Capítulo 12

 

 

 

 

 

CASI le daba miedo hablar ante lo grave de su expresión cuando llegaron al helipuerto. Pero no iba a tener miedo de su marido.

–Entonces, ¿nada de quedarse en isla prisión? –bromeó.

–No –fue todo lo que dijo mientras esperaba a que ella subiese al helicóptero.

Así que ya estaban de camino a dónde quiera que fuesen. La vista por la ventanilla era preciosa. El azul del agua y el impactante paisaje. Parecía que descendían y que iban más despacio y se inclinó hacia delante para ver las ruinas que aparecían en el horizonte, unas ruinas que reconoció porque las había estudiado online montones de veces cuando se dejó atrapar por la novela romántica que tanto le había gustado.

–¿Es Delfos? –preguntó, mirándolo con el corazón en la garganta–. ¡Te has acordado!

–Lo recuerdo todo de aquella noche –musitó, dulce y serio a la vez.

–Gracias.

–Anda… sigue mirando.

Se volvió de nuevo a la ventanilla mientras giraban rodeándolo. El sol del atardecer proporcionaba un brillo dorado a las piedras. Era majestuoso y tan conmovedor… sabía que Theo había preparado el viaje controlando el tiempo para que pudieran disfrutar de aquella vista mágica. Por eso había insistido en que se fueran de la villa tan de repente. Los ojos se le humedecieron.

Dieron una última vuelta a las ruinas y el helicóptero sobrevoló el pueblo para dirigirse a una propiedad en las afueras.

Cuando puso los pies en tierra, de pronto fue consciente de su aspecto.

–El personal se ha marchado hace cinco minutos –le dijo Theo, tomando las dos pequeñas bolsas de viaje que habían llevado consigo–, así que estamos solos.

Ella lo siguió por un camino hasta que en una esquina dibujada por un seto entraron en el corazón de la propiedad. Había música suave sonando en los altavoces, velas encendidas en lugares escogidos que iluminaban la terraza creando un escenario casi semicircular.

–Mi mitad norteamericana quiere el primer baile –dijo, dejando las bolsas, y su voz sonó aún más tensa.

–Theo…

–Me disculpo porque no haya un grupo en directo –dijo, acercándose–, pero quería que estuviéramos solos.

–¿Por qué?

–Porque soy un pésimo bailarín –confesó, ofreciéndole la mano.

No te creo.

Puso su mano en la de él y fueron al centro de aquel pequeño espacio iluminado.

–No sé cómo he podido aguantar sin tocarte todo el día –dijo, y la abrazó–. Ya no puedo resistirme más. Estás preciosa. Y te has puesto tacones –sonrió por fin.

–Pensé que no importaría si me caía de bruces si solo lo veías tú.

–¿Ah, sí? Oye, esta cosa de encaje es preciosa, pero igual la rompo si te abrazo más fuerte.

–Me lo he puesto para cubrirme los hombros y para… para que no se viera…

–¿El qué?

–Que no llevo nada debajo del vestido –admitió con voz ahogada–. Intenté ponerme ropa interior, pero es que se veía todo.

Theo respiró hondo.

–¿Me estás diciendo que debajo de esta superficie angelical, hay una diablesa? Creo que lo sabía –le reveló, y tiró de sus caderas para pegarlas a su cuerpo. Leah supo de inmediato lo mucho que le gustaba su vestido de novia–. Recuerdo bien esas braguitas rojas.

–Y yo me alegro de que no haya audiencia –se rio.

–En este momento, me importaría un rábano que la hubiera, porque no puedo esperar más, Leah.

Ella también estaba sintiendo el mismo calor abrasador, aquella necesidad que todo lo incendiaba. Se estaban moviendo pero, en realidad, no era bailar. Sin saber cómo, llegó a la pared del edificio y él comenzó a llenar su cuello de besos. El cielo estaba ya casi completamente oscurecido. Uno de los finos tirantes de plata se escurrió de su hombro, dejando al descubierto un seno.

–Leah… –gimió él, atrapando rápidamente su pezón–. No sé cómo sacarte de este vestido sin romperlo.

Se habría echado a reír de no estar tan desesperada como él.

–Entonces, no lo hagas.

Sin dejar de mirarla a los ojos, le bajó la cremallera, levantó la falda del vestido y la hizo separar las piernas.

–Te has puesto los tacones para mí, para que pudiéramos hacer esto.

Entrelazó sus manos y las sujetó contra la pared, a la altura de la cabeza. Leah sintió miedo de pronto. Temió que el esfuerzo que había hecho revelara más de lo que quería mostrarle, pero apenas fue un instante porque lo que había entre ellos, aquella fuerza poderosa, primitiva, instintiva, incontenible, básica, le hizo olvidarse de todo y adelantar las caderas manteniendo los hombros contra la pared. No solo sus manos estaban inmóviles. La mirada de ambos también. Ni el uno ni el otro sonreía. Era imposible en aquella suprema intensidad.

–¿Lo ves? –murmuró entre dientes–. Perfecto.

Y sin apartar la mirada ni un segundo, la penetró. El grito de Leah se perdió en la noche, pero él no se detuvo. La poseyó, físicamente y más allá, penetrando al mismo tiempo en su alma, y ella lo recibió cabalgando con su misma fuerza explosiva, hasta que apenas un instante después llegó la erupción de un placer cegador e incandescente.

Y luego, silencio. Los dos seguían completamente vestidos, pero sus emociones estaban hechas jirones porque lo que había ocurrido era mucho más que simple. La desesperación, la aniquilación total la habían dejado aturdida, lo mismo que la necesidad mucho más honda que revelaba.

–Menudo primer baile –murmuró, intentando aligerar la atmósfera porque no podía respirar.

Se descalzó y con sus preciosos zapatos en una mano y la otra en la de su marido, atravesaron la villa y subieron a la alcoba del primer piso iluminada por la luna. Apenas se miraron cuando el deseo volvió a atacar.

–Esta vez, más despacio, Leah.

La desnudó con delicadeza y dejó el vestido sobre una silla con sumo cuidado, pero a continuación se quitó los pantalones y la camisa con tal rapidez que a ella le hizo reír. De nuevo se colocó frente a ella y ya no pudo reír más porque Theo cumplió su promesa. Fue lento. Fue minucioso. Y la destrozó.

 

 

Unos largos dedos de sol se posaban ya sobre la cama cuando se despertó. Estaba rodeada por los brazos de Theo y sonrió para sí. Debió notar que se despertaba porque comenzó a hacer dibujos sobre su piel con un dedo.

–No te irás ya mismo a trabajar, ¿no? –preguntó, adormilada.

–Leah, que estamos de luna de miel.

–Como si un detallito como ese fuera a detenerte –dijo con una sonrisa y los ojos cerrados.

–¿Te has levantado con el pie izquierdo, o es que no has dormido lo suficiente, cariño?

La besó en un hombro y se levantó.

Ella no habría querido levantarse jamás, y que tampoco él lo hiciera. Pero sorprendida vio que se acercaba a por su vestido para colgarlo de una percha.

–Gracias –le dijo.

–Es increíble –contestó él, recogiendo en encaje que se había caído al suelo–. ¿Esto te lo ha prestado Amalia?

No. Me lo ha regalado Dimitri. ¿No te has dado cuenta?

–¿De qué?

–Me dijo que lo hizo su mujer. Que lo llevó el día de su boda.

Theo contempló el encaje.

–¿Y te lo ha regalado? –preguntó, con una sonrisa–. Te lo has ganado por completo.

–Es porque soy la madre del próximo Savas.

–No, es porque le gustas. Tienes paciencia con él. Te he visto sirviéndole el té y ahuecándole las almohadas.

–Es un hombre mayor. Por supuesto que tengo paciencia con él y no me cuesta nada ser amable.

–Eres paciente con todo el mundo. Te gusta hacer cosas por los demás –respiró hondo–. Y tienes talento. La manta que le regalaste a la señora de la residencia la habías hecho tú, el jersey que llevabas aquella noche en el ballet… vi los dibujos que tenías en tu piso. Estaban hechos en papel milimetrado.

–Así trabajo los dibujos, sí.

–Entonces con tus padres aprendiste matemáticas, ¿no? –sonrió.

–No se me daban mal. Lo que pasa es que nunca llegaba a sus estándares imposibles. Me mandaban a mi habitación a estudiar y acababa tejiendo para relajarme. Hice calentadores para toda mi clase de ballet, que por cierto tenían unas rayas horribles que sacaba de restos de lana barata. Zie llevó los suyos el otro día y una amiga le dijo que me encargara unos.

–Podrías venderlos.

–A mí me cuesta un tiempo tejerlos, y puedes comprarlos más baratos hechos a máquina.

–Veo que lo has pensado –dijo, sentándose junto a ella–. Los tuyos son una creación artesana. Hechos a mano con lanas escogidas… un producto premium.

–¡Qué va! –rio–. Yo cometo errores, así que no se le puede poner precio a un artículo imperfecto.

–Las cosas hechas a mano no están pensadas para ser perfectas. Podrías vender los dibujos –añadió–. Así la gente podría tejer sus propias prendas.

La idea resultaba tentadora.

–¿Tan buenos te parece que son?

–¿A ti no? ¿Es que no crees en ti misma, Leah?

Ella tragó saliva.

–Pues deberías –continuó–. Solo porque no hayas sido la mejor de la clase de física o de matemáticas no significa que no seas capaz de cosas increíbles. Solo es algo distinto.

–Eso lo sé.

–Hay una diferencia entre saber y creer.

Le robaba el aliento con sus palabras, y de inmediato pasó a robarle todo lo demás.

 

 

Una hora más tarde, la despertó con una sonrisa.

–Vamos a explorar.

¿Explorar? ¡Si ni siquiera estaba segura de que pudiera volver a moverse! Pero dejó que tirara de ella y que la llevara a la ducha.

Con el coche fueron hasta Delfos, donde pasaron la tarde explorando las ruinas.

–¿No tienes que hablar con Dimitri? –le preguntó en un momento dado, mientras él le daba toda clase de explicaciones sobre el lugar.

Leah de verdad se preocupaba por el anciano. Se le daba bien construir relaciones.

–¿Y tú? ¿Has hablado con tu familia?

–Sí. Mi hermano me envió un mensaje ayer por la mañana –sonrió–. ¡Se acordó!

Con una sonrisa en los labios, llamó a Dimitri, quien transcurridos apenas unos segundos, le pidió hablar con Leah. Le pasó el móvil y la oyó saludarle en griego.

–Creo que le gustas más que yo –dijo cuando estaban ya de camino a la villa.

–Tú eres el director general de su empresa, Theo –le contestó sonriendo–, y has hecho cuanto te ha pedido y aún más.

–Él siempre me ha exigido lo mejor.

–Y tú siempre se lo has dado –replicó, ladeando la cabeza–. Pero ¿tú qué quieres, Theo? Yo tengo mi vía de escape, pero ¿y tú? Y por favor, no me digas que es liarte en Londres cada noche con una mujer distinta.

Tengo mi trabajo. Me gusta.

–¿Y eso te basta?

–Era muy joven cuando me vine a vivir con Dimitri. Fue un maestro muy duro, pero desde luego me sirvió de distracción.

–¿Y ya está? ¿Solo trabajo?

–Yo no tengo la sensación de que mi vida sea aburrida.

Y menos aún teniéndola a ella.

–Te tomas muy en serio la tarea de procurarle felicidad a Dimitri –dijo, mirándolo a los ojos–. De complacerlo.

–¡Como si tú nunca hubieras intentado complacer a nadie! –se rio–. Has hecho de ello el trabajo de tu vida.

–Los dos teníamos expectativas que alcanzar. Lo que pasa es que yo no alcancé las mías. Pero tú, tú las sobrepasaste. Siempre el hombre perfecto.

–Estoy muy lejos de la perfección, Leah –sonrió–. Nadie es perfecto.

–¿Tenías miedo de que no quisiera que te quedases?

De pronto fue como si el interior del coche se hubiera quedado sin oxígeno.

–¿Es eso lo que ocurrió? Tu madre te alejó de ella, ¿no?

Theo siguió conduciendo y pisó algo más el acelerador. Nunca hablaba de eso.

–¿Por qué quiso que te marcharas?

Su voz sonaba tan serena, tan suave e insistente y, de algún modo, tan segura que…

Era la pregunta que se había pasado la mitad de la vida haciéndose y aún no tenía la respuesta. Lo único que sabía era que dolía y que seguiría doliendo siempre, aunque no lo había admitido nunca. Nunca había llegado a tener tanta confianza con otra persona, pero Leah lo desarmaba con su sonrisa. Su calidad humana era tal que no pudo resistirse a contárselo.

–Me dijo que me iría mejor con la familia Savas. Que ella ya no podía seguir cuidándome debidamente –suspiró–. Había empezado a beber, y aún más cuando su matrimonio se rompió, pero no quiero que pienses mal de ella.

Leah negó con la cabeza.

–Mi padre era el chico de oro de Dimitri. Era su único hijo, y supongo que soportaba mucha presión, pero también era un egoísta, un niño malcriado y un juerguista. Y supongo que, en parte por rebeldía, se casó con la chica a la que dejó embarazada y se fue a Estados Unidos a vivir con ella. Le fue infiel desde el primer momento. Mi madre me lo contaba todo, en parte para justificar sus propias indiscreciones y adicciones, pero no habría necesitado que me lo contara porque las llevaba a nuestra casa.

De niño llegaba a casa y se encontraba a su padre besándose con otra mujer. Casi no sabía lo que estaba viendo, pero sí que sabía que estaba mal.

–Ahogó sus penas en alcohol. Discutían constantemente, pero seguían manteniendo su estilo de vida, tan supuestamente glamuroso. Mi padre volvía a Grecia con frecuencia. Veía a sus amigos de aquí y supuestamente satisfacía a Dimitri con sus esfuerzos por aprender el negocio aunque, en realidad, le importaba un comino. A mi madre y a mí nos trajo aquí solo una vez, cuando cumplí diez años. A ella no le gustaba venir. Una noche de tantas en las que volvía tarde, tuvieron una bronca monumental y mi padre volvió a salir. No debería haberse llevado el coche, pero lo hizo y murió en el accidente, en el acto. Menos mal que no hubo nadie más involucrado –aún estaba furioso con su padre por ello–. Dimitri culpó a mi madre de todo. En su opinión, ella era la culpable de que nunca hubieran vivido en Grecia. Ella era la que se estaba fundiendo todo el dinero, la que no era fiel… Dimitri pensaba que todo era culpa de mi madre porque mi padre era muy infeliz con ella aunque, por supuesto, ante mi abuelo lo exageraba todo un poco. Y luego estaba yo, la razón por la que habían acabado casándose.

Aparcó el coche delante de la villa pero permaneció inmóvil, la mirada perdida, transitando por su pesadilla.

–Dimitri estaba muy enfadado con ella, tanto que un día oí cómo le decía que habría pedido que se sometiera a una prueba de paternidad para demostrar que no había atrapado a mi padre con el bastardo de otro hombre, de no ser porque me parecía a mi padre como una gota de agua a otra. No pude soportar oír que la hablaba así, cuando yo sabía cómo era de verdad mi padre…

Se sentía roto entre defender a su madre o contar todos los detalles que ella le había revelado en confianza: las aventuras, la pena, el dolor y la rabia que había sentido hacia él. Los intentos de su madre de darle celos.

–Lo único que yo quería era que se sintiera mejor, pero no lo conseguí. Y luego, después del funeral, llegó el momento de volver a casa. Entonces mi madre me dijo que no me quería. Que nunca me había querido y que lo mejor para mí era que me quedase con Dimitri.

–¿Te dejó en Grecia y ella se volvió?

Le había rogado que lo llevase a él también, pero ella se limitó a cederle la custodia a Dimitri, un hombre al que entonces apenas conocía.

–Debió ser horrible para ti. Eras solo un niño. Acababas de perder a tu padre, ¿y a continuación, tu madre?

No quería su compasión. De hecho, no sabía por qué le había contado todo aquello, pero ahora que había empezado no era capaz de parar.

–La única vez que discutí con Dimitri fue cuando volvió a decir algo sobre ella. Me puse tan furioso que pensé que iba a… –respiró hondo–, pero no ocurrió. Simplemente no volvió a mencionar su nombre y yo, tampoco. Ni el de ella, ni el de mi padre. Hablábamos de trabajo, de política… cualquier cosa que no fuera personal. Y funcionó.

Solo había cambiado un poco cuando su abuelo enfermó y quiso buscarle pareja.

–¿Dónde está tu madre ahora? ¿Te mantienes en contacto con ella?

Se sentía como si tuviera el pecho abierto por la mitad y aquel recuerdo era como echar ácido hirviendo en heridas sangrantes, pero no podía parar.

–Hace unos años, quise saber dónde estaba y si estaba bien. No le gustó mi visita –dijo. Creía que porque había logrado el éxito, las cosas habrían cambiado. Que querría conocerlo–. No quería saber nada de mí. Ni siquiera quiso mi dinero. Solo que la dejase en paz. Dijo que su vida era mejor sin mí. Y que la mía era mejor sin ella.

–Theo…

–Es mejor así.

–¿Lo es?

–¿Por qué iba a querer insistir en ello? Mi madre se había sentido humillada y herida, y mi padre tampoco tuvo una buena vida. Yo no puedo permitir que otra persona pase por eso… ni Dimitri, ni tú. No puedo permitir que vuelva a ocurrir.

Dimitri me dijo que había sido demasiado duro contigo.

–¿Te dijo eso? –se sorprendió–. A mí no me lo ha dicho nunca.

–Quizás deberías hablar con él –sugirió. Parecía muy preocupada y se acercó más a él–. Deberías hablar con él de lo que pasó de verdad entre tus padres. Dimitri me dijo que tú no te parecías a tu padre, así que es posible que ya lo sepa, al menos en parte. Sabes que es inteligente.

Un inteligente empresario, pero un viejo ciego en cuanto a su hijo. ¿Por qué iba a destrozarle su recuerdo?

–Es algo que no voy a hacer jamás. No sabes cómo sufrió con la muerte de mi padre. Le vi luchar con la pena tanto tiempo… ¿no es mejor dejar que siga pensando bien de su hijo? Me dio todo lo que necesitaba: un hogar, educación, estabilidad, disciplina… estoy en deuda con él, Leah, y no puedo herirlo.

–Pero ocultar todo eso dentro de ti te está haciendo daño.

Ya que se había vuelto a mirarla, era incapaz de apartar los ojos, y eso era malo porque hacía que saliera todo aquello que llevaba tantos años oculto.

–Debiste sentirte muy solo.

El corazón se le había desbocado hasta tal punto que se sentía un poco mareado.

Después de más o menos un mes, fuimos en barco a la casa de vacaciones de Dimitri a pasar un fin de semana. No se parecía a ningún lugar en el que yo hubiera estado antes, y no me refiero a edificios hermosos, sino que era un lugar en el que se podía escapar de todo. Allí era libre de nadar y de explorar a mi antojo. Era inmenso, todo suyo, y el mar tan azul y cálido –movió la cabeza–. Sé que para ti ha sido como una cárcel, pero para mí siempre ha sido el paraíso.

–Oh, Theo…

Parpadeó varias veces, se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó del coche.

–Voy a por algo de comer –dijo de pronto–. Debes tener hambre.

Y entró en la cocina.

Cualquier cosa para cambiar de tema y mantenerle ocupado para no tener que mirarla y dar rienda suelta a la necesidad que sentía dentro de buscar refugio entre sus brazos. No podía soportar ver compasión en su mirada, ni tampoco ver el dolor que le estaba provocando.

–¿También sabes cocinar? –rio, y su risa sonó extraña–. No sé por qué me sorprende.

Lo cierto es que solo sé hacer un par de platos, pero no quería que nos molestaran.

No quería tener que fingir delante de la gente, pero igual había sido un error. Quizás tener personal allí lo habría ayudado a interponer distancia y perspectiva, porque la única persona ante la que parecía incapaz de fingir era Leah.

Ni siquiera tenía hambre. Tampoco sabía qué narices hacía en la cocina, pero ella había abierto la nevera y contemplaba su contenido como si esperase que una comida de tres platos fuera a materializarse.

–No –musitó–. No tienes que…

–Podíamos preparar algo tipo picnic –lo interrumpió.

Él asintió. Se sentía incapaz de discutir. Trabajaron en silencio, pero sus cuerpos se acercaban a pesar de lo espaciosa que era la cocina y el aire se iba cargando de tensión. La confusión empezó a crecer hasta convertirse en un tornado que no supo evitar. Dejó lo que estaba haciendo y se volvió a mirarla.

Ella hizo lo mismo. Sus ojos lo reflejaban todo. Ya no era capaz de ocultarle nada.

Al tomarla en brazos sintió que se estremecía y el corazón le latió contra la palma de la mano que ella apoyó en su pecho.

–Quizás podríamos arreglarnos con lo que tenemos –musitó.

Lo que tenían era aquello. Con un beso se prendían fuego. Desesperados por liberar la energía que se había ido acumulando con la conversación, ambos se habían quedado sin palabras y rápidamente la ropa desapareció para buscar la piel, el contacto total. La subió a la mesa y casi sin preámbulo se hundió en ella, pero seguía sin ser suficiente. Ella le rodeó con las piernas para formar el nudo más ardiente, más firme, como si no pensara soltarlo nunca. Él se hundió más, más rápido, más fuerte, pero seguía sin sentirse lo suficientemente cerca. Ya no era suficiente. El agujero doloroso que tenía en el pecho le dolía, un agujero que ocupaba el lugar en el que otros tenían el corazón. Gimió de pura frustración.

Pero ella tomó su cara entre las manos y lo besó con una pasión tal que transformó aquel dolor en un arco de luz pura. No era solo placer marcando su piel, su sangre y sus huesos. Era una satisfacción tumultuosa y perfecta, más fiera que nunca, mejor que nunca.

Y la necesitaba más que nunca.