—Una niña en esta planta ya era bastante malo —gritó la consejera—. Pero ¿dos? Fatal. Lárgate, ricitos.
Siobhan, que había estado bebiendo su Coca-Cola fría, soltó un fuerte y largo eructo en la cara de Nancy Hanker.
—Lo siento —dijo, sonriente—. Es una forma natural de dar salida a la presión. ¿Sabía que las vacas también eructan?
—No —contestó Nancy, apartando con la mano el aire frente a su nariz. —Pues sí —continuó la niña—. Pensé que estaría usted familiarizada con las vacas y sus funciones corporales… —Vamos —dijo Max. —¿Adónde? —le preguntó Siobhan. —Abajo. Ya volveremos con Jamal y Danny.
—No me dan miedo tus dos gorilas gigantones —dijo Nancy—. Y tampoco a la Universidad de Columbia.
—Pues a lo mejor deberían —respondió Siobhan—. Desde luego, a mí sí me dieron un poco de miedo cuando los conocí.
—Vamos, Siobhan —le indicó Max—. Bajemos por las escaleras. Ah, y Nancy…
—¿Sí?
—Por favor, no toques nada de mi habitación.
—Ya no es tu habitación —replicó Nancy.
—Esperemos a ver qué dice el responsable del departamento de física después de recibir una llamada de un mecenas muy generoso llamado Benjamin Abercrombie.
—Desde luego —añadió Siobhan, y soltó otro eructo.
Las dos amigas bajaron ruidosamente los escalones. Abrieron la puerta y salieron al aire caliente.
—Este es su centro de mando.
Max señaló la furgoneta aparcada en la esquina de la calle 114.
—Espero que tenga aire acondicionado.
—En cuanto arreglemos esto —dijo Max mientras avanzaban por la acera— veremos qué hacer con la situación en tu…
Pero no acabó la frase.
Porque salieron dos hombres de la furgoneta.
Y no eran Jamal ni Danny.
—Por aquí —señaló Max, mirando atrás a su amiga, y pasaron de largo de la furgoneta.
—¿Quiénes son esos dos tíos con pinta tan chunga? —susurró Siobhan.
—Los mismos que pusieron mi apartamento patas arriba.
—¿Qué?
—Trabajan para la Corporación. El señor Weinstock, un amigo de Charl e Isabl, me mostró un vídeo de una cámara de seguridad en el que aparecían destrozándome el piso.
—O sea, que es verdad que te persiguen.
—Sí.
—Pensaba que igual te lo habías inventado porque no querías acompañarme hasta Dublín. Es un viaje muy largo...
—Pues la verdad es que me gustaría dominar del todo lo del entrelazamiento cuántico para poder teletransportar las partículas de nuestros cuerpos a Irlanda ahora mismo.
Max se atrevió a mirar por detrás del hombro. Un cuatro por cuatro negro que estaba aparcado detrás del puesto de mando rodante de Jamal y Danny arrancó a toda velocidad.
Al pasar, un rayo de luz atravesó la ventanilla tintada. Max reconoció dos siluetas familiares en el asiento trasero.
Eran Jamal y Danny. Y parecía que tenían las manos atadas a sus espaldas.
—Hay más malos —dijo Max—. Y tienen a Jamal y Danny.
—¿Adónde vamos? —preguntó su amiga.
Max no se decidía.
—¡Eh! —gritó un hombre con acento irlandés—. ¡Es ella, la de los rizos!
Sí, eso era lo malo del pelo de Max: la hacía muy fácil de distinguir entre la multitud. Incluso a una distancia de cincuenta metros, que eran lo único que las separaba a ella y a Siobhan de los dos matones de la Corporación.
—¡No dejes que se escape! —gritó el otro hombre.
—Siobhan, solo me quieren a mí. Tú corre —dijo Max.
—Sí, claro, como que eso es justo lo que voy a hacer. ¿Adónde vamos, jefa?
Max echó un vistazo a los edificios.
—Atajemos por la biblioteca y salgamos al patio interior.
—No creo que nos dé tiempo a elegir un buen libro…
—La próxima vez.
Las dos amigas salieron a la carrera.
Y los dos hombres corrieron tras ellas.
Max y Siobhan entraron en la biblioteca, corrieron por entre las estanterías y las mesas, y salieron por la parte trasera del edificio al patio interior de césped, en el centro del campus de Columbia.
—Nos están alcanzando —dijo Siobhan—. La velocidad es la distancia dividida entre el tiempo. Y con el tiempo los tendremos cada vez más cerca, porque van a más velocidad que nosotras.
—¡La física! —exclamó Max—. ¡Gran idea! —¿Qué? —Vamos. Necesitamos un poco de velocidad instantánea. Conozco un laboratorio por aquí. Trabajé un poco con ondas. Max y Siobhan aceleraron al máximo y cruzaron un laberinto de entradas y salidas de edificios hasta llegar al de física. Seguían teniendo a los gorilas detrás, aunque a un poco más de distancia. —Ya hemos llegado —dijo Einstein, mientras abría la puerta del laboratorio—. Aquí tienen un transmisor generador de señales que podemos tomar prestado.
—¿Para qué?
—¡Para crear un arma sónica!
—¿Quieres hacer un bum sónico?
—No, no van a oír nada, ¡pero desde luego que van a sentirlo!