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—Un montón de gente se está poniendo muy enferma —explicó Siobhan—. Creo que al suelo de nuestro pueblo le pasa algo muy malo. Quizás hasta el nivel freático, las aguas subterráneas.

—¿Cuántos afectados hay? —Cuando me fui, dos docenas, incluido mi hermano pequeño, Séamus. Estaba más débil que un bebé.

—Lo siento, Siobhan.

—Gracias, Max. Pero, si no te importa, necesito un poco más de ti que tu compasión: necesito tu cerebro.

—Bueno, para valorar la situación y buscar una solución tendría que estar en el terreno, en Irlanda.

—Exacto. Esta tarde sale un avión a Dublín a las siete… —No puedo ir.

—¿Cómo dices?

—Ben me insiste en que no haga nada durante un tiempo.

—¿Y desde cuándo tú obedeces las reglas?

Max suspiró.

—La Corporación y ese bicho raro del doctor Zimm siguen buscándome.

—Mira, Max —dijo Siobhan—, que sepas que no he volado hasta aquí, pagándome yo el billete, para que me digas que no a la cara.

—Pero…

—Esto es un problema de verdad, Max, no uno de esos famosos experimentos mentales de Einstein. Me imaginaba que Ben no dejaría que vinieras a Irlanda por todo el lío con la Corporación, así que ni siquiera se lo he pedido. Me he saltado el intermediario y he acudido directamente a ti. Mi casa, mi familia, te necesitan, Max Einstein.

Comprendía cómo se sentía Siobhan. En la teoría de la relatividad, un montón de cosas dependen de la perspectiva de cada uno. Para Siobhan, su problema en Irlanda era en ese momento el mayor del mundo.

—¿Tienes sed? —preguntó Max, cambiando de repente de tema, a ver si podía ganar tiempo.

Tenía que pensar en cómo lograr que Ben estuviera de acuerdo con el viaje. Podría ser el nuevo proyecto del IIC,

¡una de los suyos necesitaba ayuda!

—Perdona, ¿qué has dicho?

—Te he preguntado si tenías sed. Me he dado cuenta de que he sido muy mala anfitriona, ni siquiera te he ofrecido un refresco.

El rostro de Siobhan se relajó un poco.

—Me tomaré una Coca-Cola fría, si tienes. Hoy hace mucho calor.

—Lo sé, lo sé. —Max rebuscó bajo su cama hasta encontrar la bolsa de provisiones que iba a abrir, y en aquel momento se le ocurrió algo mucho más interesante, «¿Existe realmente la realidad?»—. Tengo Coca-Cola, pero está caliente. A temperatura ambiente.

—Veinticuatro grados Celsius —dijo Siobhan.

—Setenta y cinco grados Fahrenheit —puntualizó Max.

—Llevaría unos veinte minutos que se enfriara en el congelador lo suficiente como para beberla —continuó Siobhan—. Si metes la lata en un cubo con hielo y añades agua para acelerar que el hielo se derrita y aumentar a la vez la capacidad de enfriar de este, estaría lista en unos seis minutos.

Max asintió.

—Y, si añadiésemos sal al hielo, el tiempo se reduciría hasta los dos minutos.

—Bueno, pues ¿dónde tienes un cubo, hielo y sal? —preguntó Siobhan.

—Lo siento. Esto es un dormitorio, no un hotel. —Max chascó los dedos—. ¡Ah! ¡Ya lo tengo! Vamos.

Lanzó dos latas calientes de Coca-Cola a Siobhan.

—¿Adónde vamos?

—Al pasillo. Hay un extintor de CO2 en la pared…

Siobhan sonrió.

—¡Ah, claro! ¡Una idea excelente!

Salieron por la puerta. Después de cerrarla, Max se agachó para colocar una pequeña arandela de metal en el suelo, justo delante de esta.

—Max, ¿qué haces? —preguntó Siobhan.

—Perdona. Es una medida de seguridad casera.

—¿Podemos bebernos la Coca-Cola antes de tomar medidas? ¡Hablar de la sed que tengo me ha dado aún más sed!

Max condujo a su amiga hasta la pared donde se encontraba el extintor. Dejaron las dos latas en el suelo, apuntaron la boca de este y accionaron la palanca.

Cuando la neblina helada se aclaró, Siobhan y Max limpiaron y abrieron las latas.

—¡Ah, está a cinco grados Celsius! —exclamó Siobhan—. Perfecto.

Max tomó un sorbo y se mostró de acuerdo.

—¡Menos mal que la termodinámica tiene reglas!

—¡Y la universidad también! —gritó una voz tras ellas.

Nancy Hanker.