DEBERÍAS estar descansando en lugar de preocupándote por mí.
Theo Savas caminaba hablando por teléfono en el vestíbulo del teatro, intentando que no se le notara la preocupación.
–Acabas de someterte a una intervención importante… –continuó.
–Y eso me ha dado la oportunidad de pensar. Ya es hora, Theodoros. Solo quedan unas semanas para tu cumpleaños.
Las luces de las candilejas parpadearon, indicando que había llegado el momento de que los espectadores ocupasen sus localidades, pero no podía poner fin a aquella llamada sin conseguir que Dimitri se calmara.
–¿Estás sugiriendo que me hago viejo?
–A este paso, no voy a conocer a mis bisnietos…
–No te vas a morir mañana –lo interrumpió. Ya se había asegurado de que lo vieran los mejores especialistas, que habían dicho que si descansaba convenientemente, se recuperaría bien–. Te quedan años por delante.
–Hablo en serio. Tienes que sentar la cabeza.
–Y lo haré.
No quería asumir más responsabilidades, pero tampoco podía decirle otra cosa a su abuelo.
Los acomodadores dirigían a los últimos espectadores a sus asientos. Tenía que darse prisa. Echó a andar, pero un torbellino de mujer se puso por delante, cortándole el paso sin tan siquiera pedirle disculpas. Es más, ni siquiera vio el frenazo que tuvo que dar para no llevársela por delante. Iba buscando en un bolso cavernoso mientras se apresuraba para llegar al acomodador.
–¿Qué tal Eleni Doukas? Es guapa.
¿En serio? ¿Dimitri le estaba sugiriendo mujeres?
–¿No te gustan las mujeres guapas? –añadió.
Pues claro que le gustaban, aunque la belleza era solo uno de sus atractivos. Pero la mayoría de mujeres a las que conocía querían muchísimo más de lo que él estaba preparado para ofrecer.
–O Angelica –continuó su abuelo–. Sería adecuada. Hace años que no la ves.
Y tenía sus razones para ello. Culta, bien educada, con las conexiones perfectas, Angelica le había dejado claro que aceptaría casarse y tener cuatro hijos, además de mirar hacia otro lado en cuanto a las aventuras extraconyugales. Pero él nunca sería infiel, y nunca aceptaría algo así en su esposa. Sabía demasiado bien las heridas y las cicatrices que tales aventuras dejaban atrás.
–Sí, hace tiempo –contestó.
Reparó en lo que estaba pasando en la puerta. La mujer que había pasado como una exhalación seguía revolviendo en el bolso. A diferencia de la mayoría de mujeres presentes, no llevaba un vestido brillante sino unos pantalones negros y ceñidos que dibujaban a la perfección su largas, sus muy largas piernas. Bajó la mirada y vio que no llevaba tacones. ¿Sin ellos, y era tan alta? Un interés le rozó la piel como una suave brisa aliviaría el calor de un mediodía de verano. Llevaba una chaqueta también negra de lana encima de una blusa gris abotonada hasta el cuello, una combinación que no daba ninguna pista de su figura. Solo que era delgada. Pero fue su expresión lo que le empujó a acercarse.
Seguía buscando en el bolso y miraba con desesperación al acomodador, que continuaba impasible. Se había quedado pálida y sus ojos tenían un brillo sospechoso.
–Y si no te parece bien Angelica…
–Arréglalo –lo interrumpió con determinación. La idea de un desfile de novias era una locura, pero haría lo que fuera porque Dimitri se ilusionara por algo–. Preséntame a tus tres mejores candidatas –autorizó a su abuelo.
–¿En serio?
–Claro –iba a conocerlas, pero no a casarse con ninguna de ellas–. Estás cansado y no debes seguir preocupándote –debía estar muy aburrido por verse obligado a permanecer en cama. Por lo menos así tendría algo satisfactorio en lo que pensar para el resto de la tarde–. Prepáralo. Vuelo mañana por la mañana, así que nos veremos por la tarde y hablamos de ello. Te lo prometo. Ahora tengo que trabajar.
–Bien, Theodoros –respondió en voz baja–. Gracias.
–Que duermas bien, abuelo.
Cortó la llamada y dio los últimos pasos en el vestíbulo. Siendo el mayor patrocinador de aquel ballet, tenía la mejor butaca del local, un asiento que, si no se equivocaba, acababa de perder porque el acomodador había cerrado la puerta con una finalidad brutal.
Si hubiera caminado un poco más deprisa podría haber llegado, pero es que seguía distraído por aquella mujer.
–¡Cuánto lo siento! –se disculpó con el acomodador, apartándose un mechón de pelo que se había escapado de la coleta que le caía a la espalda. Tenía los ojos muy grandes y muy preocupados, y volvió a revolver en su bolso–. La tenía. Le prometo que la tenía…
–Lo siento, madame, pero sin la entrada…
–Sí, claro –suspiró–. Pero es que… estaba aquí –se buscó los bolsillos y luego miró al suelo a su alrededor, como si la entrada fuera a materializarse–. Le prometo que la tenía…
–Por desgracia, es demasiado tarde –espetó, poniendo punto final a la conversación.
La joven se dio la vuelta casi encogida sobre sí misma.
–¿Algún problema? –le preguntó, acercándose.
Ella lo miró. En un primer momento parecía ausente, pero de pronto sus ojos se abrieron de par en par. Eran más que azules. Tenían un toque de violeta.
–¿No has podido encontrar la entrada? –añadió, dando otro paso más.
Ella negó con la cabeza. Seguía mirándolo fijamente y Theo no pudo reprimir una sonrisilla. Estaba acostumbrado a que las mujeres reaccionasen ante él, pero que se quedaran mudas…
De pronto la joven dio media vuelta y se alejó, y él no pudo resistirse a seguirla. Seguía buscando infructuosamente en el interior del bolso. Parecía llevar algo voluminoso en el fondo. ¿Una manta, quizás?
–De todos modos, no dejan entrar a nadie cuando ya ha empezado la representación.
Ella volvió a mirarlo.
–Lo sé –contestó con una voz adorable–, pero es que la tenía.
Y parecía desear de verdad ver el ballet. Su desilusión era tan auténtica que experimentó el absurdo deseo de verla sonreír.
–Ah, señor Savas –el acomodador apareció de pronto a su lado, azorado–. Puedo hacerle entrar si es tan amable de seguirme…
Por un instante vio que la consternación florecía en aquellos ojos azul y violeta.
–No querría molestar a los demás espectadores –contestó–, pero gracias de todos modos.
El acomodador se alejó y Theo se quedó mirando a la joven de piernas largas.
–Nadie entra tarde a menos que sea inmensamente rico –dijo en voz baja.
Cierto.
–Tengo una entrada de más. Puedes usarla para ver el segundo acto –le ofreció.
–Eh… eres muy amable –contestó, toqueteando el asa de aquel inmenso bolso–, pero no podría.
–¿Por qué no? Me sobra. Podrías ver con ella todo el segundo acto.
Siguió toqueteando el asa del bolso y sus mejillas recuperaron color. Sabía que quería aceptar, pero que desconfiaba.
–No hay truco –le aseguró–. Es solo una entrada.
Ella se mordió el labio.
–¿De verdad?
–Sí, claro –se rio. La gente no solía tener tantos remilgos para aceptar lo que les ofrecía–. No tiene importancia.
El color se intensificó y miró un poco más allá.
–¿No has venido… en pareja?
¿Esa era la razón de su incredulidad?
–No. ¿Y tú?
–Tampoco.
–En ese caso, es que tenía que ocurrir así, ¿no?
–Yo… puede ser.
–Y ahora podemos tomar algo mientras esperamos, ¿no te parece? –sugirió, señalando el bar del teatro.
–¿Puedo invitarte a una copa para agradecértelo? –preguntó ella.
Theo se quedó sin palabras. Las mujeres con las que salía nunca se ofrecían a pagar. Lo conocían, sabían lo rico que era y se mostraban encantadas de fundirse en su estilo de vida. Pero aquella en particular no tenía ni idea de quién era y, al parecer, no deseaba aceptar sin más lo que él quisiera ofrecerle.
–Por favor –insistió–. No me gustaría sentirme en deuda contigo.
¿En deuda por una entrada?
–De acuerdo –accedió, aunque no pudo resistirse a pincharla un poco–. Pero la cartera sí que la llevarás, ¿no? No querrás hacer un ofrecimiento que luego no puedas cumplir.
–Muy gracioso –replicó, con pequeñas chispitas bailándole en los ojos, pero de pronto arrugó el entrecejo–. Maldita sea… ahora voy a tener que asegurarme –y volvió a rebuscar en el bolso hasta que sacó un pequeño monedero con un gesto florido. Nada de una delgada cartera llena de tarjetas de crédito.
–Sabía que lo tenía –declaró victoriosa–, pero también juraría que tenía la entrada. ¡Qué idiota!
Inesperadamente todo su mundo se encogió hasta dejar sitio solo para ella, para sus ojos chispeantes, para su preciosa boca, para su alegría, y se encontró devolviéndole la sonrisa. Llevaba meses sin sonreír tanto.
–¿Qué te parece si vas pidiendo mientras yo organizo lo de la entrada con el personal?
–¿Qué quieres tomar?
–Lo mismo que tú.
–¿Seguro que quieres correr el riesgo?
–¿Por qué? –se sorprendió al descubrirse sonriendo de nuevo–. Ahora me siento intrigado. ¡Ve y pide!
Y se quedó mirando cómo se acercaba a la barra. Verdaderamente se sentía intrigado. Era una mezcla de timidez, torpeza y seguridad. Alta, delgada, femenina y refrescante. Pero se mostraba cauta y hacía bien, porque estaba sintiendo la tentación de saltarse el ballet y llevársela directamente a la cama. Tener aquellas piernas tan largas rodeándole la cintura, obligarla a sonreír otra vez con aquella deliciosa boca…
No era apropiado, ni normal. Nunca había seguido los pasos del playboy de su padre, y nunca había deseado hacerlo. Una copa, y de vuelta al trabajo.
Volvió al poco. Estaba sentada ante la barra con dos vasos altos delante. Dejó la entrada a su lado y tomó uno.
–Arreglado.
Necesitaba la copa pero, al tragar, tuvo que contener una mueca de disgusto. Aquel brebaje tan amargo no era el champán que esperaba.
–Gracias –le dijo ella–. Has sido muy amable.
No quería que pensara en amabilidad cuando lo mirase. Quería una reacción algo más intensa. Quería… sí, en realidad quería lo que no debería querer.
Leah Turner tomó un sorbo de su copa, conteniendo el deseo de darse un pellizco a hurtadillas. Aquella era la clase de cosa que a ella nunca le ocurría. Que el hombre más guapo que había visto la interceptase durante el momento más humillante y galantemente se ofreciera a transformar su desilusión en otra cosa… y era endiabladamente guapo. Alto, delgado, fuerte, poderoso, con un magnetismo sensual que no era normal. Desde luego ella no había sentido nunca atracción sexual a primera vista, hasta el punto de que no podría decir qué la maravillaba más: no perderse el ballet o poder estar un momento con aquel hombre.
Tenía unos ojos… los ojos verdes solían ser una mezcla de colores: verde mezclado con azul, o con avellana, o con bronce, pero los suyos eran del más puro verde bosque. Tan poco comunes, tan sorprendentes que tenía que recordarse constantemente que no debía quedarse mirándolo.
–¿Tienes algún puesto importante aquí?
–No.
No podía creerlo. Lo había visto hablando con la directora del teatro y ella se deshacía en sonrisas deferentes y palabras amables. Tenía algo más que encanto. Tenía poder.
–¿Cómo es que estás aquí sola?
No podría decir qué dos cualidades se mezclaban en él, pero el resultado era que se estaba derritiendo como un solitario copo de nieve en el alféizar de una ventana.
–No estoy sola. Mi amiga ya está aquí, pero en el escenario.
–¿Es bailarina?
–Sí. Me envió una entrada, pero he llegado tarde porque he tenido que ayudar a Maeve un momento.
–¿Maeve?
–Una de las residentes en el centro de asistencia en el que trabajo. Es encantadora y las dos compartimos… cosas –simplificó. No tenía por qué hablarle de su trabajo nuevo, ni de la gente con la que ya había conectado–. ¿Por qué has llegado tarde tú?
–Por una llamada de teléfono.
–¿Problemas con la novia? ¿Te ha plantado y por eso estás aquí solo?
Él alzó las cejas.
–¿Qué? ¿Es que nunca te han dejado plantado? –le preguntó. Y no tuvo más remedio que admitir que era lo más probable.
–No tengo novia –contestó, con aquella increíble sonrisa suya–. Ese es el verdadero problema, según mi abuelo.
–¿Estabas hablando con tu abuelo? –se sorprendió–. Quiere que sientes la cabeza, ¿no?
Él asintió fingiendo seriedad.
–Y que le dé herederos a la fortuna familiar.
Por supuesto. Tenía que haber una fortuna familiar. Un traje que se ajustaba como aquel tenía que estar hecho a medida y el reloj que brillaba en su muñeca gritaba lujo a pleno pulmón.
–¿No quieres hacerlo?
–Todavía no –contestó, sin disimular que la idea le repelía.
–¿Todavía? –bromeó. La luz juguetona de su mirada dejaba claro que había mucha diversión aún por disfrutar. ¿Cómo no iba a ser un playboy? Todas las mujeres lo desearían. Pero le siguió el juego–. ¿Porque tienes demasiado que hacer? ¿Demasiado trabajo? ¿O demasiadas opciones?
–Nada de lo que has dicho. Simplemente no iba a venir acompañado al ballet.
–No me creo que no tuvieras opciones. Lo de venir solo ha tenido que ser deliberado –ladeó la cabeza–. ¿Por qué tengo la impresión de que tu pobre abuelo va a tener que esperar un rato?
Él se encogió de hombros y su sonrisa palideció un poco.
–Es que lleva un tiempo que no está bien, y eso le preocupa. Por eso me ha dado la charla.
Leah le vio apartar una esquirla de dolor. Que no hubiera puesto punto final a aquella llamada a tiempo de entrar en el teatro mostraba la paciencia, la lealtad y el respeto que sentía por su abuelo.
–Las expectativas de la familia pueden resultar difíciles –ofreció con sinceridad–. Yo soy una eterna fuente de desilusión para la mía.
Él la miró a los ojos y se quedaron así un momento, en silencio, estudiándose, y se convenció de que había mucho más escondido detrás de aquella fachada perfecta.
–No creo que puedas ser una desilusión para nadie –murmuró al final, tan en voz baja y tan serio que ella no pudo limitarse a sonreír y quitarle importancia.
–Pues te equivocas.
La miró otra vez en silencio.
–¿Tu familia también quiere que te cases?
Ella rompió a reír.
–Tienes razón. Es una idea espantosa –añadió él.
–No, no lo es.
–Te equivocas –dijo, alzando su copa–. Todos los matrimonios terminan en sufrimiento.
–Vaya… ¿es lo que te ha pasado a ti?
A punto estuvo de atragantarse con la bebida.
–No. Nunca me he casado. Y no pienso hacerlo –sonrió.
–Porque… –respiró hondo mientras lo estudiaba–. ¿Tus padres?
Le llegó una mirada de puro dolor.
–Sí. Pobre abuelo…
–¿Tan predecible te parece que soy?
–Creo que todos sufrimos a veces. Y a menudo la gente que más dolor nos causa son las personas a las que deberíamos estar más unidos.
–Yo no estoy unido a ellos –contestó, forzando otra sonrisa–. Háblame de tu amiga bailarina. ¿Es su debut?
–No. Es que yo hace poco que vivo en Londres, así que no he podido verla actuar hasta esta noche. Y ahora me lo he perdido.
–Solo el primer acto. Y no tiene por qué saberlo.
–¿Crees que tendría que mentirle?
Él sonrió como si estuviera ante un tímido corderillo.
–Estarías omitiendo parte de la verdad. Eso no es mentir.
–Por supuesto que lo es. Es no ser completamente sincero.
–¿Y siempre debemos ser completamente sinceros?
–¿Tú crees que no?
–Creo que quizás estás siendo un poco inocente… –se inclinó hacia ella–. A veces, decir la verdad no sirve de nada. Si solo vas a conseguir hacer daño a la persona que la escucha, ¿por qué hacerlo?
Tuvo la impresión de que ya no se estaba refiriendo al hecho de que se hubiera perdido la primera mitad.
–Entonces, ¿omitirías la verdad, o dirías una mentira, para proteger a alguien?
–Por supuesto.
Lo dijo con tanta certeza, que supo que para él era así. Pensó de nuevo en su abuelo, y se preguntó de qué lo estaba protegiendo.
–¿Qué le haría más daño a tu amiga? ¿Saber que te has perdido la primera mitad, o no saberlo nunca?
–Si alguna vez llegara a enterarse de que la he mentido, eso es lo que más daño le haría. Pero si le digo la verdad, simplemente se reirá de mí.
–¿Y eso no te hace daño?
Ella se encogió de hombros.
–Mi delito no sería tan crítico, y siempre me estoy riendo de mí misma. Podremos reírnos juntas. Un dolor compartido pierde algo de su escozor, ¿no te parece?
–No siempre.
–Mm… el problema es que una omisión conduce invariablemente a más mentiras. Me preguntará qué me ha parecido la primera parte y tendré que seguir mintiendo.
–O podrías no hablar de ello.
–Así que tu solución es enterrarlo todo y vivir en la negación total, ¿no? –sonrió–. ¿Fingir que nada malo ocurre nunca? –se inclinó hacia él y añadió–: todo eso vuelve luego y te persigue.
–No me digas que crees en fantasmas.
–Bueno, creo que algunas cosas, sobre todo los sentimientos, no pueden permanecer enterrados porque se alzan como zombis y te devoran la cabeza hasta el punto de que dejas de ser capaz de pensar con claridad.
Le ocurría con frecuencia.
–Entonces, ¿te dejas guiar siempre por los sentimientos, en lugar de por los pensamientos racionales?
–Soy humana –suspiró–. Intento ser buena y no hacer daño a los demás.
–Entonces, apuestas por la sinceridad.
–A ser posible, sí.
–A ser posible –sonrió–. ¿Y cómo esperas que reaccione tu amiga?
–Sé que se reirá. No es la primera vez que la lío.
–¿Hace mucho que la conoces?
–Crecimos en la misma ciudad y fuimos a la misma clase de ballet.
–¿Tú ya no bailas?
–Era más por pasión que por talento.
–¿Y no es la pasión el ingrediente principal? El talento sin pasión no es nada. La técnica puede aprenderse. La pasión, no.
–Bueno, es posible, pero es que además soy más alta que la media –se encogió de hombros–. Y si le añades las puntas, le saco una cabeza a la mayoría de hombres.
No era la única razón por la que lo había dejado, pero él no tenía por qué saber nada sobre su constante incapacidad para cumplir las expectativas de sus padres.
–¿Por eso no llevas tacones? ¿Para no ser más alta que tus hombres?
¿Sus hombres? La idea le hizo gracia.
–Voy plana porque es más cómodo. Me visto para gustarme a mí misma, no a los hombres.
Él sonrió.
–Genial. Pero no eres más alta que yo. Podrías llevar tacones cuando saliéramos.
–No voy a salir contigo.
–¿No es lo que estamos haciendo en este momento? –bromeó.
–Por accidente, no porque lo hayamos planeado así.
–Entonces, ¿no saldrías conmigo si te lo pidiera?
–¿Me lo pedirías?
La sonrisa se le había quedado prendida de los labios.
–Puede que lo mejor sea que omita la respuesta a eso –contestó tras tomar otro sorbo–, porque puede que la verdad te aterrorice. A mí me asusta un poco –clavó la mirada en su boca y una ola de calor le corrió por el cuerpo–. ¿Qué es lo que te gusta del ballet? ¿Los tutús? ¿El romanticismo?
–No hay nada romántico en el ballet –respondió, ocultando el instante de conexión–. Es implacable.
–¿Te refieres a las ampollas y a las lesiones?
–A mucho más. ¿Sabías que, en esta obra, la protagonista se vuelve loca y muere porque el hombre al que amaba la mintió? ¿Porque decidió no decirle que estaba prometido a otra mujer? A mí eso no me parece nada romántico.
–Fue la idea de casarse la que causó todos los problemas, ¿lo ves? –se rio.
Ella elevó la mirada al cielo pero también se rio. Justo en aquel momento se abrieron las puertas del teatro y los espectadores salieron, destruyendo la sensación de intimidad que se había creado entre ellos. El tiempo había pasado deprisa, y le dio pena que hubiera sido así.
–Deberías ocupar tu asiento –sugirió él–. No querrás llegar tarde otra vez…
–De acuerdo.
Pero las mariposas que revoloteaban por su estómago no parecían querer posarse. Pasar el resto de la velada con él… aunque sabía que solo estaba pasando el rato, seguía resultándole increíble.
Leah siguió a la acomodadora que esperaba y el pulso se le aceleró al comprobar que la llevaba a la mejor butaca del teatro, pero cuando se volvió para darle a él las gracias, se encontró con que no estaba. Era ya demasiado tarde cuando se dio cuenta de la verdad. No estaba sentado con ella porque no tenía una entrada «de más». Era la suya propia la que le había dado.
Theo Savas salió del teatro, decidido a resistirse al rumor secreto que insistía en que fuera en busca de aquella joven delgada de cabello castaño con los ojos de mirada dulce y a acudir, por puro sentido del deber, a la celebración que seguiría a la inauguración del ballet. De todos modos, no iba a poder darle esquinazo a la fiesta, ya que se celebraba en el mismo hotel en el que él se hospedaba.
Se había contentado con observarla desde la distancia, acomodado en el asiento del fondo que le había encontrado la directora del teatro. La había visto no mover ni un músculo durante la representación y luego aplaudir con entusiasmo al final, aunque también había percibido un rictus triste en su boca al darse la vuelta para salir. Sus instintos habían peleado dentro de él. Tenía aventuras ocasionales, siempre discretas, siempre sin ataduras, sin la complicación de las emociones o el peso del equipaje. Placer físico como un regalo entregado voluntariamente, simple y satisfactorio. Nada más. Había visto el dolor que se causaba cuando importaba demasiado.
Y tenía la sensación de que aquella sílfide de piernas largas no era el tipo de mujer a la que le gustasen esa clase de relaciones, sin ataduras y sin el corazón de por medio.
Al llegar a la zona de recepción, un grupo de mujeres se volvió a mirar. A continuación, sonrieron. Una se le acercó.
–Eres Theo Savas.
–El mismo.
Una invitación brilló en los preciosos ojos azules de la bailarina, y se dio la vuelta como hacía siempre. Pero no logró deshacerse del recuerdo de aquella mirada azul violáceo, o del interés que había visto brillar en ella. Y lo lamentó.
–Soy…
–Lo siento –la interrumpió–. No puedo pararme a charlar.
Saludaría al director de la compañía y desaparecería de allí, pero al darse la vuelta en su busca vio una figura alta al otro lado de la estancia. Miró con más atención y sonrió. Estaba en sombras, pero su silueta era inconfundible, y la sensación de triunfo permitió que la tentación campase a sus anchas. La damisela sin entrada debía haber sido invitada a la fiesta por su amiga bailarina.
–Eh –susurró, sujetando su brazo para llamar su atención.
–¡Oh! –sus pupilas se dilataron el mirarlo. No había modo de esconder la sensualidad que brilló en aquellos ojos–. ¿Qué haces aquí?
–Podría preguntarte lo mismo –contestó, sin poder apartar la mirada de su cara, como si no la hubiera visto en meses–. ¿Dónde está tu amiga?
En realidad, le daba exactamente igual. Lo único que le importaba era que tuvieran una segunda oportunidad que no pensaba dejar escapar.
–Zoe está allí –contestó, señalando a una mujer menuda que charlaba animadamente con un grupo de bailarines–. Está… ocupada ahora mismo.
–Te ha dejado sola.
–Tú también me has dejado sola.
Él no contestó, silenciado por aquella especie de reproche.
–Se lo está pasando bien –añadió ella rápidamente–. Se lo merece.
–¿Y tú no?
–Yo ya me lo he pasado bien. ¿Por qué me diste tu entrada? –preguntó, mirándolo–. Te lo has perdido entero.
–Me dieron otro asiento, así que he podido ver también la segunda parte, como tú.
–Ah, bien. Cuánto me alegro. Aun así, fuiste muy amable.
–Mm… un placer –contestó. Le había gustado ver las emociones que pasaban por su cara–. Voy mucho al ballet. El teatro, la ópera, los eventos deportivos… forman parte de mi trabajo.
–¿Y no te gusta?
–Sí, claro.
Pero últimamente tenía otras cosas rondándole por la cabeza. Los últimos meses habían sido muy tristes, y quería olvidarse de todo durante un rato. La tentación se materializó. Quizás la solución la tenía de pie delante de él. Y a lo mejor no podía resistirse a ella.
Tendiéndole una mano, dijo:
–Theo Savas.
Leah no quería seguir mirándolo así, pero era incapaz de apartar la mirada.
–Leah Turner.
Sintió una especie de premonición, pero la necesidad de tocarlo aunque fuese del modo más leve era irresistible, y le estrechó la mano. Durante un segundo se quedaron así, unidos, de un modo mucho más intenso de lo que debería transmitir un simple apretón de manos.
Lo de antes había sido un regalo, nada más, un sencillo regalo sin contrapartidas. Solo un momento de generosidad entre desconocidos. Pero ¿de dónde salía aquel fuego que había en aquel momento en su mirada? ¿De dónde aquel calor que le subía por el brazo? La electricidad le cortocircuitó el cerebro.
–Debería irme ya –murmuró.
–¿Por qué?
–Es que trabajo mañana.
–¿Y? Yo tengo que tomar un vuelo a primera hora.
No pudo evitar sonreír.
–¿Es una competición?
–Tú me dirás.
–No me gustan mucho las competiciones.
–¿No? A nadie le gusta perder.
Cierto, pero dudaba que él hubiera perdido en muchas ocasiones.
–Entonces, ¿qué te parecería una colaboración? Trabajaríamos juntos para alcanzar un objetivo común…
La boca se le quedó tan seca que tuvo que humedecerse los labios para poder contestar.
–¿Y qué objetivo sería ese?
Sus ojos miraban serios a pesar de que sonreía.
–La mejor noche de nuestras vidas.
–Guau. A por todas, ¿eh?
–Siempre. Si no se apunta alto… –se quedó serio–. No esperaba volver a verte.
–¿Y lamentas haberme visto?
–Lo que lamento es haberme ido. Me arrepentí de dejarte marchar.
No podía moverse. Alguien la empujó al pasar, y él soltó su mano para pasarle el brazo por el hombro. El resto del mundo se desvaneció.
–¿Quieres ir a otro sitio más tranquilo?
Ella nunca había ido a «otro sitio más tranquilo» con nadie en la vida, pero sabía a qué se refería.
–Apenas me conoces.
–Y no voy a conocerte –sonrió con tristeza–. Mañana vuelvo a Grecia.
Estaba allí solo por una noche. ¿Le estaba diciendo que aquello iba a ser cosa de una sola noche? Tenía que ganar tiempo para procesar las señales.
–¿Eres griego? ¿De dónde exactamente?
–De Atenas –su mirada no cambió. Era como si supiera que necesitaba tiempo para procesar–. Pero tengo una casa de vacaciones en una isla.
Claro. Debía tener casas por todas partes.
–¿Has estado alguna vez en Grecia?
Ella negó con la cabeza.
–¿No te ha interesado?
–Me encantaría ir algún día.
–Y navegar por las islas, ¿no?
–Seguro que sería increíble, pero me gustaría ir a Delfos.
–¿Has estudiado a los clásicos?
–No, es una tontería. Es que uno de mis libros favoritos estaba ambientado en Delfos.
–¿Qué libro?
–Seguramente no habrás oído hablar de él.
–He leído mucho. ¿Cómo se titula?
–Era una vieja edición de bolsillo, no lo conocerás.
Se lo encontró en la consulta de un médico y se lo llevó a casa a escondidas de sus padres. El suspense romántico no estaba en la lista de lectura que habían confeccionado para ella.
–Entonces, tendrás que viajar allí para comprobar si está a la altura del libro.
–Acabo de trasladarme a Londres –se encogió de hombros–. Grecia tendrá que esperar un poco más.
–Entonces tú eres nueva aquí y yo estoy de paso… pero la suerte ha hecho que nos encontrásemos dos veces en una misma noche.
–Y quieres que yo…
–Sí –algo ardió en sus ojos–. Quiero que vengas conmigo y sí, me refiero exactamente a lo que estás pensando.
Sí, había cambiado. En el teatro se había contenido de algún modo, pero ahora había decidido no contenerse.
–No eres… tímido.
–Pero tú sí. No tengas miedo de ir a por lo que desees.
–Es que… esto no se me da bien –confesó.
Él no se rio. Su expresión era mezcla de ánimo y tensión. Con una mano le rozó la mejilla.
–No voy a ponerte nota, Leah –se acercó–. Y para que conste, no tengo intención de que ninguno de los dos salga herido.
Había tensión dentro de él. Algo le inquietaba.
–¿Quieres que te dé un ejemplo? –susurró, acercándose más.
El pulso atronó. Debería decir que no y apartarse, pero no quería, y su cuerpo estaba decidiendo por ella.
¿Quién podía saber que un beso podía ser tan delicado? Empezó como apenas un roce de sus labios. Sus manos volaron al nacimiento de su pelo y él puso la mano en su cintura para pegarla a su cuerpo, y la presión de su boca creció, lo mismo que la intimidad de su lengua en el interior de su boca. Con una lenta e inexorable maestría espoleó su respuesta. Desató una necesidad primaria en ella y algo saltó en su alma buscando conexión, empujándola a deslizar las manos por su pecho y por sus hombros, a tenerlo tanto como él la tenía a ella.
Pero estaba despertando algo más que el calor de su sangre y una repentina inquietud en sus caderas.
Un hambre cruda se estaba desatando dentro que él estaba volviendo más exigente. Aquello no era solo deseo, sino necesidad. Arqueó la espalda para abrirse para él, buscando más con sus caricias, con la lengua y con las manos. Él la dejaba hacer. Sintió que abría las piernas para acogerla más en su abrazo y la besó febrilmente, buscando calmar y atormentar al mismo tiempo. Sabía que era una locura, que no tenía sentido, pero había algo más que aquella deliciosa e incontrolable lujuria, y eso era lo que hacía de aquella algo innegable.
Comenzó a temblar violentamente de la cabeza a los pies, y una sensación la zarandeó como un río al que acabasen de soltar de una presa cerrada durante décadas.
–¿Qué piensas? –preguntó él. Tenía la respiración áspera y su pronunciación sonaba borrosa.
El pensamiento tenía poco que ver en aquella situación. Lo miró a la cara y se alegró de que no la hubiera soltado, porque se sentía mareada. Reparó en que tenía la piel sonrosada y que le brillaban los ojos. Aun pegada a él sintió no solo su deseo físico sino su contención. Sabía que se alejaría de ella si se lo pedía.
Pero otra compulsión la mantuvo así; una oculta, verdadera y tierna necesidad. Sus razones eran distintas a la de ella, pero sintió su soledad tan honda como la suya y, por primera vez, se sintió estimulada para dar y tomar algo inequívocamente íntimo.
Su respuesta fue tan simple, tan sencilla… no podía dejar pasar aquel momento único. No podía dejarlo pasar a él.
–Creo que voy contigo.