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—¡Se nos está acercando! —exclamó Siobhan, que también se había dado la vuelta para mirar al loco de la moto.

Isabl asintió y empezó a hacer eses, sorteando la gran cantidad de tráfico que atascaba la arteria principal de Nueva York. Pero la moto era capaz de hacer lo mismo, sin despegarse del descapotable. —Isabl —gritó Max—, ¿tienes un transmisor móvil por infrarrojos? —¿Te refieres a uno de esos que pueden controlar las luces de los semáforos? —preguntó Charl—. Son ilegales.

—No para los vehículos de emergencia —contestó Max—. Y creo que esto es una emergencia.

—Y esto es un vehículo —añadió Isabl.

Alargó un brazo y cogió una cajita negra con ventosas. La pegó al parabrisas y le dio a un interruptor, haciendo que empezaran a sonar una serie de clics.

—¿Qué diablos es eso? —exclamó Siobhan mientras el descapotable seguía avanzando ruidosamente por Broadway y se acercaba a un semáforo en rojo.

—Una luz estroboscópica de doce voltios que puede hacer que los semáforos cambien de rojo a verde desde una distancia de cuatrocientos cincuenta metros —explicó Max.

—Anda ya —soltó Tisa—. Eso es imposible.

El semáforo se puso en verde.

—Los transmisores móviles por infrarrojos están inventados desde hace más de veinte años —explicó Max, lo más claro que pudo, por encima del rugir del viento que hacía que sus rizos saltaran como muelles—. Los fabricaron para que, en las emergencias, las ambulancias y los coches de policía y de bomberos pudieran llegar antes a donde iban.

Otro semáforo pasó de rojo a verde.

—¡La ciencia es divertida! —exclamó Siobhan con una carcajada.

Uno a uno, los semáforos de Broadway fueron obedeciendo las órdenes del aparato de Isabl.

—Muy bien —afirmó Max—. Ya tenemos la fuerza de empuje ininterrumpida; ahora solo debemos usarla para encargarnos de ese tipo que nos persigue.

—Tengo una idea —dijo Charl, rebuscando en su chaqueta negra de comando. —¡No podemos pegarle un tiro, sonado! —exclamó Siobhan—. ¡Estamos rodeados de civiles inocentes! —No necesitamos pistolas ni balas —dijo Max—. ¡Tenemos esto! Cogió la gran bolsa de papel del Burger King. —¿Cheeseburgers? —preguntó Tisa. —Whoppers dobles con queso —puntualizó Charl. —Perfecto —asintió Max—. La fuerza es igual a la masa por la aceleración. —¿Quieres que acelere? —No. Mantén el coche tan estable como puedas. Isabl se esforzó en hacer el mínimo de zigzags, mientras los semáforos de las intersecciones de Broadway seguían cambiando de rojo a verde a su paso. —Desenvolved vuestras municiones —indicó Max, mientras pasaba un Whopper a Tina y otro a Siobhan—. Quitad la parte de arriba del panecillo y apuntad. Con un movimiento de muñeca, el motorista dio a su quejumbroso motor tanta gasolina como podía tragar. —¡Ahí viene! —gritó Tisa—. ¡Se nos está acercando! —Un momento… —les indicó Max, con voz calmada— un momento… La moto estaba a solo tres metros del descapotable. El conductor se llevó una mano al cinturón. —¡Tiene un arma! —aulló Tisa. —¡Nosotras también! —gritó Max—. ¡Disparad!

Las tres cheeseburgers pringosas salieron volando hacia atrás.

Dos de ellas acertaron de pleno, en plena cara del motorista, que no llevaba casco. La carne que había en los pane-

cillos se le quedó pegada a los ojos por el queso. Sin poder ver hacia dónde iba, frenó de repente, se fue a un lado, chocó contra un surtidor de incendios, y él y el vehículo cayeron al suelo.

—Está levantándose —informó Tisa, mientras el desca-

potable seguía circulando por Broadway—. Se encuentra bien.

—¡Nosotros también! —exclamó Siobhan.

—Por el momento —añadió Max—. Volverán a por nosotros. No estaremos a salvo en ningún lugar de Nueva York.

Charl se volvió para mirar a los tres genios que llevaba en el asiento trasero.

—Y es por eso que, la próxima vez que la Corporación venga a atraparos, vosotras no estaréis aquí.