Por precaución, el doctor Márquez eligió la medianoche de un día de semana para su última visita al ingeniero Bauer. Quería despedirse personalmente. Todavía faltaba un trazo para completar el triángulo pactado, pero no estaba inquieto. Las piezas del puzzle encajarían como lo había planeado. Además, si quería ver a Bauer, debía hacerlo antes de que tomara estado público la última de las muertes. A partir de ese momento la atención de jueces y policías se volvería sobre el empresario.
El acoso policial y mediático sería muy intenso. Pero tampoco eso lo preocupaba. Estaban preparados. Márquez era insospechable y Bauer contaba con coartadas comprobables. Estaba en Mendoza en un seminario sobre seguridad cuando mataron al Gitano, y en Río de Janeiro, de vacaciones, el día que limpiaron a Hugo. Patricio engrosaría la lista de suicidios dudosos en prisión. Nada lo relacionaba con esas muertes ni con los ejecutores. Sólo tendría que soportar la presión. El inmenso prestigio de Bauer y su lugar de víctima de la delincuencia harían el resto. A lo sumo lo tendrían detenido unos días.
Cuando Márquez se lo dijo, el empresario ni se inmutó: estaba dispuesto a todo. Por otro lado, en su fuero íntimo, el abogado estaba convencido de que no lo someterían a proceso ni aun si supieran que era responsable de las muertes. ¿Quién iba a preocuparse por la vida de unos asesinos? Pero esto no lo dijo. Ahora estaba allí para cerrar la operación y, de paso, cruzar espadas con el empresario por última vez.
—Tengo que aceptar que esta intervención fue una experiencia fascinante: ayudé a un hombre culto y civilizado a aplicar la Ley del Talión.
El abogado creía saber dónde pegar, y estaba decidido a disfrutar la charla. Su interlocutor no acusó el impacto de la chicana, lanzada inmediatamente después de los saludos. Estaban en la misma sala en la cual seis meses antes habían acordado el trato que los uniría para siempre en el silencio. Pero, a diferencia de aquel día, Bauer se mostraba sereno y distendido. Tal vez porque todo estaba a punto de terminar.
Sólo se quejó por el horario que Márquez había fijado para el encuentro. Las visitas del abogado a la casa quedaban cubiertas tras la fachada de un pedido de asesoramiento legal destinado a preparar la eventual apelación contra las libertades provisionales dispuestas por la Cámara para los asesinos de Alejandro.
—Me sorprende con esa afirmación —se defendió Bauer—. Usted es un hombre del Derecho, y sabe muy bien que esto no fue un simple “ojo por ojo”. Si hubiese aplicado la llamada justicia retributiva, tendría derecho a eliminar a los hijos de cada uno de los asesinos, y tal vez a todos sus familiares.
—Quizá no lo hizo porque los asesinos no tenían hijos. Salvo el Gitano, claro, aunque en camino de nacer. Y, por lo que me enteré, se encargó de dejarle un regalo para toda la vida a su madre. Ahora convengamos en que la organización del castigo fue en esa dirección —insistió Márquez.
—No sea impertinente. Eso es falso. Le sugiero que tenga cuidado con lo que dice.
El abogado observó la copa de coñac que acababa de servirle su interlocutor. Luego hizo una mueca que sólo un observador desprevenido podría confundir con una sonrisa, y recién entonces habló:
—Tranquilo, señor Bauer. Tenga presente que en esta historia yo soy el lobo, y que el oficio del lobo es morder, no cuidarse…
—Nunca olvido quién es usted. Y en cuanto al castigo que me ayudó a dispensar, quiero puntualizar varias cuestiones. Cuando nació, la Ley del Talión urgía a la aplicación de penas equivalentes al daño producido. Usted debe saber mejor que yo que ese es el mandato de Dios en el Antiguo Testamento. Y también aceptará que, aunque cuestionada en la modernidad, esas normas primigenias permitieron poner límites a los castigos desproporcionados.
—“Si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.” Está en Éxodo 21:2325. Jehová era impiadoso y Moisés muy obediente. Pero eso no cambia mi opinión.
—Me gusta más la versión que se lee en Levítico: “Asimismo el hombre que hiere de muerte a cualquier persona, que sufra la muerte. El que hiere a algún animal ha de restituirlo, animal por animal. Y el que causare lesión en su prójimo, según hizo, así le sea hecho: rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente; según la lesión que haya hecho a otro, tal se hará a él. El que hiere algún animal ha de restituirlo; mas el que hiere de muerte a un hombre, que muera”. Y en Deuteronomio se sugiere: “Quitarás el mal de en medio de ti. Y los que quedaren oirán y temerán, y no volverán a hacer más una maldad semejante en medio de ti. Y no le compadecerás”.
Bauer terminó de enunciar las citas bíblicas con los párpados entornados, como si estuviese en trance. Después abrió los ojos y agregó: “Y yo no me compadezco”.
—Está muy claro que ambos carecemos de esa virtud. Ahora bien, aunque es cierto que la mayoría de los códigos antiguos, incluso los de la Edad Media, se basan en el concepto del castigo equivalente para evitar males mayores, su prolongación hasta hoy es un despropósito. Es ilegal y moralmente inaceptable.
—¿Usted me habla de moral? Creo que dice eso porque no conoce la dimensión del daño que me provocaron. Y algo más, doctor Márquez. ¿Sabe por qué creo que usted afirma eso? Porque de alguna manera comprende que podría estar en el lugar de los castigados…
—No se confunda conmigo. Yo fui verdugo y víctima al mismo tiempo. Pero quiero que le quede claro, siempre actúo en respuesta a mis necesidades. Nunca por rencor, nunca por venganza. No lo hice antes, no lo hago ahora. Ataco sólo por necesidad… y como dice el poeta, no hay nada más honesto que la necesidad.
Con un gesto, Bauer le pide silencio. Se levanta, camina hasta la biblioteca, baja un libro enorme, de lujosa encuadernación, lo abre y vuelve a exponer sus argumentos como si no lo hubiese escuchado:
—Hasta el célebre Código de Hammurabi sostiene el principio de reciprocidad en los castigos. La Ley 229 establecía, por ejemplo, que si un hombre construía una casa para otro, y no la hacía lo suficientemente sólida, y si la casa se derrumbaba y a consecuencia de ese derrumbe moría su propietario, el constructor también tenía que morir.
—Bauer, por favor, esa norma tiene casi cuatro mil años de antigüedad.
—Sí, y guarda una sabiduría igual de antigua. La Ley 230 va más allá. Dice además que “si el derrumbe provocó la muerte del hijo del propietario de la casa, se matará al hijo del arquitecto”.
—Si todos se aferraran a esa dinámica jurídica, la humanidad sería una carnicería.
—No comparto esa idea. En especial porque la humanidad es una carnicería desde el momento mismo de la creación. Y además porque está demostrado que en los países musulmanes en los que todavía se aplican normas de este tipo, la cantidad de crímenes y robos es mucho más baja que en el civilizado Occidente. Un ladrón que sabe que si lo atrapan le cortarán una mano, antes de robar lo piensa dos veces. Eso se lo aseguro.
—Ya que le interesa tanto la religión, sabrá que su visión no sólo es cuestionable desde el punto de vista jurídico. En el Sermón de la Montaña, el propio Jesús barre con cualquier idea de venganza…
—No me impresiona, doctor. ¿Usted me habría sugerido poner la otra mejilla? ¿Qué debería haber hecho, entregar a otro hijo para que lo maten? Sabe bien que importantes corrientes filosóficas sostienen que la venganza, y hasta la amenaza de venganza, son factores indispensables para avanzar hacia una sociedad justa y segura.
—Pero usted se dio el lujo de aplicar una forma privada de pena capital…
—Doctor, el sistema judicial es infinitamente más eficaz que cualquier privado para ejercer la venganza. Pasará mucho tiempo hasta que los hombres comprendan que no hay diferencia entre su principio de justicia y el principio de venganza.
Márquez disfrutaba la discusión. En ese estado de lucidez, en términos dialécticos, el empresario era un rival temible.
—Usted no puede generalizar como lo está haciendo. La venganza está prohibida en todas las sociedades modernas. En todo caso la “venganza” es estatal, y gradual, según el delito cometido. Y por otro lado, más allá de su satisfacción personal, es sabido que los ajusticiamientos no amedrentan a los delincuentes.
—No estoy de acuerdo —contraatacó Bauer—. La pena de muerte tiene una historia formidable. Se aplicó en la Edad Media para castigar desde robos hasta falsificaciones. Después cayó sobre traidores y herejes que se casaban con judíos.
—Sí, claro. Un espectáculo extraordinario: cabezas cortadas, linchamientos, ahorcados, cuerpos empalados o descuartizados y hervidos… Una sucesión de asesinatos planificados por el Estado que llega hasta nuestros días con la inyección letal. Todo muy reconfortante.
—No puede negar que en muchos momentos de la historia la pena de muerte fue muy popular. En los Estados Unidos, la democracia más poderosa del mundo, la adhesión a ese tipo de castigos supo llegar al ochenta por ciento de la población.
—Qué buen ejemplo, señor Bauer. En ese país hubo matanzas masivas en la conquista del Oeste, y hasta hace unas décadas el Ku Klux Klan quemaba a los negros en las calles. Cómo puede afirmar que disponer de la vida de una persona puede ayudar a frenar los crímenes. Es absurdo.
El empresario no parecía molesto con las réplicas del abogado. Todo lo contrario, contestaba relajado mientras repasaba libros y de vez en cuando anotaba palabras y frases en un cuaderno de tapas negras.
—Países como Inglaterra y Francia la aplicaron hasta mediados de la década del sesenta. Yo no le veo nada de malo. Y si el Estado lo hacía, cuando el Estado está ausente y permite la impunidad, por qué no puedo aplicarla yo, el directo damnificado.
—Porque, además de ser ilegal, viola los derechos humanos. Los países que nombró ya la abolieron. Pasó mucho tiempo, siglos, pero finalmente se convencieron de que la espera de la muerte y los métodos aplicados eran en sí mismos una forma de tortura. Y ni hablar de las equivocaciones irreparables…
Bauer lanzó una carcajada que interrumpió la argumentación de Márquez. Era la primera vez que el empresario se reía en su presencia.
—Bueno, en nuestro caso no existe margen de error.
Márquez no se dio por aludido y continuó:
—Pero dejemos el Derecho y volvamos a la religión. Todas las creencias monoteístas colocaron límites explícitos a las venganzas privadas. Usted sabe que de otra forma, como ocurría en Sicilia, en el Japón feudal, en el norte de Brasil o en Colombia, las peleas y
—Terminará dándome la razón. Así comenzamos esta charla. La Ley del Talión evita la desproporción de los castigos. Le diría más, es un remedio social indispensable.
—Lo único que me queda claro es que no lograré convencerlo. Le aseguro que tampoco es mi intención. Estaría conspirando contra mis propios intereses económicos. Sólo déjeme decirle que sus maneras no me gustan. Es apenas una observación de despedida. Pero reconozco que para mí fue una aventura tan interesante como redituable.
Márquez se puso de pie. Sin agregar palabra, Bauer abrió un cajón de su escritorio y le alcanzó un sobre de papel madera. Guardaba el número de la cuenta suiza en la que el empresario había depositado la suma convenida. El dinero había llegado allí luego de recorrer un sinuoso itinerario financiero, que incluyó, entre otros, a un banco de las Islas Caimán y una empresa colombiana. Una compleja ingeniería financiera destinada a encubrir el pago y diluir el origen de los fondos.
Luego Márquez inclinó la cabeza, un gesto que mezclaba reverencia con saludo, y salió de la habitación.
Ya no volvieron a hablar.
Durante las semanas posteriores, Márquez siguió por la prensa las alternativas de la investigación. Bauer fue citado a declarar como principal sospechoso de las muertes. Pasó detenido cinco días. Fue un escándalo nacional. Un obispo intercedió por él ante los medios de comunicación y ante el gobierno que, presuroso, se desentendió de la detención. Un grupo de legisladores denunció una persecución política. El fiscal, que en un principio había decidido acusarlo por homicidio, finalmente desistió por falta de pruebas. No contaba con ningún elemento que conectara al empresario con los misteriosos asesinos. Con el tiempo, una segunda hipótesis cobró fuerza. Se habló de una venganza entre bandas rivales. En dos meses, Bauer desapareció de la portada de los diarios y fue desvinculado definitivamente de la causa.