THEO rotó los hombros mientras caminaba por la terraza. Dimitri estaba sentado junto a la piscina, con una mantita de las de Leah sobre las rodillas. Parecía cansado.
–Te estás forzando demasiado –le dijo con el ceño fruncido, viendo todo el material de lectura que tenía–. Se supone que todavía debes tomarte las cosas con calma.
–Has trabajado hasta tarde –murmuró.
–Había mucho que hacer.
Y había tardado tres veces más en hacerlo porque no lograba concentrarse.
«Estoy enamorada de ti». Volvió a quitarse de encima aquel recuerdo. Otra vez.
–Llevas casado menos de una semana.
Theo no contestó y decidió entrar a buscarla.
Lo ocurrido la noche anterior le había dado razones de sobra para mantener las distancias, pero el deseo de verla era fuerte. No era un deseo sexual. Solo preocupación por su estado.
–¿Leah? –la llamó entrando en la casa.
Nada. Sintió un escalofrío por la espalda, y subió los peldaños de la escalera de dos en dos.
–¿Leah?
Entró en su habitación. Estaba más vacía. De pronto se dio cuenta de que toda la casa le parecía más vacía. La sospecha le hizo abrir el armario. Su ropa de noche seguía allí, pero los vaqueros y las camisetas no. Abrió el primer cajón de la cómoda. Sus braguitas no estaban.
Se había ido.
Inmóvil, intentó procesarlo. Y sintió pánico. ¿Dónde se habría ido? ¿Estaría bien? ¿Por qué?
Sabía por qué. Sabía exactamente por qué. La había herido.
Bajó corriendo las escaleras justo cuando Dimitri entraba.
–¿Qué ocurre? –le preguntó.
–Creo que me ha dejado.
Casi no podía respirar.
–¿Perdón?
–Leah. ¡Se ha ido!
–¿Cómo?
–¿Qué parte de «me ha dejado» no entiendes? –explotó, lleno de rabia.
–Tú eres el que no entiende. ¿Crees que te ha dejado? ¿Es lo que crees que haría Leah?
Theo se volvió a mirarlo.
–¿Sabes dónde está? ¿Por qué no me lo habías dicho?
–¿Por qué tú no me lo has preguntado?
–No tengo tiempo para juegos, Dimitri. ¿Dónde está?
Necesitaba saber que estaba bien.
–¿Por qué la has dejado sola todo el día? Aburrida y sola con un viejo por toda compañía.
–Tú no eres un viejo, y este lugar no es aburrido –respiró hondo–. No tengo tiempo para esto. Le diré a Philip que me ayude a encontrarla. No puede haber ido muy lejos.
–Philip está con ella.
–¿Qué?
–Se ha ido a la isla.
Theo tuvo que apoyarse con una mano en la pared para no perder el equilibrio.
–¿Para qué?
–Dijo que era lo que tú querías.
¿No había huido? No estaba en Atenas registrándose en una pensión de mala muerte, ni se había subido a un avión rumbo a Inglaterra.
El alivio que sintió fue en un principio como un bálsamo calmante, pero al momento comenzó a sentir un calor, una quemazón en las heridas. Creía que había decidido desaparecer, escapar y esconderse de él porque la había hecho daño, pero no. Se había limitado a hacer lo que él le había pedido en un primer momento.
–Está bien –apoyó la espalda en la pared. No le quedaba fuerza en las piernas. Bien.
Era lo que él quería, ¿no? Así todo era más sencillo. ¿Por qué se sentía peor que cuando había pensado que estaba perdida?
–¿No vas a irte allí ahora? –le preguntó su abuelo, que parecía no entender.
–No –suspiró–. Voy a llamar a Philip. No es necesario que vaya hasta allí.
–Le pedí a Amalia que se fuera con ella. Para que la cuidara.
La crítica velada de sus palabras se quedó suspendida en el aire, pero Theo la rechazó.
–Gracias –se limitó a decir.
Y mientras subía la escalera para escapar de la colosal desaprobación de su abuelo, los recuerdos le iban torturando. Su risa la noche del teatro, su alegría, su ternura. Pero todo eso quedaba perdido para él porque no podía darle lo que necesitaba. Siempre había sabido que estaría mejor sin él. Tanto ella como su hijo.
Pero no parecía que él estuviera bien. Tres largos e infernales días con sus noches y todo empeoró. Solo ira. Solo veneno. La echaba de menos, y odiaba echarla de menos. Odiaba que le hubiera hecho desear cosas, cosas que ahora tenía miedo de perder y que habría sido más fácil no tener desde un principio.
–Necesitas descansar –le dijo a Dimitri. Estaban cenando, y su abuelo no había hecho más que empujar la comida de un lado al otro del plato.
–¿Cómo está Leah?
No podía contestar porque no lo sabía.
–No me gusta verte así –añadió su abuelo, mirándolo enfadado.
Theo tomó un bocado de comida que no le sabía a nada.
–No creía que fueras a hacer algo así.
Miró a su abuelo. Reconoció su ira. Sabía que le esperaba la crítica que rara vez ponía en palabras. Dimitri iba a criticar a su madre.
–Que te ibas a parecer a…
–No me parezco en nada a él –espetó–. Nunca trataría a Leah como mi padre trató a mi madre.
Y contuvo el aliento. Ya era demasiado tarde para retirar lo que había dicho.
El rostro de Dimitri se tornó grisáceo.
–Lo siento –se disculpó–. No pretendía…
–No lo sientas –interrumpió–. Háblame.
–No quiero hacerte daño –dijo.
–Sé que mi hijo no era un santo. Sé que los dos sufrieron.
–Creo que sacaban lo peor el uno del otro.
–Y a ti te pillaron en medio.
–No –suspiró–. Simplemente les daba igual, Papou.
El sobrenombre que utilizaba en la infancia para su abuelo se le escapó y, a continuación el resto de los secretos, retazos de la verdad y del dolor se liberaron. Dimitri puso la mano en su hombro y simplemente escuchó. Y aquello sirvió para que siguiera hablando, y que llegara incluso a hablarle del espantoso recibimiento cuando fue a ver a su madre. Todo cuanto había guardado durante tanto tiempo para no hacerle daño, pero el gemido que se le escapó a Dimitri no fue por él, sino por su nieto. No había modo de cambiar nada, pero al compartirlo había reconocimiento, aceptación y perdón. Perdón para aquellos padres que habían sido incapaces de estar ahí para él.
–Estoy orgulloso de ti, Theo –fue lo que dijo su abuelo, abrazándolo torpemente–. Quiero verte feliz. Y quiero que Leah también lo sea.
–Lo mismo que yo –confesó, cubriéndose la cara con las manos–, pero…
–¿Qué es peor? ¿Pensar en cómo sería la vida con ella, o sin ella?