Capítulo 6

 

 

 

 

 

CLARO. Entiendo que tengas que irte ya mismo –dijo Seth, su jefe–. Pero vamos a echarte mucho de menos.

Leah asintió porque no podía hablar.

–No era necesario que nos hiciera una donación tan cuantiosa… –añadió dirigiéndose a Theo.

–A Leah le preocupaba tener que marcharse sin darles tiempo a preparar su sustituta –contestó–, pero estando mi abuelo como está…

–Por supuesto. Lo entendemos –y volvió a mirar a Leah–. Pero nos entristece que te marches.

Ella bajó la mirada para ocultar la emoción. Aquel era el primer trabajo que le gustaba de verdad. Cuanto se necesitaba de ella era que supiera tranquilizar a la gente y hacer que se sintiera cómoda, y su vida había florecido allí. Ella también los iba a echar de menos.

–Necesito un momento –dijo, dirigiéndose a Theo, y echó a andar por el corredor antes de que él pudiera contestar.

Se detuvo ante la habitación de Maeve y tocó a la puerta abierta suavemente con los nudillos.

–Nos dejas…

Maeve se levantó de su sillón con los brazos extendidos hacia ella.

Sí –contestó, abrazándola–, pero tengo algo que quería darle.

Y del bolso sacó una manta pequeña.

–¡Es preciosa! Y tiene ese remate que yo no soy capaz de hacer con esta artrosis que me tiene perdidas las manos –sonrió la anciana.

–Sí –tragó saliva para deshacerse del nudo que tenía en la garganta–. He pensado que le vendría bien para estar calentita.

–Yo también tengo algo para ti –dijo, y sacó una bolsa de debajo de su mesa–. Me he decidido por el blanco. Como no estabas segura…

El corazón se le derritió al ver una diminuta chaquetita de bebé.

–¡Es preciosa! Muchísimas gracias, Maeva.

Tenía que haberle costado un gran esfuerzo terminarla a tiempo y la guardaría siempre como un tesoro.

Maeva tomó sus manos en las suyas.

–Vas a ser una madre maravillosa, Leah.

–Vendré a visitarla cuando vuelva –le dijo con la garganta tensa. No quería decir adiós. La iba a echar de menos.

–Leah –la llamó Theo desde la puerta–. Lo siento, pero tenemos que irnos.

 

 

Diez minutos más tarde, Leah miraba por la ventanilla del coche. Salían del centro de Londres y su pulso aceleró al mismo ritmo que el coche.

–No puedo creer que utilizaras tu dinero y a tu abuelo para cancelar mi contrato.

–No he utilizado a mi abuelo, he dicho la verdad –respondió tranquilamente.

–El dinero sí que lo has usado –murmuró, dejándose llevar por una inexplicable necesidad de provocarlo.

–Leah….

Theo puso su mano sobre la de ella. Sirvió para que se calmara un poco, pero no para que se deshiciera de la ansiedad. Tenía que resolver aquella situación, y aunque él se estaba pasando de la raya tomando decisiones, al menos intentaba hacer algo. Debería hacer lo mismo.

–¿De verdad tu abuelo está muy enfermo?

–Lo han operado del corazón hace poco, pero está mejorando –respondió con cierta rigidez.

–¿Y qué crees que va a pensar cuando te presentes comprometido con un mujer a la que apenas conoces y que está embarazada de cuatro meses?

–Dimitri no tiene por qué conocer todos los detalles, o más bien la falta de ellos en nuestra relación.

–¿Vas a mentir?

Le diré lo importante y ya está. Su bienestar es muy importante.

Hizo una pausa. Estaba claro que no le gustaba hablar de ese tema, pero no pudo resistirse a preguntar más.

–¿Estáis muy unidos toda la familia?

–He vivido con él desde que tenía diez años –dijo en un tono tan bajo que apenas se le oía por encima del ruido del motor–. Se lo debo todo.

–¿Por qué te fuiste a vivir con él?

–Mi padre falleció.

–Lo siento.

Su contención le resultaba perturbadora.

–Me fui a vivir con Dimitri. Por eso ahora yo no voy a abandonar a mi hijo –respiro hondo–. Podemos hacerlo mejor…

No había mencionado a su madre y no quiso preguntar porque había dolor en su máscara de inexpresividad.

–¿Cómo es tu abuelo?

Theo suspiró, pero en sus labios se dibujó una sonrisa.

–Autoritario, viejo y achacoso. No permitiré que nada ni nadie lo moleste.

–¿Y crees que yo lo voy a molestar?

Él la miró.

–Tú no podrías molestar a nadie –contestó en voz baja.

¿Porque estaba indefensa y carecía de importancia… exactamente como pensaban sus padres?

–Porque eres una persona amable que nunca sería grosera con nadie deliberadamente –aclaró él antes de que pudiera preguntarle, mirándola solemne–. Pero tú tampoco vas a tener que aguantarle. No lo verás mucho.

–¿Es que da miedo?

Antes, sí –sonrió–. Pero luego crecí y me di cuenta de que solo quiere lo que piensa que es mejor para mí.

–¿Era duro contigo?

Hubo un breve silencio.

–Tenía unos estándares y yo tenía que estar a la altura, pero me alegro de que lo hiciera así. Nos llevamos bien. Como ya te he dicho, se lo debo todo.

Sabía bien lo que era que el listón estuviese siempre alto, pero a diferencia de ella, Theo lo pasaría siempre.

El chófer conducía rápido y los kilómetros fueron pasando al mismo ritmo que crecía su tensión. El instituto de investigación le era tan familiar… muros blancos y luces brillantes bajo las que ella había languidecido hasta que se dio cuenta de que reponer productos químicos en un armario no era trabajo para ella. Necesitaba algo en lo que tratar con la gente. Y necesitaba alejarse del triple eclipse de su familia.

Tomó aire, llamó a la puerta del despacho de sus padres y entró. Los dos estaban allí, como siempre.

–¡Leah! –exclamó su padre–. ¡Qué sorpresa! ¿Va todo bien?

Por supuesto tenía que asumir de inmediato que las cosas no le iban bien.

–Sí, todo va… muy bien. ¿Está mamá?

–Por supuesto –contestó ella.

Le gustó la cara de sorpresa de Theo al ver aparecer a su madre, que venía de la habitación de al lado. Mientras que su padre era como ella, alto, delgado y de cabello oscuro, su madre era todo lo contrario. Bajita, rubia, atractiva y tan brillante que había logrado su doble doctorado en la mitad de tiempo. Una mujer que se negaba a maquillarse, a ponerse vestidos o tacones, y que insistía en que ella tampoco los llevase.

–¿Qué te trae por aquí? –preguntó–. Qué os trae… a tu amigo y a ti.

–Os presento a Theo Savas. Theo, ellos son mis padres, Jocelyn Franks y James Turner.

Theo tendió la mano, pero su padre se quedó primero quieto, y luego le estrechó la mano débilmente.

–Estamos aquí porque… eh… porque vais a ser abuelos –espetó sin más preámbulos.

–¿Perdón?

La ira junto con aquella vieja impaciencia aparecieron en el rostro de su madre.

–Estoy embarazada.

Leah intentó aparentar calma, pero su cabeza no funcionaba correctamente, como siempre que su madre estaba a punto de ponerla a prueba.

–¿Eres tú el padre? –le preguntó directamente a Theo–. ¿Te has aprovechado de ella?

Leah la miró boquiabierta. ¿Acaso volvía a ser invisible? No iba a permitirlo, y menos delante de Theo. Además ahora sabía que había personas que confiaban en ella, como Maeva y Seth.

–Igual me he aprovechado yo de él.

–Oh, Leah…

De nuevo desilusión y rechazo.

Se obligó a sonreír. No iba a permitir que aquello ocurriera delante de Theo.

–La semana que viene vamos a casarnos en Grecia…

–Es lo menos –interrumpió su padre, volviéndose furioso–. ¿Vas a cuidar de ella? Sabía que era un error dejar que te fueran a Londres sola…

–Puede que no tenga un montón de doctorados, pero no soy estúpida.

–Acabas de decirnos que estás embarazada.

¿Y es lo mismo que ser estúpida?

Miró a su madre con tristeza. ¿Por qué tener un hijo era algo malo? Esa era la actitud de su madre, ¿no? O al menos, tener un hijo que fuera una desilusión perpetua.

–Careces de cualificación, Leah –replicó su madre–. Llevamos años cuidando de ti. Desde que lo dejaste. Te buscamos aquel trabajo en el laboratorio…

–He sido yo la que he cuidado de vosotros –puntualizó Leah–. ¿Quién cocinaba a diario? ¿Quién se ocupaba de todo lo demás mientras vosotros estabais demasiado ocupados?

–Era por darte algo que hacer. ¿Es que piensas que no sabemos cocinar, Leah?

–Nunca lo habéis hecho.

–Porque no era el mejor modo de emplear nuestro tiempo –intervino su padre.

Leah lo miró boquiabierto. ¿Porque el tiempo de sus padres era más precioso que el suyo? ¿Porque sus logros académicos eran demasiado importantes para verse interrumpidos por algo tan banal como ser padres o mantener una casa? Pagaban a alguien que se ocupara de la limpieza y ahora, parecía que simplemente le «permitían» que hiciera la comida. Qué amables.

Qué desesperadamente había necesitado empezar de nuevo su propia vida. Lo había logrado, y seguiría haciéndolo sin ellos.

–Bueno –se aclaró la garganta–. Gracias por haber pasado tanto tiempo cuidando de mí, pero ya no tenéis que seguir molestándoos. Salimos hoy para Grecia.

–Leah, no puedes…

–Siento que no puedan venir a la boda, dado que les hemos avisado con tan poco tiempo –intervino Theo–. Pero no podemos retrasar tan feliz ocasión ni un solo día más de lo imprescindible –abrazó a Leah–. Leah es muy especial para mí. Cuidaré de ella y de nuestro hijo –declaró, mirándola a los ojos como un enamorado–. No tienen que preocuparse de ella –no quería su compasión, pero añadió algo más–. De todos modos, no tenían por qué preocuparse. Sabe cuidarse bien…

–¿Leah? No sabía que venías.

Su hermano Oliver entró en el despacho.

–Me iba ya –le dijo, contenida, porque sus emociones estaban a punto de desbocarse–. Me marcho a vivir a Grecia. Me voy a casar y a tener un hijo. Deberías venir a la boda –resumió.

–¿Qué? –Oliver se quitó el gorro y la miró boquiabierto–. ¿Cuándo? Tengo una…

–Investigación, lo sé. No pasa nada. Te enviaré una foto –quería salir de allí lo antes posible–. Tenemos que irnos ya.

Y echó a andar sin molestarse en mirar si Theo la seguía, pero estaba saliendo cuando su hermano la llamó.

–¿Me llamarás? –le preguntó.

–Claro.

–Gracias por esto –sonrió, mostrando el gorro–. Es el mejor de los que tengo.

Ella asintió y siguió andando. Iba a echarle de menos.

 

 

Pasaron más de quince minutos en silencio en el coche.

–Tu familia es… –dijo al fin Theo, volviéndose a mirarla.

–Increíble, lo sé –sonrió. De otro modo, se echaría a llorar.

–No es la palabra que iba a escoger yo.

–Pero es que lo son. Los tres son genios. Soy yo la única que tiene un cociente intelectual normal.

Theo tomó su mano.

–Sé que podías haberte enfrentado a esto sola. La increíble eres tú. Los has manejado de maravilla, pero la cuestión es que, a partir de ahora, no tienes por qué hacerlo sola. Tú no eres la única responsable de esta situación.

Ojalá pudiera escapar de la emoción que la estaba desbordando por sus palabras.

–¿Por qué lleva gorro en verano tu hermano?

Ella lo miró a hurtadillas, sorprendida por el cambio de tema.

–Se enfría en el laboratorio. Tiene los oídos muy sensibles.

¿Y se lo has regalado tú?

–Tejer está de moda, ¿no lo sabías?

–¿Lo has hecho tú?

–Sí. ¿Es que no me crees capaz de hacerlo?

–¡Eh, tranquila, tigresa! –se rio–. Que yo no soy como ellos. Está tan bien hecho que parecía comprado. Además, tus padres me parecen muy exigentes para aceptar algo menos.

–Yo nunca iba a sacar las notas que ellos esperaban.

–¿Por eso dejaste de bailar?

–Decían que interfería demasiado con mi trabajo escolar –se encogió de hombros–. No podían entender por qué no era como ellos, y ya ves lo que piensan ahora de mí. Solo sirvo para cocinar y limpiar. De hecho, seguro que piensan que te has aprovechado de mí y que tengo que ser rescatada. Que no sé cuidar de mí misma, y todo ello porque no tengo las mismas aptitudes o los mismos sueños que ellos.

–No es culpa tuya que no hayas podido estar a la altura de sus expectativas. Pero renunciaste a tu sueño.

–No quisieron seguir pagándome las clases, y yo no conseguí que mis notas fueran lo suficientemente altas para que volvieran a permitirme asistir.

–¿No lo intentaste de otro modo? ¿Limpiar el estudio de danza a cambio de clases gratis?

Se lo quedó mirando. Así, sin más, había encontrado una solución. Eso era lo que él habría hecho. Habría plantado cara, seguro. Por eso era presidente de un banco con éxito. Habría hecho lo que fuera para demostrarles que se equivocaban. Tenía esa clase de fuerza y de confianza en sí mismo.

–Yo quería complacerlos –susurró. Quería su amor. Había visto cómo se les iluminaban los ojos cuando Oliver lo hacía bien–. Quería su aprobación. Siempre la he querido y nunca la he tenido, por mucho que me esforzara. No podía hacer lo que ellos querían, y luego no pude hacer lo que yo quería porque ellos me lo impidieron. Entonces decidí mudarme a Londres y buscar trabajo. Pero ahora tengo que hacer lo que tú quieres que haga.

–No te pongas triste –la consoló–. Yo creo que te va a gustar la isla.

–¿La isla?

–Tu nueva casa.

–¿Te refieres a Atenas?

–Inicialmente. Luego, la isla.

–Pero tú trabajas en Atenas, ¿no?

–Sí.

Entonces, ¿él iba a estar en Atenas y ella en una isla?

–¿Es que vas a enviarme a una versión de Alcatraz?

Theo se echó a reír.

–¿No quieres que te cuente cómo es?

–No. Seguro que es un lugar hermosísimo, con una piscina, una casa de revista y una de esas vistas que valen un millón de dólares, pero aun así, una prisión. ¿Qué se supone que voy a hacer durante todo el día?

Tendrás ayudantes. Niñera, cocinera… ¿no quieres tomarte un descanso, Leah? –preguntó, inclinándose hacia delante–. No habrá nada que puedas desear.

Excepto amigos, un compañero o un amante. Se estremeció.

–Me he pasado demasiado tiempo encerrada en un laboratorio. Me gusta hablar con gente de verdad. Me gusta conocerlos, charlar…

–Pronto tendrás una personita a la que dedicar todos tus cuidados.

–Que no podrá hablar conmigo hasta dentro de un montón de meses.

–Como te he dicho, tendrás personal.

–Maravilloso. Gente a la que vas a pagar para que pasen tiempo conmigo.

Él sonrió.

–Lo creas o no, en la isla vive más gente. Gente agradable. Lo último que deseo es que seas infeliz. He pensado que te gustaría vivir en un lugar en el que pudieras relajarte. Espera a que lo veas.

Toda su vida había deseado que alguien la amase, alguien que fuera solo para ella, y no iba a tenerlo. ¿Por qué no querría él lo mismo que ella? Quizás le asustara la idea de un matrimonio sin amor. Seguro que no había sido cosa de su imaginación la llama que había visto brillar en sus ojos al volver a verla. ¿Es que no deseaba intentar que ese sentimiento sirviera de base para algo más? Obviamente, no.