Capítulo 11

 

 

 

 

 

THEO ya se ha ido a trabajar –le dijo a Dimitri mientras le servía una taza de té en la terraza. Desde aquella conversación en la que le había pedido que la ayudara, Dimitri le había ido enseñando sus primeras frases en griego, y la semana había pasado con rapidez. Theo la había llevado de vuelta a la villa a primera hora y Amalia se había puesto manos a la obra para iniciar todos los preparativos. Había reclutado también a su prima y a su tía, porque iban muy escasos de tiempo.

Aquella mañana, el sol le calentaba a Leah la espalda mientras tejía aquella preciosa seda blanca. Amalia estaba también trabajando en su sección. Theo se había marchado hacía más de una hora.

–Trabaja demasiado –comentó Dimitri–. Puede que pase menos horas en la oficina ahora que viene un niño.

–Quizás –respondió Leah, aunque no albergaba demasiadas esperanzas en ese sentido.

–No es perfecto –dijo el anciano, que tenía una versión más azul de los ojos verdes de Theo.

–Nadie lo es –sonrió. ¿Dónde querría ir a parar?

–Fui demasiado duro con él –dijo, y bajó la cabeza–. No quería que se pareciera a su padre, pero Theo siempre fue distinto… –tosió–. Es leal, y se preocupa de verdad por los demás.

Leah lo miró, consciente de lo difícil que era para él decir algo así.

–Le quiere mucho, y no desea desilusionarle por nada del mundo.

–Lo sé. Por eso trabaja tan duro –dejó vagar la mirada más allá de la piscina–. Quizás, ahora que te tiene a ti, eso cambie.

Dimitri también había sido un adicto al trabajo, algo que a veces podía llegar a convertirse en una debilidad.

Sonrió para ocultar sus pensamientos.

–Theo y yo nos entendemos bien. Y nos respetamos.

–Pero no os queréis.

Leah se sonrojó. Respetaba a Theo, iba a serle fiel y se sentía atraída por él hasta la locura. Lo demás no podía ni siquiera considerarlo.

–Puede que eso esté bien –continuó Dimitri–. Casarse por idoneidad en lugar de por amor funciona mejor a largo plazo –asintió–. Es distinto a su padre.

Entonces ¿eso quería decir que su padre se había casado por amor, o por lo que en un momento dado creyó que lo era?

–¿Y de usted también? –se atrevió a preguntar–. ¿Se casó por amor?

–Empezó siendo un acuerdo y acabó siendo amor. Es lo que suele ocurrir.

–¿Un acuerdo que se transforma en amor?

–Es lo que os pasará a vosotros.

–¿Y no cree que pueda pasar al revés?

–No.

El amor salvaje, o la pasión salvaje, no podía durar, y sospechaba que Theo creía estar quemando la lujuria que palpitaba entre ellos para que lo suyo acabara siendo un acuerdo beneficioso para ambos. Pero para ella la intensidad no había disminuido, sino que estaba aumentando.

«Porque no es solo pasión».

Mejor no dar paso a semejante pensamiento. Sirvió dos vasos de zumo de naranja y le entregó uno a Dimitri. Lo que debía hacer era centrarse en terminar su vestido y en aprender griego.

 

 

Theo volvió todas las noches a la villa. Era incapaz de pasar una sola noche lejos de ella. Cuando se casaran recuperaría la normalidad, pero por el momento la tentación era extrema, y no podía resistirse. No podía dejar de tocarla pero, al mismo tiempo, también su incomodidad crecía. No era capaz de pensar con claridad, se distraía en el trabajo y se descubría pensando qué estaría haciendo. Era inaceptable.

Sabía que tenía que poner distancia.

Al llegar a la villa se fue directo a la terraza. A Leah le gustaba disfrutar allí de la puesta de sol. Oyó su risa al acercarse. Había más gente, y también reían.

Desde la puerta la vio sentada a la mesa, de espaldas a él. Amalia estaba con ella, y también Dimitri. Reían juntos. Estaba casi seguro de no haber visto nunca reír así a su abuelo. Estaban probando una selección de postres tradicionales.

–A Leah le gusta el limón –dijo Dimitri, dirigiéndose a él. Fue el primero en darse cuenta de su presencia–. Tiene buen gusto.

Leah sonrió y le dio las gracias en griego. ¿Desde cuándo se hablaban con tanta confianza? Parecía que compartieran una broma solo entre los dos…

Así que prefiere el limón a la miel, ¿eh? –bromeó él también, sentándose a la mesa.

La vio sonreír al abuelo y sintió que el apetito se le apagaba. No quería cenar, ni quería seguir allí sentado viéndolos reír. La quería para él solo, en su cama. Quería toda su atención centrada en él.

Pero… ¿qué narices era aquello? ¿Celos?

Él debería saber qué clase de dulces le gustaban. Él debería habérselos llevado. Su abuelo parecía saber más cosas sobre ella que él. Hasta su personal parecía conocerla mejor.

¿Y eso de quién era culpa?

Desde luego, la idea de la isla le había salido fatal. No había comprendido su necesidad de establecer lazos o de sentirse valorada y visible en su papel de prometida. Y ahora, tampoco le gustaba la idea de tenerla tan lejos.

No podía comprender por qué se había empeñado en complicarlo todo tanto. ¿Por qué de pronto quería cosas que nunca antes había deseado? Nunca había sentido el deseo de salir temprano del trabajo para llegar antes a casa.

Logró superar la cena oyéndolos hablar y reír, observando lo a gusto que parecía sentirse Leah charlando, bromeando, comentando. Era tarde ya cuando Amalia acompañó a Dimitri a su casa y por fin los dejaron solos.

–Has llegado antes esta noche –comentó ella.

Él asintió, incapaz de dejar de mirarla.

–¿Mañana por la mañana tienes que ir a trabajar?

–Sí –se recostó en la silla–. He pensado que así podría llenar el tiempo antes de la ceremonia.

–¿Y después? ¿También volverás a irte?

–No. Nos iremos de luna de miel.

¿A la isla prisión?

–Es una sorpresa –le adelantó, y tuvo que reconocer que estaba un poco nervioso.

Ya no pudo aguantar más. Rodeó la mesa y la besó hasta dejarla sin aliento. No podía contenerse. Las restricciones que él mismo se había impuesto eran imposibles de mantener. No podía sujetar la necesidad y el deseo. ¿Desde cuándo deseaba algo con semejante intensidad?

–Esta noche no voy a dormir contigo –le dijo en voz baja–. Es la víspera de nuestra boda, y nos daría mala suerte.

–Claro, y no queremos nada de eso.

Algo brilló en sus ojos.

–¿Eso es lo que sientes? ¿Que todo esto es mala suerte?

–No –contestó, llevándose una mano al vientre–. En realidad esto me parece un milagro… un milagro que ha ocurrido contra todo pronóstico.

Él seguía sin querer pensar en el bebé, así que la besó hasta que todos los nervios se pusieron en alerta.

–No –murmuró, separándose–. Esta noche, no. Nos vemos mañana, Leah.

Una vez fuese ya su esposa.

 

 

Se fue a trabajar a la mañana siguiente simplemente para mantenerse alejado de la tentación, pero lo que es trabajar, trabajó poco.

Volvió a la villa con el tiempo necesario para darse una ducha. Su sastre se había ocupado de hacerle llegar un traje y una camisa nuevos. Los zapatos también eran nuevos. Todo lo era, menos él. Él seguía siendo el mismo y con los mismos defectos, algo que Leah no conocía de verdad. Y él nunca había querido hacer promesas como la que estaba a punto de hacer, unas promesas que sabía que no sería capaz de cumplir.

Fidelidad, bien. Honor, bien. ¿Amor?

Leah era una mujer muy dulce, y estaba embarazada. Respiró hondo y sintió ganas de desabrocharse el cuello de la camisa, pero dio media vuelta y salió.

Dimitri estaba sentado en la terraza, junto con Amalia, su esposo y el hijo de ambos. Leah había insistido en que asistieran como invitados, no como personal, y él se alegraba de que hubiera logrado convencerlos. No era para sorprenderse: cuando alguien llegaba a conocerla, descubría su dulce generosidad.

Habían sombreado la pérgola, que se había decorado con flores blancas y mucho verde, y su equipo de seguridad había recorrido la playa para asegurarse de que no había nadie con una cámara intentando grabar. Tenían total intimidad. Había llamado a Philip, su jefe de seguridad, para que actuase como testigo. El representante oficial llegó y examinaron los papeles. Solo quedaba que apareciera la novia. Miró el reloj. ¿Le haría esperar? La respiración se le aceleró. De pronto necesitaba imperativamente verla.

El oficial tosió discretamente y Theo levantó la mirada.

La garganta se le cerró. Leah era una columna en blanco y plata, brillante como un ángel pálido y con una sonrisa que era al mismo tiempo pura y juguetona. Caminaba hacia él, con el ramo de flores bajo, tapándole la tripa. Un chal de encaje le cubría los hombros, mientras que el cuerpo blanco del vestido, que parecía tejido a mano, le marcaba las caderas, y en él nacía una falda de suave tul. Se mantuvo erguido a duras penas. No podía ver llegar la hora en que se lo quitaría. No podía mirarla, pero tampoco podía apartar la mirada. Era como estar metido en uno de aquellos aparatos medievales de tortura.

La ceremonia comenzó en griego y en inglés, y Theo se obligó a dejar de mirarla como si estuviera loco. Incluso consiguió hablar cuando le tocaba.

Una breve mirada por encima del hombro le sirvió para ver a su abuelo, de pie y apoyado en el bastón. Una semana antes, habría esperado verlo con el gesto contrariado, ya que la mujer con la que se casaba no era una de sus elegidas, pero le vio sonreír y relajado. Leah le gustaba de verdad.

Volvió a mirarla y algo le dolió por dentro. No quería hacerle daño y acabaría haciéndoselo. Estaba en su ADN.

El oficial los miraba con una sonrisa beatífica, y ella también lo miraba, demasiado confiada, demasiado expectante, y el miedo y la necesidad de protegerla surgieron de pronto. Pero lo que debía hacer en aquel momento era besarla así que se inclinó sobre ella y le rozó levemente los labios. No podía permitirse nada más, o perdería el control.

Por fin estaban casados.

–¿Lamentas que tu familia no esté? –le preguntó mientras posaban para una foto.

–No.

Pero había un anhelo en su mirada que desmentía sus palabras.

–El vestido –dijo a duras penas, ya que las palabras no salían de su boca–. ¿Te lo has hecho tú?

Ella se mordió el labio para contestar.

Sí.

–¿Cómo has podido hacerlo? ¿De dónde has sacado el tiempo?

Era tan intrincado y hermoso que tenía que haberle costado horas.

–Amalia y su familia me han ayudado. No han dejado de mover las agujas desde que les mostré el diseño.

–¿Quién lo diseñó?

–Yo. He adaptado una idea en la que había estado trabajando.

Él asintió, y solo entonces vio sus zapatos. No podía hablar o tragar. Solo mirar. Eran plateados, pequeñitos, con un delicioso tacón.

Y eran para él. Le agradecía el gesto más de lo que él mismo se podía imaginar. Se había sentido conmovido en lo más hondo, y lo único que quería era tocarla. Cuántas ganas tenía de deshacerse de aquella desesperante necesidad que no había aflojado en los últimos días. ¿Por qué, ahora que tenía seguridad, seguía igual?

 

 

Leah lo miraba. Estaba viendo la tormenta formarse en sus ojos verdes. Estaba tan callado, tan inescrutable. Tragó saliva.

–¿No te gusta?

–¿El qué?

–Mi vestido.

No debería haberlo hecho. Tendría que haberse comprado uno de esos modelos de diseño que había visto en el centro de Atenas. Le había costado tantas horas, tanta planificación. Había disfrutado tanto confeccionándolo con Amalia.

Theo fue a contestar, pero se le adelantó Amalia.

–Theo, Leah –los llamó, rompiendo el hechizo.

Leah miró. El fotógrafo quería otra toma. Theo le pasó un brazo por la cintura y la acercó a él, e intentó descifrar su expresión, pero él miraba hacia la cámara. Y no sonreía.

Perfecto –dijo el fotógrafo.

Theo soltó su cintura para tomar su mano y llevarla a la mesa, que lucía una selección de delicatessen, un festín que Leah apenas probó. Theo tampoco comió mucho.

–Las tradiciones son importantes –dijo Dimitri–. Puede que sea una boda pequeña, pero es importante hacer las cosas como es debido.

Sintió que la tensión de Theo se doblaba cuando tuvieron que cortar la magnífica tarta. Cuando todos tuvieron un pedazo, Dimitri brindó por ellos.

Leah tomó unos pequeños bocados, nerviosa como un flan, lo cual era una estupidez, dado que no era una virgen asustada de la noche de bodas. Conocía a Theo y, al mismo tiempo, no lo conocía. En aquel momento no podía imaginar en qué estaría pensando; solo que parecía desagradable. El corazón se le encogió. En realidad él no quería todo aquello. Para él, la intimidad que creía que habían construido los últimos días no significaba nada.

–Leah y yo tenemos que irnos ya –le dijo a Dimitri.

El anciano respondió en griego, Theo sonrió y los demás se fueron levantando, sonriendo también.

Pero Theo volvió a quedarse serio al acercarse a ella.

–¿Me cambio? –le preguntó. No sabía qué tenía planeado.

–No. Tenemos que irnos ahora mismo.