Capítulo 7

 

 

 

 

 

FUERON conducidos al aeropuerto, donde una discreta tripulación ya los estaba esperando. Un hombre alto y serio le entregó un maletín y murmuró algo a su oído antes de embarcar delante de ellos.

No siempre uso el avión privado, pero he pensado que nos vendría bien tener intimidad para este viaje –explicó Theo.

¿Intimidad? ¿Para qué?

–No quiero que todo el mundo nos mire preguntándose quién eres –sacó una bolsa azul cielo del maletín y se la entregó mientras ella se sentaba en un lujoso asiento de piel–. Te presentaremos cuando estés preparada.

¿Presentarla?

–¿Qué es esto?

Miró la bolsa. Había una caja envuelta. Fingió permanecer en calma. Solo le temblaron un poco las manos al abrir la caja–. ¿Es de verdad? –preguntó, contemplando el anillo.

–Considerando el precio, más le vale.

Era un diamante enorme. Por supuesto que era de verdad. Era muy rico y no tenía que fingir.

–¿Cuándo lo has comprado?

No lo he hecho yo. Una de mis asistentes lo compró de camino al aeropuerto. Si no te gusta, lo lamento… al parecer, era edición limitada.

Los diamantes como aquel nunca se pasaban de moda, ¿no?

–Pruébatelo a ver si te queda bien.

Porque eso era lo que importaba. No tenía que gustarle porque no significaba nada. Solo necesitaba que le quedara bien, y ya: prometidos.

–Parece que sí –contestó al deslizar el anillo de platino en el dedo.

Él asintió y sacó el ordenador de la bolsa.

–En Atenas puedes ir de compras y adquirir lo que necesites.

–No necesito nada más.

Tampoco aquel pedrusco.

–Vas a necesitar algo más que las camisetas negras y los pantalones que has metido en esa bolsa. En algún momento, el bebé se empezará a notar.

–Me compraré camisetas y pantalones negros más grandes cuando llegue el momento –se empecinó.

No quería que la sepultase en dinero. De hecho, quería tomar tan poco como fuera posible de él. Al fin y al cabo, él quería bien poco de ella.

–¿Por qué negro? –preguntó él, sonriendo.

–¿Y por qué no?

–Me haces pensar en una sombra… como si intentaras pasar desapercibida.

–Las mujeres de mi estatura siempre llaman la atención.

–Pero positivamente. Deberías realzar tus atributos.

Se lo quedó mirando sin saber qué decir.

–Y no te olvides de esas cositas rojas de seda –añadió con malicia, antes de volver a clavar la mirada en la pantalla del ordenador.

 

 

Cuando aterrizaron, horas más tarde, Leah sintió la excitación correrle por las venas. Nunca se había imaginado que visitaría Grecia con tanta facilidad, aunque no tardó en darse cuenta de que el estilo de vida de Theo no era normal. Apenas había tomado un par de bocanadas de aire cálido cuando más guardias de seguridad los escoltaron desde el avión a un enorme coche negro con cristales tintados que fue dejando atrás la bulliciosa ciudad para llegar a otro lugar en el que las propiedades eran grandes y quedaban espaciadas.

–¿Vives en las afueras?

–Tenemos una villa en una parte de la costa conocida como la Riviera Ateniense. Es una propiedad que lleva décadas en la familia.

¿Una villa en la riviera? Ella solo había visto tal cosa en vídeos musicales.

–¿Conoceré a Dimitri esta noche?

Mañana mejor. A estas horas debe estar descansando.

Había vuelto a distanciarse. Sentía la tensión en su silencio y en su seriedad, y decidió seguir mirando por la ventanilla. Era una preciosa playa con una serie de mansiones frente a ella. En un momento dado, una verja enorme se abrió y un edificio apareció al fondo del camino de entrada. No se trataba de una construcción tradicional, sino de un edificio moderno, extremadamente opulento y estiloso. Mientras contemplaba boquiabierta el paisajismo perfecto y la sutil iluminación nocturna, la puerta principal se abrió y una mujer sonriente y tremendamente atractiva salió, vestida con un precioso vestido azul que ceñía sus voluptuosas curvas.

–¿Quién es? –tuvo que preguntar.

Oyó que Theo maldecía entre dientes antes de bajar del coche. El taconeo de sus sandalias cambió de ritmo cuando la vio salir a ella detrás de él.

–Angelica –la saludó Theo, besándola en las mejillas–. Siento no haber estado aquí para recibirte debidamente.

La mujer ronroneó algo en griego.

–Leah –se volvió Theo para incluirla–, te presento a una buena amiga de la familia, Angelica Galanis. Angelica, ella es Leah.

Así fue como la presentó.

Una tos suave hizo que los tres se volvieran. Un hombre de edad que se apoyaba en un bastón estaba en la puerta. Tenía que ser Dimitri. Aunque era más bajo que Theo y su aspecto era frágil, la firmeza en su mirada era la misma. Sin darse cuenta, se limpió las palmas de las manos en los vaqueros. Se sentía sucia del viaje, descuidada y fuera de lugar.

–¿Theodoros?

El hombre los miró a ambos.

Dimitri –Theo tomó su mano y se acercaron–. Quería presentártela formalmente mañana, pero esto es maravilloso. Ella es Leah, mi prometida.

Desde su espalda llegó el jadeo de sorpresa de Angelica. Dimitri no le dijo nada directamente, pero sí hizo un comentario breve a su nieto, a lo que Theo respondió pasándole un brazo por la cintura para acercarla a él. La respiración de su abuelo se volvió agitada y Theo alzó la voz para llamar a alguien.

Inmediatamente apareció una mujer detrás de Dimitri que debía pertenecer al personal de la casa y que acompañó al abuelo dentro.

–Mi abuelo aún se está recuperando de la operación –dijo Theo, haciéndola entrar al recibidor y sonriendo como si aquella situación no tuviese nada de extraño–. Mañana ya pasaremos tiempo con él.

–Theo, es muy tarde y obviamente no es el momento adecuado para tener invitados –dijo Angelica, con el rostro arrebolado–. Debería irme…

–Por favor, quédate a pasar la noche y mañana ya dispondremos lo necesario.

A pesar de su encantador envoltorio, Leah notó también tensión interior en él. El comité de bienvenida lo había exacerbado.

Me disculpo de nuevo por no haber estado aquí para recibirte como es debido, pero gracias por entender que este es un momento de familia.

La mirada de Angelica se posó en la mano de Leah, y Theo se interpuso entre ambas para evitar el examen al que estaba sometiendo a Leah. Estaba más pálida de lo normal y se había vuelto ligeramente de espaldas, como si pretendiera ser la sombra de la que había hablado en el avión. Ya le habían hecho daño antes. Conociendo a sus padres, lo entendía mejor. Pero debería plantar cara. No quería que sintiera miedo o inferioridad allí.

–¿Tienes hambre, Leah?

Ella negó con la cabeza.

–Ven, te enseñaré tus habitaciones.

Tomó su mano y se despidió de Angelica con una leve inclinación de cabeza. Se había olvidado de que venía, y Dimitri se había quedado levantado para acompañarla.

–Esta es mi suite –le dijo, abriendo la puerta de su ala privada y esperando a que entrase.

–¿Angelica es una amiga de la familia? –preguntó, con abierta curiosidad.

–Se me había olvidado que Dimitri la había invitado a pasar aquí el fin de semana. Si me hubiera acordado, habría cancelado la invitación.

–¿Es una ocasión especial?

–No que yo sepa.

Entonces, ¿por qué la ha invitado?

Theo cerró la puerta.

–¿Tú qué crees?

–Pues que la invitó para ver si… ¿es que no confía en que seas capaz de elegir tú mismo una mujer?

–En lo que no confía es en que elija una mujer permanente –sonrió–. Y yo quería hacerle feliz mientras se recuperaba.

–¿Hacerle feliz? Pero si no querías casarte.

–Ahora sí. Contigo.

Abrió otra puerta que conectaba con el dormitorio de Leah, pero ella se paró en seco.

–¿Esperas que duerma contigo?

Theo se volvió y miró la enorme cama que había detrás de ella. Ahora volvían a estar solos y el deseo deshizo los nudos de control que llevaba horas manteniendo a duras penas. Más que horas, meses. Había vuelto a desearla nada más verla. No había dejado de hacerlo desde aquella noche. El embarazo tendría que haber amainado su deseo, pero no había sido así.

–¿Es por las apariencias? ¿Es que hay más gente aquí? Puedo hacerlo así si tú quieres –se ofreció, apartándose el pelo–. Saltaré sobre la cama y gritaré entusiasmada hasta que me oigan los vecinos. Será…

–¿Será increíble? –la desafió, conteniendo a duras penas toda aquella energía. Saltaría con ella sobre la cama y estaría encantado de hacerla gritar–. Las habitaciones de mi abuelo están en otro edificio, al otro lado de la pista de tenis, y Angelica está en la casita de invitados, al otro lado de la piscina. Puedes hacer todo el ruido que quieras.

–Si están tan lejos, ¿por qué tengo que estar en tu misma habitación?

–Es que no tienes que estar aquí. Esta es mi ala, Leah. Hay más de un dormitorio.

Ella lo miró boquiabierta.

–¿Por qué? ¿Para tu harén secreto?

Theo se echó a reír. Qué gusto ver cómo el enfado le había devuelto el color a las mejillas. Parecía mucho más viva que hacía un momento.

–Deja de ser tan protestona –se acercó–. Anoche dormimos en habitaciones separadas, ¿recuerdas? No voy a insistir en que eso cambie. ¿O es que querrías compartir cama conmigo?

¿Qué? ¡No! –exclamó, pero sus ojos brillaron de pasión.

Una tensión sexual vibró entre ellos y se acercó más. Tenían vidas separadas, sí, pero quizás disipar aquella niebla sería lo mejor para ambos. No quería discutir. No quería nada más de ella, pero… aquella atracción era innegable.

–Yo diría que lo deseas tanto como yo –musitó.

–¡Si piensas que te deseo…!

–No eres buena mentirosa, cariño. Tú misma me lo dijiste.

No podía resistir un segundo más, y alargó el brazo para acariciarle la mejilla.

–Theo…

La satisfacción se mezcló con el deseo al oírla gemir y al ver cómo apoyaba la cabeza en su palma, sintió deseos de besarla, pero no en la boca, sino en aquella delicada y sensible piel del cuello. Ella se estremeció y levantó las manos, pero no para empujarlo, sino para aferrarse a su camisa y tirar.

Aquello era lo que quería. Su calor, su sonrisa, sus ganas de jugar.

Un suave gemido lo embriagó de triunfo y de deseo de atormentarla un poco más, tanto como lo había estado él aquellas últimas semanas.

–Ah, no. Nada de gritar. Tienes que estar callada. Si no, pararé.

–No vas a empezar –musitó.

Ya lo he hecho, y tú vas por delante de mí.

–¿Serás arrogante?

Pero no dijo una palabra más porque sus dedos iban trazando el escote en uve de su camiseta.

–Puede que sea arrogante, pero no me equivoco –y la abrazó fuerte–. No hagas ruido, Leah, o pararé.

Leah sabía que, si decía no, se detendría, pero era lo último que deseaba así que, sonrió.

Él la tomó en brazos y cayeron juntos sobre la cama, lo que provocó un grito ahogado en ella por sentirlo de nuevo así, por tenerlo de nuevo sobre su cuerpo, acariciándola, bloqueándola con su magnífico cuerpo.

–No quieres que pare, ¿verdad? –susurró junto a sus labios.

Ella siguió sin decir palabra, pero adelantó las caderas para unirlas a las suyas. Necesitaba sentirlo. Lo buscaba del único modo que podía: con su cuerpo, cerrando la mente a más repercusiones. Su risa resbaló sobre su piel mientras la besaba, apartando su camiseta con los dientes, pero no dejaba que ella lo tocase y Leah temblaba de necesidad. Contuvo el aliento cuando su mano se coló por la cinturilla de sus vaqueros para descender donde estaba húmeda y ardiendo y él tomó aire de golpe al descubrir lo mucho que lo deseaba. No le importaba estar inflando su ego con su respuesta.

–Theo… –se estremeció, mordiéndose el labio. No quería que parase, pero tampoco podía contener sus gemidos.

Él la miró a los ojos con suma ternura mientras la acariciaba.

–Déjalo salir, cariño. Quiero oírte, quiero verte, quiero sentirte. Te he echado de menos.

Cualquier tentativa de jugar quedó olvidada, hecha cenizas por las llamas de la sinceridad. No le dio ocasión de hablar porque la besó tan apasionadamente y sin dejar de acariciarla que la llevó al punto de no retorno, en el que ella arqueó la espalda en busca de la liberación que solo él podía darle.

Leah…

–¡Sí! –convulsionó, y su grito reverberó apagando todo lo demás, ahogada en las tumultuosas sensaciones, completamente deshecha. No encontraba la energía necesaria para abrir los ojos y tampoco quería hacerlo. Quería quedarse en aquel estado de semiinconsciencia deleitosa.

«Te he echado de menos».

Aquel secreto la había llenado porque ella también lo había echado de menos pero, en aquel momento, el agotamiento era tal que le había robado su capacidad de hacer algo, de hablar, de moverse, de pensar. Sintió que él le apartaba el pelo de la cara y que repetía el mismo movimiento una y otra vez, hasta que descubrió que ya no podía resistirlo más… no a él, sino la llamada de un profundo sueño.