AL DÍA siguiente, volvía de desayunar en soledad, y se detuvo en la puerta de su habitación. El ama de llaves estaba allí, doblando cuidadosamente su jersey.
–Gracias –dijo Leah, a pesar de que el gesto de la mujer no era demasiado agradable–. No nos han presentado debidamente… me llamo Leah.
En realidad no le habían presentado a nadie.
–Amalia.
Leah le ofreció una sonrisa y vio que miraba el remate de su jersey.
–¿Le gusta tejer, Amalia?
Su expresión se suavizó.
–Hago encaje.
–Encaje… me encantaría poder ver cómo lo hace en alguna ocasión.
No estaba segura de si hablar así estaba bien.
Pero entonces Amalia sonrió y señaló su jersey.
–¿Lo ha hecho usted?
–Sí. Me encanta tejer. Me relaja. Aunque me temo que aquí no me va a servir de mucho. Hace calor.
–En invierno la temperatura baja bastante –le informó la mujer con otra sonrisa.
–¿Sí?
–Incluso nieva en Atenas.
–¿Ah, sí? –animada, se le ocurrió decirle otra cosa–. La verdad es que tengo que comprarme algo de ropa –dijo. Tenía que encajar en su papel, esforzarse por abrazar el país y la cultura en el que iba a nacer su hijo–. ¿Podría ayudarme? ¿Le parecería bien venir conmigo?
–¿De compras? –se sorprendió.
–Sí. Es que no tengo ni idea de dónde ir.
O de qué comprarse.
–¡Por supuesto! –volvió a sonreír.
–¡Gracias, Amalia! Y necesito un vestido de novia.
–¿No le gustaría hacérselo? Podría tejer con seda –sugirió.
–Me encantaría –contestó, sonriendo también. De hecho llevaba un tiempo trabajando en un dibujo. Le encantaría poder llevar un diseño propio–, pero es que no me da tiempo.
–¿Y si la ayudo? Tengo encaje…
–¿Lo haría? –preguntó, sorprendida.
Amalia se irguió.
–Va a casarse con Theodoros.
Claro. Theo… el hombre que trabajaba duro, que era un buen nieto y un buen jefe. Quizás Amalia y el resto del personal solo desconfiaban de si ella era lo bastante buena para él. Igual pretendían protegerlo. ¿Por qué?
–¿Lo conoce bien?
–Llevo años trabajando para Dimitri. Y mi esposo también –y con una sonrisa, añadió–: incluso mis hijos, antes de irse fuera a estudiar.
–Entonces, estaban ustedes aquí cuando Theo llegó.
–Sí –respondió, estudiándola. Seguro que se imaginaba que había un millón de preguntas que desearía hacerle–. Cuando llegó estaba siempre muy callado.
Leah contuvo el aliento. No quería interrumpirla y que dejara su relato. ¿Por qué estaría tan callado? ¿Tendría miedo?
–Claro que hablaba poco griego, pero estudiaba mucho. Siempre ha sido muy trabajador.
¿Siempre? ¿Nunca se había metido en algún lío como la mayoría de adolescentes? ¿Nunca se había rebelado?
«Estoy en deuda con mi abuelo».
¿Es que no era lo lógico que un abuelo cuidase de su nieto cuando los padres desaparecían? ¿Qué habría sido de su madre?
–Le pediré al chófer que prepare el coche si quiere ir de compras ahora –sugirió Amalia, interrumpiendo sus disquisiciones–. ¿Diez minutos?
–Perfecto. Gracias.
Leah se preparó contenta, pero cuando poco después bajó las escaleras, Dimitri estaba sentado en el salón.
–Amalia la va a llevar de compras –dijo sin más preámbulo.
–Sí.
Sin pensar en lo que hacía, empujada por la costumbre, fue a colocarle el cojín que tenía detrás de la espalda y que se estaba cayendo.
–¿Quiere gastar dinero? –le preguntó cuando hubo vuelto donde estaba.
–Sí –contestó con una sonrisa, esforzándose por no sentir miedo. Era su primera conversación, y estaba cuestionando abiertamente sus motivos. No podía culparle porque no confiara en ella aún.
–Necesito algo adecuado para cuando Theo me presente en su entorno de trabajo. No quiero dejarlo mal.
Era la verdad, pero la actitud de Dimitri no cambió, y Leah se vio obligada a hacer la pregunta que la sinceridad le obligaba a formular:
–¿Piensa usted que voy tras su dinero?
–¿Y no es así?
Qué bien. Qué bueno había sido el trabajo de Theo convenciendo a su abuelo de que lo suyo era amor.
–No –contestó con firmeza–. Estoy aquí porque él insistió en que viniera –declaró, y se sentó frente a él en una silla–. No conozco Atenas. Es la primera vez que vengo a Grecia, y siento que mi llegada haya sido una sorpresa para usted, pero creo que los dos queremos lo mejor para Theo. Voy a tener un hijo suyo, y desde luego quiero lo mejor para mi hijo, pero si quiere que le sea sincera, necesito un poco de ayuda.
Su expresión, por fin, se suavizó.
–No hablo ni una palabra de griego –confesó–. ¿Cree que Amalia podría ayudarme a encontrar un profesor?
–¿Quiere aprender griego?
–Claro, pero puede que tarde un tiempo en conseguirlo –añadió, con una risilla–. No soy muy académica.
–Yo la ayudaré.
–¿De verdad? ¡Gracias!
–Gracias. Efharisto –tradujo, y aguardó, expectante.
–¿Quiere decir que me enseñará usted mismo? –se sorprendió.
–Gracias. Efharisto –repitió.
–¿Efharisto?
–Sí. Ne –dio una palmada para llamar a Amalia–. Ven, Amalia. Vas a hablar con ella solo en griego. Griego todo el rato.
–Ne, Dimitri –contestó sonriendo y, con un gesto, indicó a Leah que la siguiera.
Menos mal que Amalia no siguió las instrucciones de Dimitri mientras estuvieron de compras, pero lo malo fue que Amalia dijo que sí a todo cuanto se probó en las mejores boutiques de Atenas. Era una mujer dulce y atenta, pero su ayuda no le estaba sirviendo de mucho.
Theo decía que se escondía detrás de su ropa y quizás tenía razón. Siempre intentaba no llamar la atención por su estatura y su delgadez, pero quizás había llegado el momento de disfrutar de todos los colores que tanto le gustaban. Y no solo el rojo de sus braguitas…
Y no solo para él. Para ella misma, también.
Tres horas de maratón de compras, su teléfono sonó.
–¿Quieres acompañarme a una exposición esta noche?
Era Theo.
–¿Perdón?
–Un chófer te recogerá a las siete –hizo una pausa–. Si quieres venir, quiero decir. Estoy intentando pedírtelo, no ordenártelo –percibió su sonrisa en la voz.
–De acuerdo –accedió con el corazón acelerado. Una frágil burbuja creció en su interior. Si era capaz de aquello, quizás lograría abrirse algo más. Incluso podía ser que desarrollara sentimientos más hondos. Se estremeció. Mejor ir paso a paso.
–Yo tendré reuniones hasta tarde y me cambiaré en la oficina –dijo.
Leah miró un tejido de seda que colgaba en una percha.
–Yo no llevo vestidos, Theo.
–Yo tampoco –contestó, y rieron los dos–. ¿Estarás preparada?
–Sí.
Horas más tarde, iba disfrutando de las imágenes de Atenas que pasaban frente a su ventanilla. Theo la estaba esperando delante de la galería. Estaba increíble con su esmoquin negro, tanto que tuvo que respirar hondo para calmar los nervios. Él la miró en silencio.
–Tenemos que…
No terminó la frase porque tuvo que aclararse la garganta.
–¿Qué?
–Que entrar.
–Creo que soy capaz de hacerlo –se rio–. ¿Y tú?
Volvió a carraspear.
–¿Rojo pasión, Leah?
–¿Está bien?
–No necesitas mi aprobación.
–Pero puede que me gustara recibirla.
Theo tomó su mano.
–No es mi aprobación lo que tienes, Leah, sino algo más. Algo más crudo. Algo que no puedo negar. Algo que no puedo apagar –respiró hondo–. ¿Quién te ha maquillado?
–Yo.
–Tienes talento.
–No dejé que mi madre me prohibiera todo lo que me gustaba. Le guardé algunos secretos.
–¿Qué más secretos guardas?
Se encogió de hombros sin dejar de sonreír.
–Me alegro de que ahora ya no lo tengas que hacer en secreto. Me alegro de que dejes que el mundo te vea.
–Y me están viendo –respondió con una mueca nerviosa–. Nos están mirando fijamente.
Theo le guiñó un ojo.
–¿Y qué te hace pensar que te miran a ti? Soy yo quien les interesa.
–Tienes razón. Buen punto.
–No. Te están mirando a ti porque estás increíble.
Una ola de calor le recorrió el cuerpo y él le ciñó la cintura y la apretó contra su costado.
–¿Qué haces?
–Tú eras la que quería que te tratara como si fueras mi prometida –contestó, y la besó en la mejilla–. Así es como yo lo hago. Estaré a tu lado y te besaré con frecuencia.
–¡De eso, nada! Tu abuelo no lo aprobaría.
–¿Es que piensas que soy demasiado estirado para dar muestras de afecto?
–Creo que eres muy consciente de tu puesto y que modificas tu comportamiento dependiendo de quién esté a tu alrededor.
–¿Acaso no lo hace todo el mundo? ¿No es eso tener buenos modales? –se rio.
–La gente sigue haciendo lo que quiere. Se ponen ellos mismos por delante, pero no sé qué haces tú.
–Eso ya lo he hecho contigo. ¿Quieres que anteponga mis deseos sin importarme un comino quien esté mirando, ni las consecuencias?
–¿Puedes hacerlo?
Con una mano en su nuca, tiró de ella para acercarla y la besó lentamente. Cuando por fin se separó de sus labios, ella estaba atónita.
–Es culpa tuya. Me has desafiado.
–¡De eso nada! Esto formaba parte de tu plan de relaciones públicas. No me estabas tomando en serio.
–Si hiciera de verdad lo que deseo hacer ahora mismo, nos detendrían.
Y sintió la rigidez de su miembro en el vientre.
–Y ahora tenemos un problema –añadió él, acalorado–. Necesito que te quedes donde estás para ocultar a toda esta gente lo que me está pasando, pero como te quedes aquí, mi «problemilla» no se va a solucionar.
–¿Problemilla?
–Es bueno que lleves pantalones porque, si fuera falda, ya te la habría levantado para doblarte sobre ese piano de ahí.
Ella contuvo el aliento y él sonrió.
–¿Demasiado sincero? Perdona, pero es que te deseo demasiado.
–¿Theo Savas?
Un hombre los interrumpió hablando en voz alta y la expresión de Theo volvió a ser reservada.
–No puedes volver a Atenas y permanecer escondido en un rincón toda la noche –declaró, y miró a Leah de arriba abajo–. ¿Y tú eres?
–Leah Turner, mi prometida –respondió Theo.
–Entonces, ¿esos absurdos rumores son ciertos?
–No tienen nada de absurdos –replicó con frialdad.
Haciendo gala de bastante mala educación, el hombre pasó a hablar en griego, pero Leah se alegró de no tener que seguir escuchando. Se separó de Theo y, se acercó al cuadro más próximo.
En cuanto lo hizo, una mujer vestida con ropa de diseño se le acercó.
–Eres Leah, ¿verdad? La prometida de Theo Savas.
–Correcto –sonrió–. ¿Y tú eres?
–Phoebe, una amiga de Theo. Nos ha encantado, y también intrigado, que hayas podido venir. No sabemos nada de ti.
Leah se sonrió de nuevo ante su franqueza.
–¿Qué queríais saber?
–¡Todo! ¿Dónde os conocisteis?
–En Londres hace unos meses. Ha sido todo un torbellino.
–No voy a decir que no nos haya sorprendido. Nunca imaginé que acabaría sentando la cabeza, al menos tan pronto.
Leah decidió seguir el consejo de Theo: se encogió de hombros y no contestó. A veces era mejor guardar silencio.
–¿Querrás comer conmigo algún día? –la invitó.
–Me encantaría, gracias –respondió, aunque era consciente de que solo pretendía sacarle más información, pero también sabía que el modo de acallar a la gente era hablando con ella–. Es importante para mí conocer el mundo de Theo aquí, en Atenas, y me gustaría conocer más de la ciudad. ¿Cuáles son tus lugares favoritos?
Una vez se hubo deshecho de aquel conocido del mundo de la banca, Theo decidió quedarse algo alejado para poder observarla, y qué demonios, para poder poner su libido bajo control. Y es que los pantalones negros que llevaba no se parecían nada a los vaqueros sueltos de siempre. Eran negros, de seda y ceñidos, muy bajos de talle, lo que realzaba sus largas piernas. Su blusa roja era casi transparente en la espalda, con lo que dejaba al descubierto la piel hasta más abajo de la cintura. Le pequeña tripita que tenía no se notaba, de lo cual se alegraba porque aún se estaba haciendo a la idea.
Se había recogido el pelo en un moño en la base del cuello, se había aplicado un ligero maquillaje que hacía que sus ojos parecieran más grandes, más brillantes, y un golpe de carmín rojo hacía que su boca resultara irresistible.
¿Qué otros secretos guardaría, qué otros actos desafiantes estaría planeando acometer? Ella era la mujer que había tirado la cautela por la ventana para estar con él aquella noche. Qué privilegio le había regalado. La gente la miraba. Era tan alta, tan impactante, tan sexy… no pudo evitar acercarse de nuevo, guiado por aquella necesidad de proteger que sabía que a ella no le gustaba ni necesitaba, dada la aparente facilidad con la que estaba hablando con Phoebe Mikos. Pero él sí que lo necesitaba. Se acercó a ella y escuchó. La verdad era que la mayoría de preguntas las hacía ella. Quería saber qué lugares ver, qué cosas hacer, aprovechando intuitivamente el orgullo que la mayoría de aquellas personas sentían por su ciudad, todo ello con un encanto que hacía que todo aquel que estuviera a su alrededor sonriera.
–¿Te importa si nos marchamos ya, Leah? –le preguntó al fin.
Cuando se volvió a mirarlo, vio alivio en sus ojos, y sin llamar la atención salieron de la sala.
–¿Has disfrutado? –le preguntó, una vez hubo dado instrucciones al conductor de que los llevara a la villa de Atenas.
–No ha estado mal. Tus amigos no intimidan tanto.
–No todos son amigos –dijo, sin poder evitar avisárselo.
–¿Competencia? ¿Rivales? ¿Amenazas? Ninguno podría hacerte daño.
–¿Ah, no? ¿De verdad crees que no siento nada? –preguntó, aun cuando había estado intentando convencerse a sí mismo de que era así–. ¿Crees que no soy humano?
Era una estupidez hacerle esa pregunta. Él mismo había sido quien le había dicho que no era capaz de amar, y era cierto. ¿O no?
Leah se volvió. Sus ojos eran como dos estanques profundos en los que quería sumergirse.
–No. Sé que has sufrido. Simplemente desconozco por qué.
Su emoción penetró en sus defensas. No debía decir nada, pero cuando lo miraba así, estaba perdido.
–Podrían hacerte daño.
–Entonces, ¿soy yo quien te preocupa? Puedo hacer que no me afecte en absoluto –le dijo, y como él no contestaba, frunció el ceño–. ¿No me crees?
–Mi madre se esforzó por encajar aquí –le confió–. Como tú, ella tampoco era griega, sino norteamericana. Se conocieron en uno de los viajes de mi padre. No hablaba el idioma, ni yo tampoco antes de venir a vivir con Dimitri –a su padre no le parecía importante enseñárselo, y su madre estaba demasiado absorta en sus propios problemas que no se podía molestar en buscarle un profesor–. Mi padre no nos trajo a ninguno y, cuando por fin lo hizo, mi madre volvía a casa la mayoría de noches sin él.
Él tenía diez años cuando descubrió que su madre bebía sola a altas horas de la noche para ahogar la humillación y la soledad de tener que dejar a su marido rodeado de mujeres en las fiestas mientras ella volvía a casa sin él. Su madre le había gritado y ordenado que volviera a su habitación, pero él no pudo volver a meterse en la cama. ¿Cómo dormir cuando el sonido de los sollozos de su madre le llegaban a través de la puerta que no se había molestado en cerrar?
–Fueron muy desgraciados –resumió Leah–. ¿Lo sabía Dimitri?
–Dimitri perdió a su único hijo –declaró, con el corazón encerrado en el hielo que se había formado durante tanto tiempo–. Y culpó a mi madre de todo.