—¿Que se ha escapado otra vez? —gritó el doctor Zimm. —Nos hizo algo muy raro —contestó Mulligan. —Hizo que uno de los dos se… ensuciara… los pantalones —añadió Hoffman.
—¡Tú también estabas tirado por el suelo lamentándote! —exclamó Mulligan.
—Sí, pero yo no me hice ca…
—Basta —exigió el doctor Zimm—. ¿Y qué hay del resto de vuestro equipo?
—Han sido, ejem, detenidos por la policía local —admitió Mulligan—. Esa Max Einstein tiene muy buenos guardaespaldas privados.
«Sí —pensó Zimm—. Quizás deberíamos contratarlos en la Corporación».
—¿Quiere que volvamos a su dormitorio y la atrapemos? —preguntó Mulligan.
—No está allí —dijo con una risita el joven que estaba junto a Zimm en su despacho—. Es lista, y regresar a un lugar que conocen sus enemigos sería una tontería. Por tanto, no está en Columbia.
Se hizo el silencio al otro lado del teléfono.
—¿Quién es ese, doctor Zimm? —preguntó Mulligan por fin.
—Lenard —contestó este—. Es mi nuevo… ayudante. —Lenard volvió a soltar una risita—. Esperad a recibir nuevas instrucciones.
Apagó el comunicador y se giró en su silla hacia el humanoide llamado Lenard. Era un robot, sí, pero muy realista. Parecía un chico de trece años con el pelo muy negro que parecía haberse derretido sobre su cabeza de maniquí. Tenía una piel extremadamente flexible, con ojos expresivos y facciones muy realistas.
Era lo mejor para trabajar con Max Einstein, una vez la tuviera la Corporación en sus garras.
Este era el plan: unir a Max con el robot más sofisticado y de mayor inteligencia artificial del planeta. La Corporación estaba muy interesada en el procesamiento cuántico. Una vez que Max y Lenard trabajaran juntos, tendrían una verdadera posibilidad de acabar controlando completamente aquella nueva y revolucionaria tecnología… por no mencionar los montones de dinero que eso iba a proporcionar.
El doctor Zimm había convencido a los ingenieros del robot para que lo construyeran «agradable física y estéticamente» según los gustos de una chica de doce años. Por eso, su rostro estaba inspirado en el del cantante adolescente más de moda. Su cuerpo, un armazón de metal repleto de cables, estaba cubierto con ropa deportiva de moda. Sus irritantes risitas, según los ingenieros de la Corporación, eran «un pequeño fallo».
—¿Dónde está, Lenard? —le preguntó Zimm a su compañero humanoide—. ¿Dónde está Max Einstein?
—¿Estás familiarizado con mi sistema operativo? —preguntó él a su vez.
—Sí —contestó Zimm—. Trabajas por aprendizaje automático junto con minería de texto y datos. Es decir, te damos información, tú la examinas y encuentras patrones.
—Correcto. Solo soy tan inteligente como los datos que recibo. Únicamente sé lo que se me proporciona. Si lo que recibo son chorradas, solo digo chorradas.
—Pero no te hemos dado «chorradas», Lenard.
—Correcto. Lo que me habéis dado es acceso a todas las cámaras de seguridad de Nueva York. Con mi software de reconocimiento facial puedo identificar y aislar fácilmente los movimientos de Max Einstein. ¿Te interesa saber dónde estuvo el martes pasado?
—Pues la verdad es que no…
—Compró seis latas de Coca-Cola y unas Pringles en el supermercado Appletree del 1226 de la avenida Amsterdam —siguió Lenard. Y entonces se rio de nuevo, como si esa dirección le resultara graciosa por algún motivo—. Pringles: marca estadounidense de chips apilables fabricados con partículas de patata deshidratadas.
—No me interesa saber dónde estuvo Max el martes pasado o de qué están hechas las Pringles —replicó el doctor Zimm, esforzándose por sonar como el padre paciente de un hijo muy listo—. ¿Dónde está ahora?
—Cruzando todos mis datos internos, puedo deducir su localización probable con un nivel de certeza del noventa y ocho coma nueve por ciento. —Y se rio otra vez.
—¿Dónde?
—En el parque de Washington Square. A menudo va allí después de experimentar situaciones de estrés, para jugar al ajedrez con un señor mayor que lleva una gorra. Estoy revisando los vídeos de vigilancia. Cargando datos… Cargando datos… Max Einstein llama al hombre «señor Weinstock», si es que le leo los labios correctamente, y por supuesto que se los leo correctamente. Mi software de lectura labial es muy avanzado. ¿Quiere jugar una partida de ajedrez, doctor Zimm?
—No, gracias, Lenard. Tengo que hacer otra llamada.
—Por supuesto. Va a contactar con los señores Mulligan y Hoffman, y va a recomendarles que capturen inmediatamente a Max Einstein en el parque de Washington Square.
—Sí, has acertado.
—Siempre lo hago. Sobre todo cuando estudio el comportamiento de seres humanos tan predecibles como usted, doctor Zimm.
Y se volvió a reír. Durante cinco minutos enteros.