganan los buenos, comenzó a abrigar una pequeña esperanza. Por el momento se convenció de que debía estar más atento que nunca.
Varias veces intentó en vano sacarle alguna palabra a la mujer que le daba de comer. Supo enseguida que no se trataba de ninguno de sus captores por el olor a lavanda de sus manos. Pero ella no respondía a sus preguntas. El Gitano le había dado órdenes expresas. Además, Huguito seguía la escena con atención de monaguillo, sin despegar nunca la mano de la culata de su arma. El cuñado del Gitano sí le habló:
—Quedate piola que apenas garpen te volvés a tu casa —le dijo cuando los ruegos de Alejandro para que le explicaran qué pasaría con él se hicieron insoportables.
Cuando terminó el plato, volvieron a ponerle la mordaza y lo dejaron solo. Antes de abandonar la habitación, Hugo prendió una vieja radio que el Gitano había dejado en el piso. Alejandro supo así que eran las tres de la tarde. Pensó en su familia, en Vicky. Cayó en la cuenta de que a las seis su profesor de tesis lo esperaba en la facultad para una clase de consulta. Luego, a pesar de la bronca y las puntadas de dolor en la boca del estómago, por fin se durmió.
El Gitano llegó cerca de las cinco. Había conseguido un teléfono “limpio” y quería resolver todo cuanto antes. Era posible que la policía estuviese trabajando alrededor de los Bauer. Aceptó unos mates de la Mumi y llamó a la casa de Alejandro.
—Hola, ¿quién habla? —contestó Bauer, que no se movía de al lado del teléfono desde hacía tres horas.
Una vez más, el Gitano fue directo.
—¿Juntaste la plata?
—Sí, junté todo lo que me pediste —respondió el empresario sabiendo que desobedecía por primera vez las recomendaciones del fiscal Messina. A última hora, el funcionario le había pedido que volviera a demorar el cierre del trato. Pretendía provocar algún llamado más que le permitiera determinar el lugar de origen de las llamadas y ganar tiempo y material de audio para un estudio comparativo de la voz que estaba extorsionando a Bauer. Pero el empresario no aguantaba más. Quería a su hijo de vuelta.
—Este teléfono está pinchado, viejo: ¿qué querés hacer? ¿Me querés cagar? —el Gitano lo apuraba de gusto. No estaba seguro, pero sabía que era posible que la policía hubiera intervenido el teléfono de la familia, y no se quería arriesgar.
—Te juro que no, yo sólo quiero pagar y que me devuelvan a mi hijo —suplicó Bauer.
—Vamos a hacerla corta. Por ahora dame el número de un celular, y esta noche preparate para cumplir mis órdenes. Y si metés a la gorra, te juro que el pibe es boleta.
—Dejame hablar con él —volvió a pedir.
—Ya te dije que no lo puedo sacar de donde está. Pero hoy le avisé que mañana se iba para su casa, y se alegró tanto que se puso a llorar. Por eso te conviene hacer las cosas bien —el Gitano había usado un tono paternal. Percibía que su interlocutor estaba quebrado.
El empresario le pasó el número de su teléfono móvil, y cuando quiso decir algo más la comunicación se interrumpió.
Lo que siguió fue una durísima discusión, por teléfono, entre Bauer y el fiscal Messina. El funcionario le reclamaba que sostuviera más tiempo el regateo telefónico. Estaba convencido de que podrían rastrear a los delincuentes, pero Bauer estaba decidido a cumplir con las instrucciones de los secuestradores, y nadie le iba a impedir el pago de la suma que le devolvería a su hijo. Luego de un tenso intercambio de palabras llegaron a un acuerdo. Messina lo convenció de que no debía confiar en unos “desalmados que bien podían cobrar el rescate y luego matar a Alejandro para borrar cualquier evidencia”.
Por esa razón el empresario aceptó cumplir el recorrido que le indicaran los secuestradores bajo una discreta vigilancia policial, que sólo intervendría si se verificaba algún peligro evidente para Alejandro. “Por favor se lo pido, no arriesgue la vida de mi hijo”, suplicó.
Pero Messina y el comisario Gless habían diagramado su propio plan. Querían enviar una señal contundente, de cara a la sociedad, contra los secuestradores. Ambos funcionarios se entendían bien: habían desarrollado sus carreras con un ojo puesto en la política y otro en la prensa, y habían construido su prestigio en base a osados golpes de mano. Llevaban cinco secuestros resueltos en dos años, y pretendían ir por más. Estaban dispuestos a apostar fuerte en un juego impiadoso.