TIENES un momento, Theo?
Levantó la mirada. Su jefe de seguridad, Philip, estaba en la puerta del despacho con un expediente rojo en las manos.
–Claro –Theo se recostó en su silla, viendo como Philip entraba y cerraba la puerta–. ¿De qué se trata?
–Una mujer visitó las oficinas de Londres la semana pasada –dijo sin más preámbulo–. El vigilante reparó en ella antes de que se acercase a recepción. También hubo una llamada el día anterior a las oficinas de Atenas.
¿Una mujer?
–¿Crees que es una amenaza?
Philip sacó una foto del expediente.
–La hemos sacado de las grabaciones de seguridad. Es la mujer a la que quisiste que investigáramos. Leah Turner.
Todos sus músculos se pusieron en alerta. ¿Leah? ¿Su Leah de la entrada perdida?
–¿Qué quería?
–Hablar contigo sobre un asunto personal.
¿Había intentado ponerse en contacto con él? ¿Por qué? ¿Por qué después de tantos meses?
–¿Por qué no la pusieron en contacto conmigo? –preguntó, pero antes de que fuera a contestar, levantó una mano–. No importa –se respondió él mismo. Ninguno de sus empleados facilitaría información personal a una mujer sin más–. ¿Ha dejado un número?
–Por desgracia, se ha traspapelado. Acabo de hablar con la persona de recepción que…
–¿Cuánto hace que pasó?
–Me ha llegado esta mañana –contestó en tono de disculpa–. Siento el retraso. ¿Quieres que intente…?
–Ya me ocupo yo –cortó. Necesitaba intimidad para procesarlo–. Y cierra la puerta al salir. Philip –lo llamó cuando estaba ya a punto de marcharse–. Gracias.
No había abierto el informe sobre la encantadora Leah Turner. Había pedido que la investigaran después de aquella noche porque no podía quitársela de la cabeza y esperaba encontrar algo en él que matara su constante interés. Pero se había sentido tan mal cuando llegó que había decidido no abrirlo.
Cada noche desde aquel ballet había soñado con volver a estar con ella. Su imaginación volvía una y otra vez a su melena castaña, su piel pálida, aquellas piernas imposiblemente largas, el brillo de sus ojos cada vez que hacía un comentario inteligente, su risa y su expresividad emocional…
No había querido volver a verlo. Ni siquiera se había quedado su número. Lo había achacado a una especie de instinto de conservación, porque él también sabía que terminar en aquel momento era lo mejor.
En la fotografía aparecía envuelta en una voluminosa chaqueta de lana, a pesar de que era primavera, y con una expresión preocupada. ¿Por qué habría querido verlo, y por qué en aquel momento, después de transcurrido tanto tiempo?
Apartó la silla y examinó rápidamente los pros y los contras de marcharse de inmediato, pero la decisión ya estaba tomada. Necesitaba verla en persona.
Llevaba meses necesitándolo.