—No estaba —dijo Mulligan, el matón con acento irlandés, al que le faltaba casi todo el meñique izquierdo.
—No había nadie —añadió su compañero, Hoffman.
Su acento era ligeramente alemán. Cuando se enfadaba, como ahora, el tigre que tenía tatuado detrás del cuello parecía respirar al mismo tiempo que él.
—No es culpa vuestra —dijo su jefe, un científico calvo con dientes tan largos que casi se le salían de la boca—. Usábamos información atrasada y de una fuente poco fiable. Se encontraban en el laboratorio de alta tecnología del científico, a las afueras de Boston.
—Sabemos que tiene usted muchas ganas de encontrarla, doctor —afirmó Mulligan.
—No se trata de las ganas que tenga yo —replicó Zimm, mientras se frotaba las manos esqueléticas—. Es por el futuro de la civilización occidental. Con Max Einstein en el equipo de la Corporación podríamos construir armas mejores, más inteligentes, que harían que el mundo fuera más seguro. Con su cerebro, el potencial de la humanidad no tendría límites. Ella es la clave para conseguir nuevas fuentes de riqueza y bienestar.
Mulligan miró a Hoffman, que lo estaba mirando a él.
—Pero ¿no tiene solo doce años? —preguntó.
—¿Cómo podría hacer todo eso? —añadió Hoffman.
El doctor Zimm abrió los ojos de par en par. Parecía una calabaza después de Halloween que hubiera empezado a pudrirse.
—La edad no impone límites en la capacidad mental o el potencial monetario. Por algo se apellida Einstein.
Hoffman levantó una ceja.
—¿Conoce a su familia?
—Lo que yo sepa no es asunto tuyo. Esto sí.
Pulsó la tecla intro de su ordenador.
—Esta mañana he recibido una alerta de Google. La había puesto para que me avisara de cualquier actividad en internet relacionada con «niña prodigio», «Einstein», «física», «teoría cuántica», parámetros y palabras clave muy abiertos para…
—¿Y? —lo interrumpió Mulligan—. ¿Ha encontrado a la chica?
—Desde luego.
Hizo clic varias veces con el ratón. En la pantalla apareció una foto a todo color de una niña prodigio llamada Paula Ehrenfest, que había dado una conferencia sobre Einstein en una clase de física de la Universidad de Columbia. Se la veía de fondo, mientras dos corpulentos guardaespaldas derribaban a un estudiante.
—¡Bingo! —exclamó Mulligan—. Tres palabras clave en una misma noticia.
—Mola —añadió Hoffman.
—Pertenece a la primera plana del diario estudiantil de la Universidad de Columbia —explicó el doctor Zimm con orgullo—. Esta, amigos, es Max Einstein. Hasta su apodo la delata. Paul Ehrenfest fue uno de los científicos con quienes más trabajó Albert Einstein.
—¿Quiere que volvamos a Nueva York, doctor Z? —preguntó Mulligan.
—Sí, Meñique. Y llevaos unos cuantos colegas más. No queremos que se nos vuelva a escurrir por entre los dedos, ¿verdad?
—No, señor.
—Según este artículo, la doctora Paula Ehrenfest es residente en el ala John Jay del campus de Columbia. Ya os he enviado la dirección y un plano a vuestros móviles. Tenemos que hacernos con Max Einstein, reeducarla y utilizar sus verdaderas capacidades. Hemos de ayudarla a que sepa quién es en realidad y dónde debería estar. Ella y yo hare-
mos grandes cosas juntos. ¡Grandes cosas, sin duda!