LEAH se frotaba con furia intentando deshacerse del olor de la noche pasada. A pesar del lujo del baño, del cielo azul y del sol, andaba de mal humor porque se había levantado y Theo no estaba. Si de verdad la había echado de menos como decía, ¿por qué se había ido tan temprano? ¿O solo había echado de menos el sexo con ella?
Pero no le había pedido nada después de que ella hubiera alcanzado el éxtasis, aunque también podía verlo como que había demostrado el poder que tenía sobre ella y nada más. Se había despertado, aún medio vestida, ni siquiera metida en la cama, sino cubierta por una manta ligera con la que él debía haberla tapado.
Se vistió y miró de nuevo por la ventana. La vista era increíble. Había una maravillosa piscina con casitas de invitados a ambos lados y, más allá, el mar se extendía kilómetros y kilómetros, el mar más azul que había visto nunca.
Theo y Angelica estaban sentados a una mesa en la terraza. Theo llevaba pantalones y camisa blanca remangada, mientras que ella lucía otro maravilloso vestido veraniego y un peinado y un maquillaje perfectos. Estaba claro que se sentía cómoda con el hecho de que hubiera personal que se ocupase de servir el desayuno, y no mostraba inseguridad alguna, sabiendo en todo momento qué decir y cómo decirlo.
Quedaban bien juntos. Ella no tenía absolutamente nada en común con aquella mujer. Ni era griega, ni hermosa, ni pertenecía a la alta sociedad. Ella no era más que una don nadie embarazada, sin cualificación y sin logro alguno que anotar en su cuenta. Sus vaqueros negros y sus camisetas eran demasiado viejos, sueltos e informales. Es decir, que no encajaban en aquella escena. Ni su ropa, ni ella. No quería sentarse con ellos.
Pero tenía que sobreponerse. Theo le había dado la mano y la había presentado como su prometida. Si decidía no bajar, ¿no sería ella misma la que se condenaba a la invisibilidad otra vez? Y llevaba tanto tiempo queriendo escapar del papel de felpudo… tenía que hacerlo bien por su bebé. Aquello tenía que funcionar.
Cuando llegó a la planta baja, Angelica se disponía a marcharse.
–Ha sido fascinante conocerte, Leah –se despidió–. Seguro que volveremos a vernos.
A pesar de su despedida cortés, Angelica no podía disimular su curiosidad. No obstante, Leah se resistió al impulso de taparse la tripa, dio media vuelta y se dirigió a la terraza. Estaba preparada para conocer a su familia.
Theo vio cómo el coche de Angelica se alejaba. No tardaría en hablarle a todo el mundo de la mujer que había traído consigo. Su instinto le decía que tenía que proteger a Leah, pero antes tenía que enfrentarse a Dimitri.
–Háblame de ella –le dijo su abuelo cuando entró en su estudio.
Pensó en el modo en que cuidaba de su amiga, de su hermano, de los residentes en su trabajo.
–Es una mujer muy bondadosa –dijo, pero se preparó. No quería andarse con rodeos–. Está embarazada.
Dimitir ni pestañeó.
–Harás que se sienta bienvenida –añadió–. Soy responsable de ella.
Lo que no se esperaba, ocurrió: los ojos de Dimitri se llenaron de lágrimas.
–¿Va a tener un hijo tuyo?
–Sí.
Aun le costaba admitirlo en voz alta, y no estaba preparado para la reacción que iba a presenciar.
–No pensaba que… –respiró hondo–. Bien, Theo.
¿Bien?
–Va a tener a mi bisnieto –declaró, el orgullo iluminando sus facciones.
–O bisnieta –se arriesgó a pinchar a su abuelo, a pesar de que todavía le costaba imaginarse a un bebé de verdad.
–Maravilloso –sonrió de oreja a oreja–. Entonces, ve a cuidar de ella.
¿No más preguntas? ¿No quería saber nada más? ¿Nada de juicios de valor? No se lo podía creer…
Tenía la sensación de estar patinando en el hielo más fino, y con un movimiento erróneo, se resquebrajaría y se vería arrastrado a sus gélidas aguas. Pero si era capaz de cuidar sus pasos, todos podían mantenerse a salvo.
Estaba de pie junto a la piscina. ¿Cómo era posible que una silueta tan delgada pudiera resultar tan perturbadora, tan tentadora?
–¿Qué tal has dormido? –le preguntó, aunque era obvio por su expresión y su palidez que no había descansado lo suficiente. Y por culpa suya.
–Muy bien, gracias –e irguiéndose, añadió–: ya sé que solo pretendías que me relajase –respiró hondo–. Gracias. Ha sido muy considerado por tu parte pero, a partir de ahora, con un vaso de leche caliente bastará.
¿Un vaso de leche? No podía estar hablando en serio. ¿Que quería ayudarla a relajarse? Pero si no había habido un solo pensamiento antes…
Tanta frialdad… le dieron ganas de poner en entredicho aquella mentira. De volver a tocarla. Qué poco control tenía sobre sí mismo… lo único que quería era volver a acercarse y desatar aquel calor. Pero se contuvo. Tenía que ir a la oficina de Atenas y enterrarse en el trabajo que no había hecho estando en Londres. Tenía que volver a centrarse y seguir adelante. Cuando dudes, esfuérzate más.
–Tengo que ir a la oficina –dijo antes de que pudiera cambiar de opinión.
–¿Hoy?
–Me quedé un día más en Londres y tengo que ponerme al día.
–¿Tanto retraso has acumulado por un día?
–Volveré para cenar.
Necesitaba distancia. Ella ya estaba pagando un precio demasiado alto por su comportamiento irreflexivo, y no podía confiar en que no volviera a repetirse.
–¿Y qué quieres que haga mientras tú no estás?
–Descansar, Leah. Lo necesitas.
Cuando se casaran, la llevaría a la isla y allí le demostraría que su vida no iba a ser un completo desastre.
–¿Lo necesito?
Hubo solo una mínima provocación en sus suaves palabras, pero no pudo contenerse y pasar por alto la ocasión de responderle.
–Anda, tómate ese vaso de leche caliente y relájate.
Leah entró a grandes zancadas en la mansión. ¿Cómo narices se iba a relajar? ¿Qué iba a hacer con todo aquel tiempo? Solo conocía a Theo, y apenas nada. Su abuelo no había hecho acto de presencia desde la noche pasada, no había medio de transporte, y no tenía dinero. Podía nadar en la piscina, pero tampoco tenía bañador, y bañarse desnuda no le parecía buena idea. Es más, quizás Theo había tenido razón en lo de que su colección de vaqueros no iba a bastar. Necesitaba la ropa apropiada para mezclarse con las Angelicas de Atenas. Pero vestidos, no. A ella no le gustaban los vestidos.
Podía comer de los platos con aperitivos que aparecían por todas partes, pero estaba demasiado nerviosa para tener apetito. Podía dormir en aquel maravilloso dormitorio. También había descubierto una biblioteca, un cine privado y un salón de baile, muy hermoso pero vacío. Era una casa enorme para una gran familia y debería sentirse de maravilla en ella, pero la dejó atrás y tomó un camino que partía del jardín y que imaginó conducía a la playa. En un abrir y cerrar de ojos, un guardia de seguridad se materializó delante de ella.
–Si quiere dar un paseo por la playa, la acompaño –dijo con un acento muy marcado.
–Oh, no, gracias –dijo, y dio un paso atrás–. Siento haberle molestado.
Él no le devolvió la sonrisa.
–Estoy aquí para garantizar su seguridad.
–Ah, bien. Gracias.
Dio la vuelta y volvió dentro de la casa. Así que había límites en aquel mundo… era raro no poder ir y venir como quisiera. Mejor dedicarse a tejer. Resultaba ridículo trabajar con lana en un clima tan cálido, pero siempre la relajaba, y lo necesitaba.
Tomó el corredor que conducía a sus habitaciones y se detuvo ante los retratos que colgaban de la pared. Había uno de la boda de Dimitri, otro de su esposa sola, algo mayor. A su lado, otro de un joven que debía ser el padre de Theo con unos quince años. No había retrato de su boda y, de su madre, ni rastro. Más allá había otro de Dimitri y Theo juntos. Theo debía rondar los dieciocho, ambos vestían de traje y posaban con mucha formalidad. Nada de sonrisas, ni de abrazos. Estaban separados, cada uno a un lado de una mesa grande. Parecía una oficina. ¿Sería el primer día de trabajo de Theo? ¿Lo habrían educado desde el principio para ser la cabeza visible del imperio familiar? ¿Y su padre? Porque no había otra foto similar a aquella con su padre, y eso despertó su curiosidad. Theo no había mencionado a su madre cuando le explicó brevemente por qué se había ido a vivir con Dimitri.
Sacó su bolsa de tejer y con ella se fue a acomodar junto a la piscina, deseosa de perderse en la bendición que era la repetición de punto tras punto. Pero poco a poco, e inexorablemente, los nervios volvieron. ¿Cuándo regresaría? Tenían que seguir hablando. No podía pasarse los días así.
Theo la llamó a última hora de la tarde.
–No llegaré hasta después de la hora de la cena –le dijo en cuanto descolgó el teléfono–. No me esperes levantada.
El modo en que le había hecho llegar aquel sucinto mensaje le heló la sangre.
La tarde avanzó lenta y dolorosamente. Vio a Dimitri en la distancia, pero no se acercó a ella y Leah se sentía demasiado intimidada para enfrentarse a la desilusión o el juicio de otra persona, así que le preguntó al ama de llaves si podía cenar en su dormitorio. Por supuesto, no fue ningún problema.
Encendió la televisión por puro aburrimiento y fue saltando de canal en canal, deteniéndose en el que debía ser de noticias locales. Estaban mostrando imágenes en directo de un lugar en la costa. Intrigada, se quedó observando un momento. Parecía que se había reunido allí la crema de la sociedad ateniense… todas las Angelicas imaginables. Pero de pronto, clavó la mirada en la pantalla. ¿Era Theo?
Pestañeó. Lo era. Reconocería su figura a cualquier distancia. Iba vestido con chaqueta de etiqueta y pajarita blanca, y había mujeres a su alrededor. ¿Eso era trabajar? ¿Beber champán en algún club de moda?
Decidió no llamarlo, y esperar a su regreso, pero se quedó dormida. A la mañana siguiente, esperaba verlo en el desayuno, pero ni rastro. Fue el ama de llaves quien le informó con aire ligeramente confundido que ya se había ido a trabajar. Su corazón parecía a punto de explotar por semejante falta de consideración, de contacto. ¿Así iba a ser siempre? ¿Cómo podía pasar de mostrarse preocupado y cortés a, simplemente, desaparecer?
Cuando por fin volvió, después de cenar, su resentimiento se había transformado en furia y se escondió en el dormitorio para que nadie pudiese presenciar su encuentro.
Le oyó subir la escalera. Había dejado la puerta entreabierta. Él la empujó suavemente.
–Por fin apareces–dijo con acritud, y despreciándose a sí misma por ser incapaz de contenerse.
–Ayer te dije que tendría que trabajar hasta tarde –contestó, apoyado en la jamba de la puerta–. Se me hizo tan tarde que me pareció mejor quedarme en el centro.
–Tú te piensas que soy idiota, ¿verdad?
–¿Por qué dices eso?
–Anoche no estabas trabajando, sino en una fiesta.
–No era una fiesta, sino el lanzamiento de un nuevo yate.
En realidad, la estaba evitando. Llevaba días haciéndolo.
–¿Así van a ser las cosas? ¿Me vas a mentir por omisión o con semántica? ¿Me vas a tratar como tratas a tu abuelo, con medias verdades para crearte la ilusión de que lo haces feliz así?
Theo entró y cerró la puerta.
–No te estoy mintiendo. Nunca lo he hecho –contestó, acercándose.
–No. Lo que planeas es alejarme de ti para poder fingir que no existo –se levantó y se parapetó detrás de un sillón–. Por eso no me involucras en la vida que llevas aquí. Podrías encerrarme en el ático, ya que te pones.
–Leah…
–No me trates con condescendencia o actúes como si pretendieras protegerme. ¿Por qué no me dices simplemente la verdad?
–Estaba trabajando. Soy el director general de uno de los bancos privados más grandes del mundo que tiene compañías subsidiarias en varios sectores de la industria, y el patrocinio y la creación de redes forman parte de mi trabajo. Somos poderosos y es necesario que contribuyamos a la sociedad, así que forma parte de mi trabajo mantener el perfil y la reputación a un determinado nivel. Desarrollas la voluntad y la confianza de los inversores y los clientes.
–¿Y por eso no me querías allí? ¿Porque yo no voy a mantener tu reputación, la de tu familia o la de tu precioso negocio?
–¿De verdad te gustaría asistir? –preguntó, sorprendido–. Aún no estás en condiciones de salir. Estás agotada, no hablas el idioma, ni…
–Ni encajo en el papel, ¿no?
–Ni tienes el conocimiento necesario para enfrentarte a esas personas «aún». Danos tiempo, Leah –concluyó, poniendo los brazos en jarras.
–Eres tú el que no nos da tiempo, Theo. Utilizas el trabajo para evitarme, a mí y a tu abuelo. Puede que no sea capaz de cerrar negocios de miles de millones de dólares, pero para asistir a una fiesta no es necesario tener un máster en ingeniería aeroespacial. No es difícil hablar con la gente, pero para ti, parece que sí que lo es. ¿Por qué no me lo preguntaste?
–Quizás debería haberlo hecho.
–¿Quizás? Tú solo quieres esconderme en tu isla prisión.
–No es una prisión.
–No quieres que me vean, pero estoy acostumbrada a que la gente me mire y me juzgue, y soy perfectamente capaz de ignorarlos.
Theo frunció el ceño.
–¿Qué es lo que crees que ven?
No quería pensar en eso en aquel momento.
–No me importa lo que vean o piensen, y tampoco estoy dispuesta a que me mantengas escondida como si te avergonzaras de mí. No pienso permitir que el hombre con el que voy a casarme me haga algo así.
–¿De verdad es eso lo que crees que he estado haciendo? –respiró hondo–. Leah, mientras estemos casados, jamás te humillaré ni te engañaré. Te seré fiel.
Quería más que integridad. Mucho más. Tanto, que no se atrevía a pensarlo.
–¿Cuántas propiedades tienes? –le preguntó, desesperada.
–¿Eso importa?
–¿Dónde están? Tiene que haber un destino que me vaya mejor. ¿París? ¿Nueva York? Me gustaría vivir en Manhattan.
–Estarás a treinta minutos de distancia en avión de donde yo esté –sentenció.
–¿Treinta minutos?
–Solo quiero protegeros, a ti y al niño.
–¿Protegernos de qué? ¿Qué hay tan horrible en Atenas que te obligue a mantenernos encerrados en esta cárcel?
–Solo quiero que tengas la intimidad y el espacio necesario para ser feliz –replicó, cruzando los brazos.
–Lo que quieres decir es que eres tú el que quiere intimidad y espacio lejos de nosotros. Te pasarás los fines de semana, interpretarás el papel de tipo divertido y te largarás.
–¿El papel de tipo divertido? Esto no va a ir así. Dimitri tiene que creer que somos felices. Mientras viva, tú y yo seremos felices.
–Tu abuelo no es estúpido. Si vivimos separados la mayor parte del tiempo, sospechará que no lo somos.
–Pero si estamos juntos todo el tiempo, se dará cuenta a la primera de cambio. Es imposible mantener una fachada de felicidad constantemente.
¿Una fachada de felicidad? ¿Tan imposible era que llegaran a ser felices de verdad?
–Te visitaré los fines de semana, pero dispondremos de espacio e intimidad, y no tendremos que actuar delante de mi abuelo. Podrás descansar.
–¿Y si yo no quiero descansar? –explotó. ¿También había sido una farsa el modo en que la tocó la otra noche? ¿Actuaba también al decirle que la había echado de menos?–. A lo mejor quiero vivir la vida.
–Y lo harás –contestó y suspiró–. No pretendo esconderte. No era mi intención. Tú quieres más de mí.
–Quiero comunicación. Quiero poder interactuar contigo.
–Está bien –claudicó, pero no solo con las palabras, sino que se acercó a ella como si ya no pudiera resistirse más y le acarició la mejilla–. Leah…
Incapaz de oponerse, apoyó la cara en su palma.
–No utilices mi debilidad para distraerme.
–¿Tu debilidad?
–No me refería a esto al decirte que quiero más de ti.
–¿De verdad crees que eres solo tú la que quiere… esto? Es que no puedo ser la clase de marido que deberías tener –razonó con la voz ahogada.
–¿Por qué piensas eso?
Una ausencia total de expresión enmascaró sus pensamientos. Se estaba librando una batalla dolorosa en su interior.
–Eres un hombre bueno, Theo. Sé que me apoyarás. Me has dicho que me serás fiel y estoy convencida de que será así. ¿Qué más crees que tiene que hacer un esposo?
Estaba tan rígido que temió su respuesta.
–No puedo amarte, Leah.
Ella se quedó inmóvil.
–No puedo amar a nadie –aclaró.
–Quieres a tu abuelo –susurró. Lo había visto. Casi todo lo que hacía tenía que ver con él.
–Estoy en deuda con él –la corrigió, y dio un paso atrás–. Lo siento, Leah.