Federico Bauer disimuló las ojeras que le demacraban el rostro con un poco de maquillaje que tomó del botiquín de su mujer. Un truco que ella misma le había enseñado para no lucir abatido en reuniones importantes o ante el cierre de un negocio. Con algunos movimientos precisos el empresario logró ocultar las sombras debajo de sus ojos, y con otros dos toques consiguió darles color a los pómulos. “No sólo hay que ser, también hay que parecer”, decía María Marta, y él acordaba con esa teoría de las apariencias.
Después abrió el placard, tomó un bolso deportivo de color azul y cargó dentro las bolsas de nylon que permanecían escondidas debajo de la cama. Allí estaban ordenados los billetes que permitirían la liberación de su hijo. Luego se despidió de su esposa, que lo esperaba junto a la puerta, y salió al jardín. Una ráfaga de aire fresco volvió a poner en alerta sus sentidos. A pesar de la angustia que le atenazaba el corazón, se sintió un poco mejor: estaba convencido de que podría lidiar con el desafío más grande de su vida.
Minutos antes había recibido, vía telefónica, la primera indicación. Una voz de mujer había dicho: “A las 21 en el hall de la Estación Constitución”. Decidió utilizar el Fiat Uno, el mismo auto que dos días antes había llevado a Alejandro a manos de sus captores. La policía terminó aceptando su planteo y no retuvo el vehículo. En realidad el auto ya no conservaba valor alguno para la investigación. Ahora se alegraba de haber realizado esa gestión: no podía atravesar un barrio como Constitución en su BMW sin llamar la atención. Estacionó sobre la calle Hornos, a unos doscientos metros de la antigua terminal del Ferrocarril Roca.
Visto por fuera, el edificio es imponente. Fue concebido entre 1865 y 1907. El empresario había estudiado en la facultad los detalles de su construcción, la mezcla de estilos: el sector al que se accede por la calle Brasil se diseñó primero, a la manera renacentista. La entrada de la calle Hornos, así como la bóveda central, fueron inauguradas en los primeros años del siglo XX. Esos dos espacios responden al estilo neoclásico. En conjunto, la estación presenta el aspecto monumental de otros grandes nudos ferroviarios del mundo occidental.
Cada vez que Bauer se encontraba en semejantes espacios públicos —grandes teatros, hospitales, megaestaciones— sentía lo mismo: era como estar en otro país. En realidad el pensamiento era más complejo. Tenía la íntima certeza de que un siglo antes la clase política argentina había imaginado un futuro grandioso, y por eso las construcciones que diseñaban eran de una magnificencia propia de los países europeos. Y entonces se sucedían las preguntas sin respuesta: ¿Qué había pasado? ¿Quién barrió con ese proyecto de nación que elevaba grandes teatros y estaciones de ferrocarril del primer mundo? ¿Cuándo y por qué el país perdió el rumbo de gloria trazado por sus fundadores?
El empresario entró a Constitución a las 9 de la noche, en punto. Aunque desconocía su destino, avanzó con paso decidido hacia las boleterías. En el trayecto rechazó el acoso de un par de vendedores ambulantes y les entregó algunas monedas a unos pibes que alegaban recaudar dinero para redondear el precio de sus pasajes al Gran Buenos Aires. Bauer pensó que, inhalando pegamento, seguramente viajarían, aunque sin moverse de allí. Unos minutos después sonó por segunda vez su teléfono. Esta vez la voz de mujer le indicó que abordara el tren de las 21.08 con dirección a Alejandro Korn.
Por un momento se sintió desconcertado. No subía a un tren desde que era un muchacho. Se acercó a una de las ventanillas, pidió y pagó el boleto. Después comprobó en los carteles informativos que su tren partía desde el andén seis, y hacía allí se dirigió. Recuperaba el ánimo con cada paso. Estaba convencido de que podría lidiar con el desafío más grande de su vida. En última instancia esta también era una negociación, y él era un especialista en cerrar acuerdos.
Se cruzó con varios agentes de uniforme, enfundados con sus ridículas chaquetillas de color naranja. Pensó que había demasiada presencia policial, pero luego se tranquilizó: el hall de la estación era un escenario ideal para carteristas y arrebatadores. Sin policías la estación sería territorio comanche. Cada día circulaba por allí medio millón de personas. Además, nadie parecía reparar en él. Estaba vestido de manera sencilla, unos jeans, camisa blanca y un saco azul. Podía ser cualquiera, un bancario, un empleado de una repartición pública, incluso un jubilado que volvía a su casa un poco más tarde que de costumbre.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez la voz de la mujer le explicó qué ubicación debía ocupar en el tren. Y volvieron las advertencias: “No habrás metido a la gorra en esto, mirá que si aparece al pibe lo hacemos mierda”. Bauer volvió a negar con desesperación.
Cuando el tren llegó al andén, lo abordó por el vagón que cerraba la formación. Como le indicaron, se sentó en el último asiento de la derecha, junto a la ventanilla. Una decena de pasajeros, repartidos aquí y allá, ocupaban el resto del coche. Sabía que la presencia de esas personas podía convertirse en un inconveniente, pero era una circunstancia que no podía modificar. Comprendió que el destino o el azar también jugarían sus cartas. Apoyó el bolso en el suelo, entre las piernas. Luego, a la espera de nuevos mensajes, puso el teléfono en la opción vibrar.
Desde que el tren se puso en movimiento, su perspectiva cambió. Delante de Bauer se sentó una pareja de ancianos, y en la hilera de la izquierda, un hombre con aspecto de albañil. Unos asientos más adelante, un grupo de adolescentes hablaba a los gritos. Ahora sí, Bauer se sentía observado. Trató de recobrar la calma, tal vez sólo se trataba de su paranoia. Ninguno de sus circunstanciales acompañantes daba el tipo de un secuestrador, y mucho menos el de un policía.
La primera estación, Yrigoyen, quedó atrás. El tren atravesaba la noche como un saurio de metal buscando el sur de la provincia de Buenos Aires. Detrás del vidrio de su ventanilla se sucedían casas bajas, alguna plaza destinada a cortar la posibilidad de que se instalaran más casillas precarias junto a las vías, empalizadas de cemento, autos estacionados, fábricas, carros de cartoneros, siluetas decrépitas que la noche mejoraba borrando los contornos y el tiempo.
El tren se detuvo en Avellaneda. Una zona industrial que fue testigo de numerosas luchas obreras y ahora sufría como pocos partidos del Gran Buenos Aires las consecuencias de la crisis económica. Un vendedor cruzó el vagón ofreciendo pares de medias deportivas Adidas y Nike. La falsificación de ropa de marca había crecido en los últimos años y la venta hormiga o en grandes ferias parecía un fenómeno imparable. Una nueva llamada lo sacó de sus cavilaciones.
La voz de mujer dijo que apenas el tren llegara a la estación Adrogué debía bajar del coche, cruzar las vías y abordar otro tren, esta vez con destino a Constitución, de regreso a la Capital. La mujer le exigió que se sentara en la misma ubicación, pero ahora sobre el lado izquierdo, otra vez en el último asiento del último vagón. La nueva indicación lo desconcertó, pero sabía que la situación le impedía desobedecer o cuestionar las órdenes que recibía.
Apenas tuvo que esperar cinco minutos en el andén. Antes de llegar a Banfield, el teléfono volvió a sonar. Ahora la voz era masculina. Pensó que tal vez hablaba con alguien que estaba en el mismo tren. Su interlocutor sonaba nervioso e imperativo:
—Si querés volver a ver a tu hijo no hablés y hacé lo que te voy a decir: abrí la ventana de tu lado.
—Hay otros pasajeros… —susurró Bauer.
—¿Y a mí qué mierda me importa? ¡Carajo, hacé lo que te digo y callate! Cuando el tren salga de la estación contá seis postes de luz y tirá el bolso por la ventanilla. Justo en el poste número seis, ¿entendiste?, justo en el poste seis, tirá el bolso. Y hacelo con fuerza, tiene que quedar cerca de la calle.
El empresario quiso decir algo más, pero cortaron. La formación se detuvo en la estación. Bauer se incorporó para abrir la ventana, pero se detuvo al ver con estupor que una pareja de novios ingresaba al vagón y se sentaba a pocos metros de su asiento. Aunque no lo parecían pensó que podían ser policías disfrazados, y esa posibilidad lo intranquilizó. Se sentaron de espaldas a él, tres asientos más adelante y en la otra fila de asientos de la derecha, casi en diagonal a su ubicación. Se burlaban de alguien, tal vez un amigo en común, y reían. Los únicos otros dos pasajeros estaban sentados más adelante y parecían desentendidos, un hombre de unos sesenta años que leía el diario y una adolescente que meneaba la cabeza al ritmo que emitían sus auriculares.
Bauer respiró profundo, y con las dos manos abrió la ventanilla. No tenía opciones. La brisa lo golpeó en la cara y le desarregló el cabello. Estaba decidido a cumplir el pacto. Cuando el tren se puso en movimiento achicó la vista para distinguir en la oscuridad. Sintió cómo la camisa se le pegaba a la piel de la espalda por el sudor que le bajaba en gotas delgadas desde la nuca. Contó los postes mientras las luces blancas de la estación perdían la batalla con la noche cerrada del conurbano. A la altura del quinto poste se levantó, y al llegar al sexto arrojó con todas sus fuerzas el bolso, sin mirar dónde caía. Luego se sentó, y recién entonces volvió la vista hacia los pasajeros que lo acompañaban en ese viaje de pesadilla. Ninguno lo miraba. Los novios se besaban con precisión de cirujanos, el hombre seguía leyendo, la chica continuaba abstraída en su universo de música. Aparentemente ninguno de ellos había registrado sus movimientos.
Bauer llegó a Constitución pendiente de un llamado que no se produjo. Permaneció quince minutos caminando por el hall de la estación hasta que decidió regresar a su casa. Tal vez los secuestradores lo llamarían allí para anunciarle dónde liberarían a su hijo. Algo parecido a la esperanza se había instalado en su corazón.