ALGUIEN llamó con fuerza a la puerta, tanto que a Leah se le cayó una de las agujas. Se levantó y fue a abrir. No solía tener visitas a aquellas horas de la noche.
–¿Sí? –preguntó a través de la puerta.
–Abre, Leah.
Las rodillas se le doblaron y se apoyó en la puerta. Una oleada de emociones le atravesó el cuerpo. ¿De verdad podía ser…?
–¿Leah? Soy Theo.
Era tan arrogante que no le dio el apellido. No lo necesitaba.
Estaba tan desconcertada que abrió sin pensar, casi fuera de la realidad. Primero vio unos vaqueros azules; luego, la camiseta blanca tensa sobre un pecho masculino tan poderoso que algo ilícito se despertó en su vientre. Subió de inmediato la mirada, pero solo para encontrarse con sus maravillosos ojos verdes. Era más sensacional de lo que lo recordaba.
El tiempo se detuvo.
–Theo –respiró hondo. Tenía que aclararse las ideas–. ¿Qué haces aquí?
Él no contestó. Estaba demasiado ocupado mirándola. Primero estudió su cara; después, su cuerpo. Leah comenzó a sentirse incómoda, consciente de que las mallas que llevaba eran tan viejas que casi parecían grises en lugar de negras, con un roto en la rodilla, y que cubría con sus calentadores más viejos. La camiseta que llevaba también era vieja, pero menos mal que le quedaba holgada. Encogió los pies sobre la alfombra gastada. Todo, sus pensamientos, sus sentidos, sus deseos, se intensificó. Fue como si solo hubiera estado viva a medias aquellos últimos meses y bastara con haberlo visto en su puerta para que la energía volviera a recuperar todo su caudal. Energía y excitación palpitaban en sus venas.
Tenía que decírselo.
–Me he enterado de que estabas intentando ponerte en contacto conmigo –dijo con una sonrisa, pero sus ojos la evaluaban atentamente.
Ella no pudo devolverle la sonrisa. Se apartó para dejarlo pasar y cerró la puerta.
–¿Cómo lo has sabido?
–Fuiste a mi oficina de Londres.
–Así que al final te hicieron llegar mi mensaje.
–Por desgracia, el mensaje se perdió. Si no, habría llegado antes.
¿No había recibido el mensaje?
–Entonces, ¿cómo…?
–Había cámaras y guardias de seguridad.
–¿Y les parecí sospechosa? –preguntó. Se habría reído de no estar tan aterrada–. ¿Cómo has conseguido mi dirección?
–Tengo un equipo de seguridad muy bueno –contestó, sus ojos fijos en ella–. Pero todo esto es irrelevante. ¿Por qué querías verme, Leah?
Sintió como si estuviera al borde de un precipicio y no tuviera más alternativa que saltar.
–Estoy embarazada.
Theo no se movió. Estaba tan inmóvil que se preguntó si le habría oído.
–Estoy embarazada –se obligó a repetir.
–Enhorabuena –contestó mecánicamente.
Leah esperó, pero él continuó sin moverse. No parecía comprender.
–Es tuyo.
–No –espetó–. Nos acostamos hace meses. No es mío.
–Estoy embarazada de cuatro meses.
Con los dientes apretados, la miró de arriba abajo.
–No parece que estés de cuatro meses. No tienes tripa.
–¿Eres un experto, acaso? Soy tan alta que el bebé tiene sitio donde esconderse –replicó, enfadada. No iba a permitir que la tratase como si fuera idiota–. Pero el médico ha dicho que va todo bien.
–No es posible. Usé preservativo.
–Pues, al parecer, alguno falló.
Seguía rígido en el centro de la diminuta habitación.
–¿Y lo llevas sabiendo todo este tiempo?
–No, claro que no. Lo supe la semana pasada.
–Yo no soy un experto –se burló–, pero ¿cómo es posible?
–Yo… es que… he estado muy ocupada, y no me he dado cuenta de que…
–¿No te has dado cuenta? –repitió, avanzando hacia ella. Se detuvo con una tensión brutal.
–Fui al médico la semana pasada –dijo. La furia de su mirada la hizo encogerse–. Cuando me lo confirmó, intenté ponerme en contacto contigo.
–¿Lo intentaste? –repitió de nuevo con sarcasmo.
Ella solo pudo asentir.
–Llamaste a mi oficina, pero no dejaste un número –enumeró–. Te presentaste en la de Londres, pero solo una vez. Te rindes con facilidad.
Lo cierto era que tenía razón. No había hecho lo suficiente.
–¿Soy yo el único padre posible? –preguntó para rematar.
La pregunta le dolió. ¿Cómo podía pensar eso? ¿Y él? ¿Habría tenido más amantes desde que estuvieron juntos? ¡Seguro! Pero Theo sabía que era virgen y que, por lo tanto, un encuentro sexual para ella era algo fuera por completo de la normalidad.
–¿Es que piensas que he empezado a acostarme con hombres una noche sí y otra no? –espetó, enfadada–. Podemos pedir una prueba de ADN si no me crees.
De pronto se dio la vuelta.
–No. No es necesario –replicó, encogiéndose de hombros–. Te creo –declaró, y respiró hondo–. ¿Cuál es el plan?
–¿El plan?
–Estás embarazada de cuatro meses y no habías conseguido ponerte en contacto conmigo. ¿Qué tenías pensado hacer?
–Pues iba a… –tragó saliva.
–¿Ibas a volverte a casa con tus padres?
–No.
No estaba preparada para enfrentarse a sus recriminaciones, sus miradas al aire, sus suspiros de impaciencia al constatar una vez más que nunca llegaba a cumplir sus estándares.
–¿Tampoco se lo has dicho a ellos?
–Están muy ocupados y viven muy lejos.
No quería que su bebé viviera en un entorno intelectual y frío en el que las personas normales nunca llegaban al mínimo requerido.
–Yo vivo todavía más lejos –espetó–. ¿Te has parado a pensar en eso?
En realidad, no. La angustia ante la perspectiva de decírselo había bloqueado toda posibilidad de pensamiento coherente.
–Viajas mucho –dijo, intentando razonar–. Si quieres, puedes venir a verlo… con frecuencia.
No era la reacción que esperaba del hombre en el que tanto había confiado aquella noche.
–¿Si quiero? –parecía sorprendido–. ¿Piensas que me voy a contentar con ver a mi hijo cada dos o tres semanas en el mejor de los casos?
El modo en que pronunció aquellas palabras, además de su contenido, le puso la piel de gallina. Se acercó a ella, todavía más enfadado.
–Eso no va a ocurrir, Leah. Nunca. ¿Has hablado con alguien de esto?
–Solo con el médico.
¿Cómo podía sonar tan patética?
–Bien. Eso significa que podemos trabajar nuestra historia con más eficacia.
–¿Nuestra historia?
–Nos vamos a casar.
A Leah se le quedó la boca abierta.
–¿Qué?
–Estás embarazada. Es hijo mío. Y no voy a permitir que mi hijo sea ilegítimo.
–¿Y yo no tengo nada que decir en todo esto?
–Explícame lo que ibas a hacer entonces. ¿Cómo te las ibas a arreglar? ¿Pensabas quedarte en esta caja de cerillas? ¿Vas a volver a trabajar en cuanto des a luz y mi hijo se va a pasar el día entero en la guardería? ¿Cómo ibas a llegar a fin de mes, Leah?
Estaba haciendo demasiadas preguntas y emitiendo demasiados juicios. Una batería de pruebas destinadas a hacerla tropezar, como aquellos temidos exámenes sorpresa que sus padres le obligaban a hacer para que no se relajara. La misma ansiedad que entonces se apoderó de ella, bloqueando su capacidad de pensar.
–No voy a casarme contigo.
–¿Por qué no? Sabes que no tendrás que volver a trabajar ni un solo día en toda tu vida –explotó.
–Ni siquiera sabía quién eras, y no fui yo la que proporcionó los preservativos, ni la que los puso. Tampoco fui yo quien no se molestó en comprobar si habían…
–¿Sobrevivido al evento? –sugirió.
–No. ¿Y sabes qué? Me gusta mi vida, me gusta mi casa y me gusta la gente a la que ayudo en mi trabajo. Quiero trabajar, y no pienso dejarlo todo para dedicarme a una vida de aburrimiento intolerable en un país extranjero con un marido que, en realidad, no quería casarse conmigo.
–Pues qué pena –espetó–, porque estamos precisamente en ese punto. ¿No era eso lo que querías? Tampoco es lo que yo quería, pero es lo correcto. Haz el equipaje.
Leah se quedó mirando a aquel desconocido.
–No quiero discutir, Leah.
–Claro, porque pretendes que haga todo lo que tú quieres.
–Sí –respondió, incluso con una sonrisa. O mejor dicho, una especie de sonrisa–. Se me da bien solucionar problemas, y tienes que estar de acuerdo en que esto es un problema.
Lo era, y bien grande.
–¿Cuál es tu plan?
Theo se pasó una mano por el pelo y suspiró.
–A largo plazo, lo que decidamos no tendrá mucho impacto en nuestras vidas.
–¿Qué quieres decir? –preguntó. Había sentido un escalofrío.
–Que podemos llegar a un acuerdo que nos beneficie a ambos.
–¿Qué clase de acuerdo?
–Nos casaremos y criaremos al bebé –explicó, distante–, pero llevaremos vidas independientes. Tengo varias propiedades.
–Independientes –repitió, tragándose el escozor que le producía su rechazo. No podía dejar que le afectara. Obviamente no sentía ni rastro de la atracción que ella seguía sintiendo por él.
–Theo, pasamos una noche muy agradable, pero terminaba ahí.
–Pues me temo que ahora no es así. Ahora tendremos que cargar el uno con el otro de por vida.
–No tiene por qué ser así.
–¿Qué quieres decir? ¿Estás dispuesta a cederme la custodia?
–¿Qué? ¡No!
–Porque yo no voy a eludir mis responsabilidades, Leah. Si vas a tener ese bebé, yo me ocuparé de él. Siempre.
Su vehemencia la sorprendió. Decía que no quería casarse, y ella había dado por sentado que tampoco querría tener hijos, pero ahora se había metido en el modo familiar de lleno. ¿Por qué?
–No lo pongas más difícil de lo necesario –añadió, observándola atentamente–. Podemos encontrar una solución.
–Sí, pero no tiene que ser el matrimonio. Dijiste que nunca te casarías –añadió, intentando serenarse.
Él apretó los dientes.
–Estás embarazada.
La historia se repetía de la peor manera posible. La había fallado a ella, a su abuelo y a sí mismo. Sabía que los accidentes podían ocurrir. Él mismo era uno. Y tenía que lograr hacerlo mejor que sus padres. Por mucho que no quisiera hacerlo, solo había un modo de arreglarlo, y aunque aún estuviera recuperándose de estar respirando el mismo aire que ella, aunque aún siguiera conteniéndose para no besarla, tenía que encontrar la calma y la lógica con la que poder redactar un contrato con ella.
Sin embargo, verla a la defensiva había despertado en él un instinto primario de posesión que le impedía razonar. Iba a reclamar lo que era suyo. Lo protegería siempre, incluso de sí mismo.
–No pienso tener un hijo ilegítimo, Leah –le dijo–. Él o ella se merecen llevar mi apellido y disfrutar de todos los privilegios que eso conlleva.
–¿Te refieres al dinero?
–Me refiero a muchas cosas, pero sí, el dinero también es una de ellas. Mi hijo también necesitará tener protección. Y tú –la miró serio–. No tienes ni idea de lo que acompaña a una riqueza como la nuestra.
–Es una terrible carga, sí.
–El niño necesitará algo más que seguridad física –respondió, negándose a morder el anzuelo–. Necesita sentir que pertenece –declaró, y al mismo tiempo bloqueó el recuerdo de la inseguridad y la traición–. Lo siento si para ti es algo anticuado, pero…
–No es anticuado. Es honorable –suspiró–, pero es que…
–Estamos hablando de un bebé, Leah –la interrumpió–. No hay nada que cambie más la vida que eso, y voy a asumir mi parte de responsabilidad.
–Lo que estás haciendo es asumir toda la responsabilidad, y volviéndote un dictador en el proceso.
Ver que ella perdía los nervios le obligó a no hacer lo mismo de nuevo, porque si reaccionaba como le pedía el cuerpo, de ninguna manera llegarían al acuerdo seguro y práctico que ambos necesitaban. Sus heridas antiguas lo perseguían. La frase que Leah había dicho antes, «una vida de aburrimiento intolerable con un marido que, en realidad, no quería casarse conmigo», resumía a la perfección lo que había sido la vida de su madre. Y toda la traición y el dolor que había acarreado.
Pero no iba a escarbar en el pasado en aquel momento. Lo único que importaba era que Leah tuviera todo lo que necesitase. Dio unos pasos por la habitación, reflexionando sobre el único modo que pudieran tener un futuro viable. Apenas tendría que verlo.
–Haz el equipaje –le dijo, a pesar de que ella ni siquiera lo miraba. Estaba asustada y enfadada, y no podía culparla, porque él también lo estaba–. Se está haciendo tarde.
–No voy a ir contigo –contestó, mirando al suelo.
–No me iré sin ti. Puede que haga poco que has sabido que estabas embarazada, pero no has intentado ponerte en contacto conmigo con mucho ahínco. ¿Cómo voy a saber que no te vas a largar de la ciudad en plena noche?
–No confías en mí…
No quiso escuchar el dolor que palpitaba en aquella frase.
–No me marcho sin ti.
–Bueno, pues yo no me voy a mover de aquí esta noche. Buena suerte en mi diminuto sofá.
–No voy a dormir en el sofá, Leah.
–En mi cama no eres bienvenido –espetó.
–¿Seguro? –se acercó y sintió una corriente de sensualidad. Sus palabras eran puro desafío. La electricidad que crepitaba entre ellos seguía allí. Lo había notado nada más volver a verla–. Entonces, en mi suite del hotel.
–No voy a…
–Tiene más de un dormitorio –protestó–. ¿Se calmará así tu virtud ultrajada? Eso, o nos pasamos toda la noche discutiendo aquí.
Hubiera querido demostrarle lo vacías que estaban sus palabras, pero mejor no hacerlo.
–No puedo recogerlo todo esta noche –protestó ella, cruzándose de brazos.
Él miró a su alrededor.
–¿Por qué no? No te puede costar mucho.
–Eres un imbécil, ¿sabes?
–Leah… –controlarse le estaba costando un potosí, cuando lo que deseaba era cargarla al hombro y salir de allí–. Se está haciendo tarde.
–Podría ir más adelante. Dentro de una semana o así.
Era inaceptable.
–Vamos a estar juntos hasta que nos casemos.
–¡No podemos casarnos sin más!
Cierto.
–Necesitaremos una semana para preparar todo el papeleo.
–¿Una semana?
Sí, se movía rápido, y no iba a disculparse por ello.
–Así tendrás tiempo de encontrar algo que ponerte.
–Claro, porque eso es lo más importante que tengo que considerar.
Aun estando arrinconada, sabía defenderse, y contuvo una sonrisa.
–Deja de perder tiempo y ve a hacer el equipaje, o nos vamos sin tu ropa.
–Está bien. Tu suite en habitaciones separadas.
Theo volvió al pequeño recibidor. Era enano y viejo, con la moqueta desgastada y las paredes necesitadas de una mano de pintura, todo ello a pesar de los detalles que ella había añadido para personalizar el lugar: unas mantas cálidas en el sofá y unos cojines tejidos a mano. Había un corcho colgando de una pared. En él, tenía colgada una foto con su amiga bailarina, el menú de un tailandés del barrio, un par de dibujos en papel cuadriculado y una entrada de teatro. Se acercó un poco más.
–¿Es tu entrada del ballet? –preguntó sonriendo cuando ella salió con una bolsa de lona y aquel enorme y feo bolso.
–Resultó que me la había dejado aquí –confesó azorada–. Por eso no la encontraba en el bolso.
Theo se echó a reír y volvió a mirar la entrada.
–Tenías un buen asiento.
–Ya te dije que Zoe es amiga mía. ¿Es que no me crees? –la sonrisa se borró–. Nunca te he dado razones para que no confíes en mí, Theo.
–Me temo que no nos conocemos muy bien.
–Y yo supongo que casarnos va a cambiar eso –espetó.
Ella creía que lo conocía, que habían conectado algo más que físicamente aquella noche. Y desde luego, ella sí que confiaba en él. Que no fuera recíproco le dolía.
–Tendré que volver a recoger lo demás –dijo, cargando de nuevo con su bolsa de lona.
Aunque no estaba ni mucho menos convencida de irse con él, ¿cómo oponerse? Tenía razón. Carecía de su dinero, su poder, su experiencia o su autoridad, y su familia no solo se iba a avergonzar de su situación, además de mostrarse reticentes a ayudarla, sino que serían verdaderamente incapaces de ofrecer el apoyo emocional que quería para su hijo. Si Theo tenía una relación entrañable con su abuelo tal y como parecía, eso sería mejor, y lo menos que podía hacer era darle una oportunidad. Se lo debía.
–¿Tienes pasaporte vigente?
–Sí. ¿Por qué?
–Porque necesitamos llegar a casa lo antes posible.
–¿Esperas que me vaya a Grecia? ¿Cuándo? ¿Mañana?
–Exactamente.
¿Casarse en una semana? ¿Irse a Grecia en menos de veinticuatro horas? ¿Irse con él aquella misma noche?
–Tenemos que solucionar eso y yo no puedo dejar a mi familia durante mucho tiempo.
–Pero crees que yo sí puedo dejar a la mía.
–Teniendo en cuenta que nos les has dado a tus padres la buena nueva… supongo que eso habla por sí solo de tu relación con ellos –le quitó las bolsas de las manos–. Volaremos a Atenas a primera hora de la mañana.
–¿Y no presentarme en mi trabajo sin más? Tengo que comunicárselo con tiempo y despedirme de los residentes. ¿O es que crees que porque trabajo de recepcionista puedo plantarlo todo y estar a tu disposición?
Él la miró fijamente, y se diría que estaba contando hasta diez.
–De acuerdo –suspiró–. Ya veremos cómo lo hacemos mañana por la mañana. Ahora vámonos a mi hotel. Descansemos un poco.
Leah iba mirando por la ventanilla sin hablar. No iban al mismo hotel que la noche del ballet. Aquel era pura discreción, el lujo secreto en el corazón de Mayfair. Siguió a Theo a la suite del ático. Solo el recibidor era tres veces su piso.
–Puedes utilizar la habitación que quieras.
–¿Aún no has ocupado tú ninguna?
–He ido directo del aeropuerto a tu casa.
¿No conocía la noticia y había ido directo a verla, solo porque se había presentado en sus oficinas de Londres?
No podía apartar la mirada de él. De algún modo, aquel lugar resultaba más íntimo que su diminuto apartamento. Quizás fuera la iluminación, o el lujo del mobiliario, pero la cuestión era que sus sensaciones se habían acrecentado, lo mismo que la tentación de la intimidad y el contacto físico. Pero él no quería eso. Quería que vivieran vidas separadas, juntas únicamente por el bien del bebé.
–Te acompañaré mañana a hablar con tu jefe antes de salir para el aeropuerto –dijo Theo en voz baja.
–¿Me consideras incapaz de hablar con ellos yo sola? –no podía contener la sensación de tener que defenderse constantemente–. ¿Es que tienes miedo de que pueda decir algo inconveniente?
–No –se acercó–. Lo que temo es que no te dejen marchar. Como una de esas ancianitas te pida que le prepares un té, no saldremos de allí nunca –la miró fijamente–. Eres muy manipulable, Leah. Basta con que te toquen un poco el corazón.
¿Eso era lo que él había hecho aquella noche? ¿Acaso la conexión que se había creado entre ellos no había sido más que una manipulación?
–No tiene nada de malo ser amable con la gente.
–Nada en absoluto –respondió él, encogiéndose de hombros–. Iremos a ver a tus padres después de pasar por tu trabajo. ¿Cómo son?
–No es necesario –no podía hablarle de sus padres y, desde luego, no quería que los conociera–. Olvida que te lo he mencionado. No es necesario que los conozcas.
–¿Te vas a marchar del país y ni siquiera vas a despedirte de ellos? ¿Tampoco quieres invitarlos a la boda?
–No vendrían.
Theo parpadeó.
–Ahora sí que tengo ganas de conocerlos.
–Pues es una pena, porque no va a suceder.
–Leah –suspiró–, estoy intentando ser razonable y ceder. No pretendo ser un dictador.
–¿Y que me estés informando del itinerario de mañana significa que no eres un dictador?
–Voy a ser su yerno –recapacitó, sujetándola por los hombros–. ¿No crees que querrán conocerme? ¿De verdad no hace falta pasar por la aprobación de tus padres?
Seguramente les encantaría conocerlo, pero no creerían ni por un segundo que pudiera estar enamorado de ella. Reconocerían de inmediato que todo era una farsa.
–Háblame de ellos –le pidió, ladeando la cabeza–. ¿A qué se dedican? No puede ser tan malo.
–No me avergüenzo de mis padres. Más bien al contrario –suspiró–. Son académicos. Mi hermano menor, también.
–¿Académicos? –se sorprendió.
–Catedráticos. Oliver, mi hermano pequeño, tiene tanto talento que ya es profesor universitario –mientras que ella era recepcionista en una residencia de ancianos–. Sus carreras lo son todo para ellos.
Theo se quedó pensativo.
–¿Qué piensan de tu elección de profesión?
–¿De verdad no te lo imaginas?
–¿Cuál es su especialidad?
–¿Aparte de la crítica, quieres decir? Química.
–¿Química? –se sonrió.
Ella también sonrió tímidamente.
–Mis padres son… les costará un segundo darse cuenta de que no somos…
–¿No somos qué? Vas a tener un hijo mío, luego obviamente nos hemos acostado. Nos atraemos el uno al otro.
–Nos hemos atraído una vez.
–Yo creía que siempre preferías decir la verdad, Leah.
–Bueno… puede que tuvieras razón. A veces es mejor no decir nada. Es tarde –murmuró–. Debería descansar.
–Sí. Ve. Duerme –contestó. Volvía a ser el hombre remoto y reservado–. Me parece que mañana tenemos un gran día.