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—Tendríamos que largarnos y punto —susurró Siobhan. Max negó con la cabeza. —No sin mi maleta. Pero ¿quién había en su dormitorio? ¿Sus guardaespal-

das? ¿Más matones de negro de la Corporación? ¿La pesada de la consejera, deshaciendo la cama y amontonando todas las cosas de Max en una pila para dejar la habitación arreglada para el nuevo residente?

La maleta era su posesión más preciada, su única ligazón con el pasado, toda su historia. En realidad, era casi lo único que tenía, salvo por su ropa y su gabardina (que debía asegurarse de coger).

A veces, Max hacía cosas impulsivamente, de las que más tarde se arrepentía.

Aquella podía ser otra de esas ocasiones.

Agarró el pomo de la puerta y abrió.

—Hola, chicas —dijo una voz amistosa.

—¿Tisa? —preguntó Max.

—¿Qué haces aquí? —soltó Siobhan, mientras las tres se unían en un abrazo de grupo.

Tisa era otro miembro del equipo de Max en el IIC. Bioquímica de Kenia (con trece años ya se había sacado el título), su padre era uno de los industriales más ricos de toda África. Tisa había apoyado a Max y a Siobhan cuando las tres se enfrentaron a piratas armados en su aventura africana. Una situación así, terrorífica y con tanta adrenalina, podía crear amigos para siempre. Y eso fue exactamente lo que sucedió con Max, Siobhan y Tisa.

—¿Cómo has entrado en mi habitación? —le preguntó Max.

—Ese truco que me enseñaste para abrir cerraduras con una tarjeta de crédito, ¿te acuerdas?

—¡Ah! —exclamó Max—, claro. Tu padre es rico. Tú tienes tarjetas de crédito.

Tisa se rio.

—Pero ¿cómo supiste que esta habitación era la de Max? —preguntó ahora Siobhan.

—En el IIC me dieron su dirección postal.

—¡Dirección postal! —exclamó Siobhan—. ¡Eso suena taaan del siglo xx…!

—Ya sé. —Tisa sonrió ampliamente—. Pero quería enviar a Max un pequeño regalo de nuestros amigos en Lubumbashi. Les encanta tener electricidad creada por energía solar.

—Me enviaron una muñeca de Einstein hecha a mano —explicó Max—. La tengo en la maleta.

—Esa que tienes que coger inmediatamente —puntualizó Siobhan.

—Y mi gabardina.

—Buena idea. Llovía cuando me fui de Irlanda. —Siobhan se volvió hacia Tisa—. No podemos quedarnos aquí. Hay varios matones que persiguen a Max. Creemos que uno de ellos debe de estar cambiándose los calzoncillos.

—¿Qué? —se extrañó Tisa.

—Es una larga historia —dijo Max, y cerró la maleta de Einstein—. Coge tu mochila, Siobhan.

—Voy.

—Yo solo tengo esto —dijo Tisa, señalando un par de maletas con ruedas.

—¿Es que vas a quedarte mucho tiempo en América? —le preguntó Siobhan.

—No. Quiero acompañaros a Max y a ti.

—¿Lo dices en serio? —dudó Siobhan.

—Sí.

—Nos hemos estado enviando mensajes —le aclaró a Max.

—Yo fui quien animó a Siobhan a venir para convencerte de que te unieras a nosotras, aunque Ben no lo aprobara —añadió Tisa—. ¡Esta es justo la clase de cosas que se supone que hace el IIC! El mundo no va a salvarse solo, Max.

—¡Ben! —exclamó esta.

—¿Eh? —soltaron Tisa y Siobhan.

Max sacó su móvil especial.

—Es una emergencia. Él conocerá algún lugar seguro donde podamos pasar la noche.

—¿Y lo del vuelo a las siete a Dublín? —preguntó Siobhan.

—Voy a sugerírselo —respondió Max con una sonrisa mientras marcaba el número privado del mecenas.

A Ben no le gustó la idea de que fueran a Irlanda en un vuelo comercial. Como siempre, propuso una alternativa.

—Id a ver al señor Weinstock en el lugar habitual.

—Vale. Pero, Ben…

—¿Sí, Max?

—De verdad que tendríamos que ayudar al pueblo de Siobhan, en Irlanda.

—Voy a tenerlo en cuenta y tomármelo en serio, Max.

Jo, a veces Ben sonaba más como un tío de cuarenta que de catorce.

—Me preocupan Jamal y Danny —le dijo ella.

—No les pasa nada. Ahora mismo están en la comisaría 26 del Departamento de Policía de Nueva York, presentando cargos contra quienes han intentado secuestrarlos.

—Entonces, ¿han escapado?

—Sí —contestó Ben—. No necesitaron ni un cuarto de hora. Solo contrato a los mejores, Max. Ve a ver a Weinstock. La Corporación sabe que te encuentras en Columbia, así que ahí no estás a salvo.

—¿Y dónde voy a estarlo?

—El señor Weinstock tiene la respuesta. Buena suerte.

—¿Quieres decirles algo a Siobhan y a Tisa? —preguntó Max—. Están aquí conmigo.

—No, gracias —respondió Ben, a quien no se le daban muy bien las relaciones sociales—. Disfruta del resto del día.

No podía haber dicho algo más equivocado que esa última frase. A Ben le pasaba eso a menudo.

Max, Siobhan y Tisa cargaron con su equipaje, bajaron las escaleras y fueron hacia el este, hasta la estación de metro de la calle 116.

—Cogeremos el tren C hasta la 4.ª Oeste —dijo Max a sus amigas—. Está justo al lado del parque de Washington Square.

Mientras las tres amigas se alejaban de Columbia con sus pocas pertenencias, Max, una vez más, sintió una conexión con Albert Einstein. Había sido un genio, un físico teórico y un premio Nobel, pero también un refugiado, un judío que tuvo que escapar de Alemania cuando los nazis declararon que sus descubrimientos eran antipatrióticos. Se marchó a Estados Unidos, donde a veces se sintió culpable por llevar una vida tan cómoda y privilegiada en Princeton, Nueva Jersey. «Casi me da vergüenza vivir en un lugar así mientras todos los demás han de luchar y sufrir», escribió. Max sentía casi lo mismo respecto al tiempo que había estado escondiéndose en Columbia. Aunque, bien mirado, no había sido un lugar donde vivir, sino apenas un lugar a donde huir.