—El vínculo que genera el odio es tan potente como el amor.
Eso decía el doctor Márquez antes de aclarar que se trataba de una observación profesional. El abogado ya no ponía el cuerpo en cada una de sus frases. Se sentía más allá del bien y del mal, inalcanzable para los juicios humanos. Le gustaba decir que las pasiones son un motor formidable para la ejecución de un trabajo. “Pero siempre que se las domine, de lo contrario sólo serán un obstáculo. Un manantial de errores”, decía. “Manantial, qué hermosa palabra”, decía. Y Márquez ya no cometía errores. La ambición desmedida, la soberbia, las ráfagas de furia que lo arrojaron una vez a prisión eran apenas un destello fugaz en su memoria. Como el recuerdo de una tormenta. Ahora que sólo era un jugador lateral, un espectador privilegiado, no quería admitir que lo disfrutaba.
Bauer odiaba al Gitano y el Gitano odiaba a Bauer. El empresario le asignaba el grado mayor de responsabilidad en la muerte de su hijo, y no se equivocaba. El delincuente le cuestionaba haber metido a la policía en una transacción económica que debería haber terminado sin sangre y, por consiguiente, lo hacía responsable de sus penurias y prisión. Además, el Gitano comprendió de inmediato que la creciente popularidad de Bauer lo perjudicaría en forma directa. La opinión pública había transformado al padre de Alejandro en una suerte de paladín de la justicia, y en esa película él era el monstruo perfecto.
Más aún: durante los dos primeros meses de encierro se las había ingeniado para llamarlo por teléfono desde la cárcel. Al principio le dijo que estaba arrepentido y que quería contarle con detalles lo sucedido con Alejandro, pero cuando comprendió que no lograría nada del empresario terminó pidiéndole plata y amenazándolo de muerte.
Bauer hizo públicas esas llamadas, y presentó una denuncia judicial. Fue un escándalo. Los custodios del Gitano fueron sancionados, y el juez ordenó que lo trasladaran a una cárcel de máxima seguridad. Cuando llegó a su nueva morada los guardias lo recibieron con una paliza de bienvenida. Estaban furiosos por las sanciones a sus colegas y lo golpearon con pericia de artesanos hasta que quedó inconsciente. Cuando volvió en sí no podía ni caminar, aunque no se percibía ni una marca en el cuerpo. Había sido una advertencia.
A partir de aquel aviso temprano, lo apalearon muchas veces más. Él tampoco colaboraba demasiado. El Gitano era elemental. No conocía más patrón moral que la satisfacción de sus deseos. Había crecido a los golpes y estaba habituado a devolverlos. Su madre había muerto cuando era un pibito. Casi no la recordaba. Su padre vivía de lo ajeno. Había estado en cana cinco años por actuar como pirata del asfalto, y luego por asaltar un camión blindado.
Para protegerlo de ese ambiente degradado, un juez de Menores lo destinó a un internado para chicos “con problemas de conducta”. Tenía doce años. Estuvo allí hasta los quince, cuando por fin consiguió escaparse. En realidad el tiempo que pasó en prisión era dulce si lo comparaba con los días de vejaciones en el Instituto de Menores. Empezó a vivir en la calle. A los dos meses asaltó un locutorio y ya no se detuvo.
Ahora que estaba por obtener la libertad condicional ningún recuerdo lo inquietaba. Desde que su abogado le dio la noticia, el Gitano no podía dormir de la alegría. La decisión de contratar a uno de los mejores sacapresos del país había sido un acierto. Entregó por la gestión casi todos sus ahorros y contrajo una deuda que lo comprometería por varios años, pero el resultado lo justificaba.
La sola idea de recuperar la independencia de movimientos, después de nueve años de encierro, lo mantenía en vilo. No sabía bien cómo iba a sobrevivir una vez que estuviese afuera, aunque sabía a qué personas acudir para que lo ayudaran.
Además estaba la Mumi: ella se había convertido en su principal sostén, el motor de todos sus actos. Nunca la había amado así. Hasta que lo encerraron, ni siquiera comprendía cuánto le importaba. “Las desgracias te hacen ver todo más claro.” Eso le dijo el Pitufo, uno de los pocos presos con los que podía hablar “de esas cosas del sentimiento” sin que las burlas o las agresiones contaminaran la conversación. La Mumi era de fierro. Su mitad. Su mejor mitad. La mitad limpia y dulce. La mitad que podía salvarlo.
Lo único que empañaba ese momento de gloria y revancha era el temor que le crecía como un vómito. Una sensación extraña en el Gitano. Durante su vida violenta se había enfrentado a todo tipo de peligros. Se cruzó a los tiros con policías y matones más de una vez. Llegó a pelear cuerpo a cuerpo y hasta se dio el gusto de romper algún cuello sólo con sus manos. En prisión pasó por todo, aunque nunca se quebró. Pero esto era distinto. Esta vez era como boxear en una habitación a oscuras.
Un asesino profesional había matado a Hugo. No lograba entender hasta qué punto esa muerte podía relacionarse con él, pero la historia delictiva de su cuñado era lo suficientemente pobre como para no estar preparado. Tal vez sólo se trataba de un ajuste de cuentas que desconocía. Alguien que se cobraba una vieja factura por una traición del Huguito. Podía ser. Era un pibe atrevido y torpe. Podía ser, pero no estaba seguro. Quizás un asunto de minas, un marido cornudo con poder o dinero. Hugo era medio zarpado con las mujeres. Pero cuando repasaba las opciones, ninguna le parecía del todo razonable. El castigo y la forma de ejecutarlo alimentaban su preocupación. Cuando estuviese afuera trataría de averiguar más. La Mumi, en tanto, estaba destrozada con la noticia. Triste y asustada.
El Gitano les pidió a los guardias que le permitieran bañarse por la noche. Era su último día en prisión. A la mañana siguiente la Mumi y su abogado pasarían a buscarlo por el penal. Quería estar tranquilo. Arreglarse y repasar cómo haría para pasar inadvertido. Porque eso decidió: borrarse. Camuflarse un tiempo en el interior del país y volver a la Capital sólo para cumplir con los controles del Servicio Penitenciario. Quería superar con la distancia el pequeño revuelo que podía generar su libertad. No sabía hasta qué punto Bauer no montaría un escándalo mediático a partir de sus salidas temporales. Además, un compadre radicado en Formosa estaba dispuesto a devolverle un antiguo favor: le daría alojamiento y le conseguiría algunas changas. No estaba en sus planes escapar, pero para un tipo con su pasado nada mejor que contar con una frontera cerca.
A pesar de los reparos convenció a la Mumi con el argumento de su seguridad. Por un tiempo, ella se quedaría en Buenos Aires y lo visitaría cada dos semanas. Cuando todo se calmara decidirían en qué lugar iban a vivir. La Mumi estaba persuadida de que saldrían bien parados de la malaria que persigue a los ex convictos.
El Gitano dejó la prisión un lunes sobre el mediodía, y el martes por la noche estaba, junto a su mujer, en la Terminal de Retiro, listo para tomar el ómnibus que los llevaría a Formosa. Apenas cargaba con un bolso de mano y una mochila grande. Su mujer lo acompañaría los primeros días para ayudarlo a instalarse. Luego volvería sola a Buenos Aires.
Marcial del Sagrado Corazón de Jesús Fernández no se parecía en nada a la imagen de gesto adusto estampada en el documento de identidad. Se había pelado completamente. Eso y los veinte kilos perdidos en la prisión le otorgaban un aspecto moderno y atlético, menos amenazador. Vestía pantalón y campera de jean. Ocultaba su rostro bajo un gorrito azul, y llevaba lentes negros espejados. La Mumi lucía un vestido floreado que terminaba apenas unos centímetros por sobre las rodillas, se cubría los hombros con un saquito de hilo blanco y calzaba ojotas de color verde. Era linda en su simpleza.
Eso opina Got: es linda en su simpleza. Qué hacía una mujer así con una bestia como el Gitano. Pensó que era la suerte de los malditos. Pensó en las flores que crecen en los pantanos y en los pájaros que sobrevuelan las trincheras. Pensó también en la última vez que había acariciado una piel joven. La nostalgia lo abrumó por un instante. En un hotel de Hamburgo, tres años antes, pagó por compañía y se enamoró casi al mismo tiempo. Entregó el corazón en una noche. Esa vez le propuso casamiento a una desconocida. La risa de la mujer fue como una puñalada. Ella no lo tomó en serio y él, más triste que ofuscado, también se rió pese a que sus palabras eran tan verdaderas como sus propias manos. El paso del tiempo es el peor castigo para un hombre de acción. Es la silenciosa venganza de Dios que, por generalizada, no deja de ser cruel.
Desde su mesa en el bar de la Terminal, Got meneó la cabeza con resignación mientras pensaba que los caminos del amor son misteriosos: “Unos encuentran, otros pierden. Y los más desdichados buscan toda la vida”.
Got se reconocía como una suerte de nómada del amor. Sin hijos ni familia. Pero lo que en una época parecía una hazaña, ahora le pesaba. Le habría gustado tener a quien llamar cuando estaba lejos de casa. Que alguien estuviera esperándolo. Pero era demasiado tarde. Con el último sorbo de café alejó de su mente esos pensamientos burgueses. Dejó dinero sobre la mesa y estaba a punto de levantarse cuando observó que el Gitano y la Mumi caminaban a paso firme en dirección a su mesa. Por un momento se inquietó. Pero fue apenas un segundo, era un profesional y sabía que de ninguna manera podían conocerlo. Ni siquiera bajó la vista. La pareja pasó a su lado y se ubicó en una mesa alejada, cerca del televisor.
Eran casi las doce de la noche. El Gitano pidió un porrón de Quilmes y un plato de maníes. La salida del ómnibus de la empresa El Pulqui estaba anunciada para la una, por lo que contaban con tiempo para unas cervezas. A esa hora la estación estaba desierta. En el bar, el único abierto las veinticuatro horas, sólo cuatro mesas estaban ocupadas.
Got también había comprado un pasaje a Formosa. Pensaba actuar allí. Pero una vez más el destino le hacía un guiño. Si bien había reservado un cuarto en un pequeño hotel de la capital provincial y tenía previsto hospedarse allí hasta diseñar un plan de operaciones que lo dejara satisfecho, ahora estaba dispuesto a revisar su objetivo inicial: el grandote sentado a pocos metros de su mesa abría la posibilidad de voltear otra ficha antes de lo planeado. Además evitaría así las molestias del viaje.
Las cámaras de vigilancia de la Estación Terminal, apenas una docena, sólo controlaban el hall central y los andenes. Su función era disuadir, y eventualmente detener, a descuidistas y ladrones. Got comprobó que el bar estaba limpio de tecnología de seguridad. Podía actuar. Asumiría algún riesgo, sí, pero valía la pena intentarlo.
El ex agente pidió otro café. Lo tomaba “corto”, “ristretto”, “a small black coffee, please”. Después de tantos años podía pedir el café a su gusto en una decena de idiomas. Un golpe de cafeína le resultaba imprescindible para encender los sentidos. Luego deslizó la mano hasta su pantorrilla para palpar el mango del cuchillo de combate que portaba adherido a la pierna derecha. A diferencia de su fusil, ese cuchillo era un amigo nuevo. Era de fabricación americana y pertenecía a la serie SOG (Studies and Observation Group), los puñales que se hicieron famosos como arma complementaria de ese equipo de elite que operó en Vietnam y Corea del Norte.
Got se lo había comprado en Buenos Aires, pocos días antes, a un dealer de armas que le recomendaron sus compañeros de Berlín. Hacía años que perseguía esa pieza. El tipo, al que visitó en una joyería del centro porteño, le aseguró que era uno de los treinta y nueve cuchillos originales utilizados por los comandos de la marina norteamericana. Una hoja de dieciocho centímetros de acero afilado. El vendedor le contó que también se los conocía como K-bar, una deformación de kill a bear, por su supuesta capacidad para matar osos. A Got le gustó esa idea. Nunca había cazado a un oso.
Matar con cuchillo implica sigilo y precisión. Los movimientos son propios de la danza, más que de la confrontación. Got pagó su segundo café y esperó.
En la mesa vecina, el Gitano llenó las copas con lo que quedaba de la segunda botella de cerveza.
—Por fin te relajás —le dijo la Mumi—. Cuando subamos al bondi te vas a dormir enseguida.
—Sí, seguro. Todavía no puedo creer estar acá, tomando una birra… Me voy al ñoba a desagotar…
—Si hay un quiosco abierto, ¿me comprás caramelos de fruta?
—Bueno.
El Gitano entró al baño y se miró en el espejo. “No estoy tan mal”, se dijo. Luego se acercó a la pared de los mingitorios, se bajó el cierre, sacó su pija y comenzó a orinar. “Cuando uno tiene muchas ganas, mear es un placer casi sexual.” Eso le decía el Pitu en la cárcel. Sonrió con el recuerdo. Cerró los ojos y apoyó la mano libre contra la pared. Sintió el azulejo frío en la palma.
Escuchó, a sus espaldas, que alguien entraba con apuro a uno de los excusados. “Se está cagando”, pensó. Percibió a continuación el ruido de la mochila de un inodoro al vaciarse, pero no le prestó mayor atención, concentrado en subir el cierre del pantalón. Un descuido inexplicable. La primera puñalada entró sobre la línea de la cintura, de abajo hacia arriba, a la altura del hígado. Fue como si lo quemaran con una plancha. Atinó a darse vuelta, confundido. La segunda estocada atravesó las costillas hasta tocarle el corazón. Sólo entonces comprendió que lo atacaban, cuando con un manotazo logró desviar un tercer estiletazo que le cortó dos dedos. Alcanzó a decir “No”, y algo parecido a un insulto. Una cuarta e innecesaria puñalada entró y salió limpia del estómago del gigante como un cuchillo de mesa en un flan. El Gitano cayó hacia adelante y quedó estampado en su propia sangre. Una postal asquerosa. Got limpió la hoja del cuchillo en la camisa del muerto y salió del baño.
Ajenos al destino del Gitano, el único mozo del bar se aburría mirando en la tele la repetición de un partido de River. La Mumi se limaba las uñas con una dedicación conmovedora.
“La suerte ayuda a los osados”, recitó Got, varias veces, como un mantra o un rezo laico. Lo dijo en español, en hebreo y también en alemán mientras caminaba en busca de su auto.