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Interludio: Jenny

Poco después de que acabara de escribir el capítulo anterior falleció mi madre. Tenía noventa y tres años y, aunque su muerte no fue una sorpresa —su salud había empeorado a lo largo del último año—, su fallecimiento causó una gran conmoción entre sus muchos amigos. Jenny Weil fue una mujer con tanta energía y tanta agudez mental durante la mayor parte de su vida que muchos creían que continuaría viviendo para siempre. No fue así, pero para mí y para muchos otros es todavía un modelo de cómo envejecer bien.

A mi madre le encantaba viajar y lo hizo por todo el mundo junto a mi padre. Después de que él muriera, en 1993, la llevé conmigo en mis viajes a Canadá, Japón y Europa. Y no lo hice por obligación. Era muy divertido viajar con ella y hacía amigos en todos los lugares que visitaba.

Cuando tenía ochenta y ocho años se resbaló en un suelo de azulejos y se rompió la cadera en la caída. La fractura se curó rápidamente pero, por primera vez, hizo que tuviera miedo de hacer cosas sola. Pensé que un buen viaje le ayudaría a superarlo y le dije que ese enero la llevaría donde ella quisiera para celebrar su ochenta y nueve cumpleaños. Dijo que quería ir a la Antártida. Y fuimos. Desde luego no es el viaje más sencillo para alguien de su edad, pero todo fue bien y a la vuelta había recobrado de nuevo la confianza y la vitalidad. Al verano siguiente me acompañó a mí, a mi hija y a algunos amigos en un viaje de una semana para ver ballenas de cerca desde un pequeno barco en el sureste de Alaska. Vimos muchas ballenas jorobadas a poca distancia, pero Jenny quiso acercarse todavía más a los cetáceos. El naturalista a cargo de la expedición se ofreció a llevarnos en una lancha a motor. Poco después de que nos alejáramos del barco, una enorme ballena salió a la superficie muy cerca de nuestra pequeña lancha, lo que para mí fue un momento muy emocionante. Pero cuando Jenny volvió al barco, desde donde nuestros amigos lo habían visto todo a través de prismáticos, dijo: «No lo suficientemente cerca».

Un año después fue a Nueva York con una mujer mucho más joven que ella para alojarse con una amiga mía. Y aquí va lo que me dijo mi amiga del primer día que pasaron allí:

Jenny y Suzi llegaron a mi apartamento después de sufrir uno de esos trayectos de pesadilla entre el aeropuerto y la ciudad. Jenny quería salir a la calle inmediatamente. Teníamos entradas para el teatro esa noche, pero insistió en que antes fuéramos al Met [el Metropolitan Museum of Art]. Caminamos desde mi apartamento en la 90 y Central Park West hasta la 72 con la Tercera Avenida, donde había una feria en la calle. Jenny paseó arriba y abajo por la avenida buscando sombreros. [Ella y mi padre tuvieron una sombrerería en Filadelfia durante muchos años.] Le encantaron los sombreros y se entretuvo enseñándonos cuáles eran los mejores. Luego fuimos al Met y vimos los impresionistas, después fuimos a cenar y al teatro, y finalmente volvimos a mi apartamento, cuando Suzi y yo estábamos ya al borde del desfallecimiento. Jenny dijo: «Ha sido un día estupendo, pero ojalá hubiéramos podido hacer más cosas».

Tenía entonces noventa años. Me encantaba presumir de ella. Era encantadora, elegante y ocurrente. Recordaba con todo detalle la última vez que había visto a cualquiera, aunque la persona en cuestión lo hubiera olvidado. Siempre te preguntaba como estabas tú, que estabas haciendo tú, antes de hablar de sí misma. Tenía un gran sentido del humor. Le gustaba reírse de los aspectos ridículos de la vida y hacía que muchos se rieran con ella. Tenía un gran círculo de amigos de verdad, gente de todo el mundo con la que había establecido vínculos muy fuertes, personas de todas las edades, de muchas culturas, de extracción social muy diversa.

A Jenny no le gustaba que le dijera a la gente los años que tenía, y no quería bajar el ritmo de su vida. Un día vino a comer a mi casa mientras tenía invitados a un doctor de la India y a su esposa. El doctor dirigía un balneario ayurvédico en Mysore que yo había visitado. Nos invitó a Jenny y a mí a ir allí, tentándola con las descripciones de las diversas terapias rejuvenecedoras a las que podría someterse. Ella le escuchó educadamente y luego afirmó con firmeza: «Yo no quiero que me rejuvenezcan».

Pero lo que sí quería era ir a la India, y al Tíbet, dos lugares en los que no había estado nunca. Y estaba decidida a viajar en el tren Transiberiano durante todo su trayecto, acompañada por una amiga joven y aventurera. No pudo ser.

A los noventa y uno, Jenny comenzó a bajar el ritmo. Se quejaba de que no tenía suficiente «fuerza», de que se le agotaba la energía. Me di cuenta de que sufría un ligero empeoramiento cognitivo, especialmente con la dificultad de recordar los nombres, aunque era algo que parecía normal a su edad. De vez en cuando la oía decir que ser vieja no era nada divertido, pero era sólo muy de vez en cuando. Entonces, en 2003, mientras me visitaba en la Colombia Británica sufrió un fallo cardíaco agudo, que se manifestó con una súbita dificultad respiratoria. En el hospital descubrieron que tenía una grave estenosis en la aorta, un estrechamiento extremo de la válvula del corazón que impulsa la sangre cargada de oxígeno a la arteria principal que abastece el cuerpo. El cuerpo y el cerebro de Jenny habían subsistido con una nutrición mínima. No sabíamos que tuviera problemas cardíacos. Se trataba claramente de una enfermedad relacionada con el envejecimiento. Su válvula aórtica se había calcificado y endurecido tras tantos años de incesante trabajo.

Existe un tratamiento quirúrgico para la estenosis aórtica: la substitución de la válvula gastada por una en buen estado procedente de un cerdo, pero mi madre se negó rotundamente a someterse a ninguna operación y su cardiólogo y yo coincidimos en que no sería prudente ir por ese camino. Había un riesgo demasiado grande de que Jenny saliera del quirófano con un corazón que le funcionara mejor pero con el cerebro perjudicado. Así pues, decidimos ponerle un tratamiento médico, con medicamentos que impidieran que se acumulara líquido en los pulmones y que ayudaran a que su corazón bombeara de forma más eficiente. El pronóstico no era bueno: había muchas posibilidades de que la dolencia cardíaca empeorase y un alto riesgo de una muerte súbita por fallo cardíaco.

Jenny respondió bien a la medicación, pero su vida no volvió a ser la misma. Le costaba caminar, en parte por los problemas respiratorios y en parte por una lesión en la rodilla que se hizo en otra caída unos meses antes. Había disminuido su capacidad de concentración, probablemente como consecuencia de la irrigación menor sanguínea en el cerebro, lo que hacía que leer o incluso ver películas le resultase demasiado complicado. Adelgazó alarmantemente, pese a los esfuerzos que hicimos todos para animarla a comer. Sacarla de su apartamento para llevarla a un restaurante, al cine o a cualquier otro lugar se hizo cada vez más problemático, aunque ella seguía hablando de viajes al Tíbet y a Siberia.

El doctor de Jenny, un cardiólogo que además es un buen y viejo amigo mío, dice que ella se convirtió en su paciente favorita, por sus agallas y su optimismo. «Siempre me preguntaba por mi mujer y mis hijos, a los que conocía bien», recuerda, «y siempre decía que se encontraba mejor. Siempre me hacía reír».

Jenny estuvo sufriendo insuficiencias cardíacas durante todo su último año y en los últimos meses apenas salió de su apartamento. No tuvo que trasladarse a una residencia, no acudió al hospital y murió de súbito en su hogar, después de un día en que había estado tratando tranquilamente con sus visitas y había recibido muchas llamadas de sus amigos y la familia. Su salida fue en privado, digna y benditamente rápida.

Mi madre vivió mucho más tiempo que sus padres y que la mayoría de sus hermanos. Disfrutó de buena salud prácticamente toda su vida, llegó a los noventa con sus facultades prácticamente intactas y tuvo un declive relativamente rápido durante su último año, con una mínima intervención médica: esa es la compresión de la morbidez a la que todos deberíamos aspirar. Cierto es que su cuerpo envejeció. Al repasar las fotografías de su álbum para prepararme para una conmemoración en su honor, me quedé atónito ante lo mucho que había cambiado físicamente con el tiempo, de una mujer recién casada a una joven madre un tanto fornida, y luego de una espigada mujer mayor a la anciana sabia en la que se convirtió. Pero creo que es justo decir que ella no envejeció, aunque su cuerpo sí lo hiciera. Siguió siendo elocuente, aguda y ocurrente hasta el día de su muerte, y durante su larga vida adquirió verdadera sabiduría, que compartió siempre con los demás.

Mi madre poseía muchos conocimientos y habilidades prácticas —sobre plantas, sobre temas domésticos, sobre la vida en general— y la gente acudía a ella en busca de consejo sobre las cosas más diversas. Su amplia experiencia en la confección de sombreros de mujer la habían convertido en una costurera y remendona magistral. Podía quitar cualquier tipo de mancha de cualquier clase de tejido, un talento que yo no he heredado. Y poseía una filosofía muy coherente que le permitió superar los altos y bajos de la vida con ecuanimidad. Su lema, que repetía a menudo, era: «Pase lo que pase en la vida, no pierdas el sentido del humor».

He comprendido que el último y duradero regalo que me dio Jenny fue lo apropiado del momento de su muerte, justo mientras yo había acabado de escribir sobre la ciencia y la filosofía del envejecimiento e iba a comenzar a hablar de sus aspectos más prácticos. Quiero saber qué es lo que hizo bien y le permitió evitar los cánceres que mataron prematuramente a su madre y a dos de sus hermanas y el Alzheimer que se adueñó de su padre. ¿Qué es lo que tenía que hizo que con ochenta y nueve años de edad pudiera superar tan rápido una fractura de cadera, que a los pocos meses partiera hacia la Antártida? ¿Cómo era que siguió conservando toda su inteligencia, que siguió siendo ocurrente y sabia, y que siguió haciendo reír a la gente incluso el mismo día de su muerte, cuando su cerebro apenas recibía una fracción de la sangre que necesitaba y su corazón ya no era capaz de trabajar contra la resistencia mecánica que obstaculizaba su bombeo? Estas preguntas me fascinan. Creo que tienen respuesta, y que esas respuestas son coherentes con la información práctica que estoy a punto de darle en la segunda parte de este libro.