Max, Siobhan y Tisa salieron corriendo del metro y fueron al parque de Washington Square. ¡Weinstock no estaba allí!
—Aquí es donde normalmente nos vemos —dijo Max, señalando la mesa de ajedrez vacía montada en un pedestal de hierro.
Tampoco había nadie en los bancos a los lados. Los demás tableros estaban ocupados por jugadores, pero Weinstock no era ninguno de ellos. En la distancia, Max vio las siluetas de dos individuos sospechosos que avanzaban por los caminos del parque, los ojos pegados a las pantallas que sostenían en sus manos. Siobhan también se fijó en ellos.
—Son esos dos otra vez —dijo—. Los que nos persiguieron por el campus a Max y a mí.
—¿Cómo han sabido dónde encontraros? —preguntó Tisa.
—Por la forma en que van mirando sus móviles —susurró Max—, tiene que haber una app para eso.
—¿Crees que Weinstock puede habernos tendido una trampa? —se extrañó Siobhan, y cerró los puños, enfadada—. ¿Es que él también está con la Corporación?
—Lo dudo —respondió Max.
—¿Qué hacemos? —dijo Tisa.
Max miró hacia la calle. Vio una moto aparcada en la esquina.
Lástima que no supiera cómo ponerla en marcha sin la llave. Claro que, seguramente, tampoco cabrían tres personas en su asiento.
De pronto, un descapotable frenó ruidosamente.
—¿Max? —exclamó Isabl, que era quien iba al volante, claro.
Era una conductora increíblemente buena. De no trabajar para el IIC, podría haber sido una especialista en persecuciones para las pelis de Hollywood. Seguramente iba armada.
Max se alegró de ver a Charl e Isabl. Pero no tanto de oír cómo ella gritaba su nombre, porque los dos matones de la Corporación también la habían oído; bajaron sus móviles y empezaron a correr por el parque hacia ellas.
—¡Al descapotable! —exclamó Max—. ¡Ya!
También ellas se echaron a correr.
Max contempló el paisaje rápidamente.
Reconoció a algunos de los jugadores de ajedrez. Uno de ellos era Squeegie, un tipo con muy mal carácter y muy malas pulgas.
—Lo siento, chicos —murmuró Max mientras corría por entre las mesas, la maleta balanceándose en su mano y los faldones de su gabardina derribando tantas piezas como pudo. Peones, reyes, reinas, torres, alfiles… todos salieron volando y cayeron al suelo.
—¡Será desgraciada! —gritó Squeegie.
Él y una docena más de ajedrecistas muy serios y muy enfadados se levantaron de un salto de las mesas y empezaron a perseguir a Max. Ella fue directamente hacia los dos malos que se acercaban en la dirección opuesta.
Los jugadores furiosos corrían a su lado. Los dos gorilas iban hacia ella. Era el momento de aplicar la tercera ley del movimiento de Newton.
Cuando los dos grupos que la perseguían estuvieron a más o menos medio metro, Max giró de repente a la izquierda. Los ajedrecistas y los gorilas de la Corporación no. Chocaron unos contra otros. Una fuerza igual y opuesta se aplicó a los dos «objetos» en colisión. En otras palabras, más de uno acabó sentado de culo en el suelo.
Max siguió corriendo por la acera, lanzó la maleta al asiento trasero del descapotable y se subió con sus amigas.
—¡Tenemos que largarnos de aquí! —gritó.
—¡Eso está hecho! —dijo Isabl, y pisó el acelerador a fondo.
—Sentimos haber llegado tarde —exclamó Charl por encima del rugido del motor, mientras el coche se alejaba a toda velocidad del parque—. Pensamos que igual teníais hambre y paramos a comprar algo de comida. Está en esa bolsa, ahí atrás.
—¿Dónde está el señor Weinstock? —preguntó Max.
—A salvo —contestó Charl—. Ben también se ha encargado de eso.
Isabl dobló hacia Broadway con un fuerte chirrido de las ruedas.
—Oh, oh —dijo Tisa.
Se había vuelto para mirar atrás… a una moto que iba aún más rápido que ellos.
Uno de los esbirros de la Corporación, el del tigre en el cuello, estaba a solo media manzana.
Y es que, al contrario que Max, él sí sabía cómo arrancar una moto sin la llave.