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Max conectó a toda prisa el transmisor a un subwoofer.

—Ayúdame a arrastrar hasta aquí esa caja de madera —le dijo a Siobhan—. Meteremos el altavoz dentro para que suene aún más fuerte. Vamos a convertirlo en un cañón sónico.

Una vez la colocaron en su lugar, abrieron la tapa y metieron el pesado subwoofer dentro. Max conectó un grupo de cables desde el transmisor hasta un amplificador, y después al altavoz.

—Max —suspiró Siobhan.

Estaba agachada ante la puerta, mirando hacia el pasillo. —¿Sí?

—Esos dos matones están intentando abrir todas las puertas del edificio. Nos van a pillar enseguida.

—Toma —le indicó Max—. Los he encontrado al lado de las gafas protectoras. Póntelos. —¿Auriculares? —Auriculares que cancelan el ruido. —¿Para protegernos de qué? —Del arma no letal que acabamos de crear. Siobhan parecía confusa. —¿Y cuándo exactamente hemos hecho eso? —Ahora mismo. Este transmisor va a generar ondas de entre 5 y 9 hercios… —Por debajo del mínimo en la escala habitual del oído humano, que es de 20 hercios —añadió su amiga. —Correcto. Vamos a ampliar mucho esas ondas, aunque seguirán siendo inaudibles. Las frecuencias por debajo del límite del oído humano sí las siente el cuerpo, aunque no las oiga. El ataque infrasónico va a hacer que el compartimento lleno de líquido en los oídos no protegidos se hinche de repente. Eso provocará vértigo, acúfenos y otras cosas nada agradables. Vamos a inmovilizar a nuestros dos objetivos sin causar ningún daño serio o permanente. —Es que somos muy buenas. —A menos que alcancemos la nota marrón. —¿Y eso qué es? —Una frecuencia infrasónica hipotética que haría que los humanos perdieran el control de sus funciones corporales debido a la resonancia.

—¿Quieres decir que se harían caca en los pantalones?

—En teoría —contestó Max.

—¡Dame esos auriculares! —exclamó su amiga—. Solo me he traído un par de braguitas.

Las dos se los colocaron justo cuando se abrió la puerta de golpe.

—¡Aquí estáis! —aulló el hombre con acento irlandés.

Max le dio a un interruptor, y las dos salieron corriendo de la sala por la puerta trasera.

No se oyó ningún sonido, aunque se dieron un montón de ondas subsónicas.

Los dos hombres se llevaron las manos a la cabeza. Los globos oculares les temblaban. Tenían las piernas como de goma.

El del acento irlandés se llevó después las manos al trasero y puso una expresión de vergüenza.

Los dos cayeron al suelo.

—Seguramente no sabrán dónde están, ni siquiera quiénes son, hasta un buen rato después de que nos hayamos ido —dijo Max, mientras ella y Siobhan tiraban los auriculares a una papelera de reciclaje en el vestíbulo del edificio de física.

—¿Y ahora adónde vamos? —preguntó Siobhan.

—Primero, de vuelta a mi habitación. Tengo que coger algunas cosas.

—¿Qué? ¿Estás loca, Max? Esos dos saben dónde vives. O sea, que la Corporación sabe dónde vives. Además, han secuestrado a tus guardaespaldas.

—Cierto, pero creo que tenemos entre treinta minutos y una hora antes de que esos matones temblorosos quieran volver a perseguirnos.

—Uno de ellos tenía acento irlandés —dijo Siobhan mientras avanzaban de nuevo por el patio interior del cam-

pus.

—Sí —asintió Max—. Ya me he dado cuenta. Me hace dudar de si la Corporación te busca a ti en vez de a mí.

—Qué va, yo no soy la Elegida —replicó su amiga, en broma.

—Vaaale.

—Entonces vamos a tu habitación y tú coges tus cosas. ¿Y después?

—¿Qué tal a Irlanda? He oído que hay un pueblo que necesita un poco de girl power.

—Por mí, bien.

—Tengo que avisar a Ben de que han secuestrado a Jamal y a Danny.

—Tus guardias parecen excomandos militares —dijo Siobhan—. Creo que podrán arreglárselas ellos solos. No me extrañaría que ya se hubieran escapado.

—Ojalá.

Desanduvieron sus pasos hasta el ala John Jay.

—Venga —dijo Max—, subamos por las escaleras. —¿¡Siete pisos!?

—Así evitaremos el vestíbulo… y a los matones de la Corporación que haya por allí.

—Buena idea. Max subió delante. —Ojalá tuviera otra Coca-Cola —comentó Siobhan, respirando entrecortadamente, al llegar a la sexta planta. —Solo queda un piso. —Tú mandas, jefa. Por fin llegaron al séptimo.

—Necesito mi maleta —dijo Max cuando salieron al pasillo.

—¿Esa con todos los recuerdos y los libros de Einstein? —preguntó su amiga, que la había conocido durante la pri-

mera misión del equipo del IIC.

—Sí. Tengo esa foto que es lo primero que recuerdo de cuando…

Pero entonces Max levantó la mano derecha para indicar que se detuvieran y se llevó un dedo a los labios.

La arandela de metal que había dejado en el suelo ahora estaba pegada al imán que había colocado tras la puerta.

Se trataba de una sencilla «alarma de ladrones». Si alguien abría la puerta mientras ella no estaba, el imán atraía a la arandela.

Max se volvió hacia su amiga y dijo, en silencio, gesticulando con la boca: «¡Hay alguien en mi habitación!».