Hasta que un operativo conjunto de la Brigada Antisecuestros de la Policía Federal y una docena de agentes de la Bonaerense allanaron las casillas y detuvieron a los dos cartoneros, a sus respectivas esposas y a media docena de familiares bajo la acusación de complicidad con un secuestro, Juan y el Zorro vivieron la semana más feliz de sus vidas.
Después de pagar sus deudas, los dos amigos se dedicaron a comprar muebles, ropa y electrodomésticos. Coincidían en un sentimiento reparador: querían ver a sus hijos y mujeres saciarse de objetos después de tantos años de miseria y privaciones. Sólo Rosalina puso algún reparo sobre el origen del dinero.
—¿Y si es plata robada? ¿Y si alguien viene a reclamarla? —preguntó.
Pero enseguida la convencieron, ellos no se lo habían quitado a nadie. La encontraron en la calle. Le contaron una y otra vez la misma historia: el dinero estaba allí como caído del cielo y ellos sólo se limitaron a levantarlo. Por fin, Rosalina eligió confiar. Tampoco tenía sentido darle muchas vueltas. Necesitaban la plata y además su Juan, como lo llamaba en su ausencia, nunca le mentía.
Benítez llegó a dejar una seña en efectivo por una camioneta usada que vio en una concesionaria de la zona. El vehículo estaba destinado a relevar a Burro de su trabajo a destajo y perfeccionar el sistema de recolección y selección de residuos. Podría haber pedido un auto superior, hasta un último modelo, pero no quería ostentar. “Qué van a pensar los muchachos”, se decía.
Juan le compró un lavarropas a su esposa, también una heladera grande y un vestido floreado y un sombrero blanco con unas guardas rosadas y unos anteojos enormes. Y ropa interior erótica, negra y calada. La tela de las bombachas era tan delgada que parecía de gasa. Y también, a sugerencia de la vendedora, una especie de disfraz rojo como de diablita. A su hijo lo despertó una mañana con el equipo completo de Boca y una pelota como la que usan los profesionales. De pibe, Juan nunca tuvo una pelota. También compró un televisor nuevo.
La plata “caída del cielo”, la felicidad de su familia, los emprendimientos posibles que imaginaba y quién sabe qué otras fantasías impulsaron a Juan a tomar una decisión, que por entonces pensaba como irrevocable: no volvería a cirujear. Estaba orgulloso con el cambio que daría a su vida aunque no se animó a contárselo a su socio. A sus parientes les hizo el anuncio:
—Voy a poner un negocio —dijo, sin dar mayores precisiones, ya que todavía no sabía bien en qué iba a invertir para dejar de revolver desperdicios.
A las preguntas de los vecinos sobre el origen de la inesperada bonanza, Benítez instruyó a los suyos para que mencionaran una herencia. Una tía vieja del campo que se les murió de repente. Eso decía: “Se nos murió de repente”. “Eso pasó, la pobre era viejita”, reforzaba. “Fue una desgracia con suerte”, explicaba su mujer con cara compungida.
¿Y la plata de Juan? ¿Cómo se explicaba? Dinero que él le había dado, un préstamo, que para eso eran compadres. Y punto. Estaba seguro de que todos iban a creerles, o en todo caso que nadie se detendría a comprobar la veracidad de una historia en medio de la guerra. Porque en ese barrio todos eran soldados, silenciosos, en lucha por mantener, antes que nada, el pellejo a salvo.
Ese sábado organizaron un asado monumental al que invitaron a parientes y amigos. Juan y el Zorro habían comprendido que el dinero “te puede volver un hijo de puta pero también un tipo generoso”. Y ellos habían decidido, en esas horas de algarabía, ser generosos. Por lo menos un poco. Hubo cumbia y bailongo hasta el amanecer.
Los dos amigos durmieron hasta entrada la tarde. Cuando todavía no habían logrado superar la resaca de la fiesta, les reventaron a patadas las puertas de las casillas. Los subieron esposados a un móvil policial. Sus mujeres lloraban. Sus niños lloraban. Sus perros ladraban. Los vecinos, que hasta hacía algunas horas celebraban, envidiaban y medraban de la repentina riqueza, ahora les endilgaban las peores acciones.
—Para mí que son narcos…
—Deben estar en el contrabando de productos electrónicos desde el Paraguay…
Las compras descontroladas habían llamado la atención de la policía. En cuanto Juan y el Zorro llegaron al Destacamento recibieron los primeros golpes. Luego, con el primer interrogatorio vinieron los apremios y las amenazas. Tardaron horas en lograr que los agentes comprendiesen que sobre el secuestro de Alejandro no sabían ni una palabra.
La plata recuperada en el procedimiento, más del ochenta por ciento de lo pagado por el ingeniero Bauer, nunca volvió en su totalidad a manos del empresario. También cargarían los cartoneros con esa culpa, cuando en realidad fueron los policías los que se quedaron con la mayor tajada del rescate.
Lastimados más por dentro que por fuera, los amigos se cruzaron en una celda de la comisaría después de veinte horas de detención.
—Yo me tendría que haber avivado. A mí la alegría nunca me dura —dijo Juan.
—Es culpa del Santo, me parece que no nos quiere —dijo el Zorro. Y se puso a llorar como cuando era chico. Con hipos y mocos. Con las dos manos conteniendo la cara redonda y roja.