19

Isabl quitó el transmisor del parabrisas en cuanto la moto dejó de perseguirlos.

—Ya no hay necesidad de conducir como locos —aconsejó Charl.

—Sí —contestó Isabl mientras aminoraba la marcha—. Lástima.

—Bueno —intervino Max, mientras el descapotable recorría Brooklyn, junto al mar—, si ya no estamos a salvo en Nueva York, ¿adónde vamos?

—Ben ha tenido una idea —afirmó Charl. —¿Y cuál es? —preguntó Max. —Prefiere ser él mismo quien te la cuente. —Perfecto. Llamémoslo.

—No hace falta —replicó Isabl—. Nos está esperando.

—¿Dónde?

—En Long Island. Llegaremos en unos treinta minutos… o antes, si uso de nuevo mi cajita…

—Isabl… —la contuvo Charl.

—Vaaale. Pues eso, que llegaremos en treinta minutos.

Media hora más tarde, el descapotable pasó un control de seguridad y frenó ante la valla metálica de una pista de aterrizaje privada. En ella había un avión de diseño muy elegante y moderno, con una limusina aparcada al lado. En el aparcamiento había montadas dos carpas de tela como las que ponen en las fiestas finas.

—Este es el nuevo, y más rápido, jet del señor Abercrombie —dijo Charl.

—¿A qué vienen las carpas? —preguntó Siobhan.

—Supongo que Ben también querrá daros de comer —intervino Isabl, asintiendo en dirección a un sirviente que iba de esmoquin y llevaba una bandeja de plata con comida humeante.

La carpa más cercana, que tenía las puertas abiertas, estaba montada como si fuera el comedor de una casa.

—Bien —dijo Tisa—. Me muero de hambre. Y nos hemos quedado sin cheeseburgers.

La puerta del jet se abrió hacia abajo y se convirtió en una escalerilla. Unos segundos después, Ben, el tímido multimillonario de catorce años que había montado el Instituto de Implementadores del Cambio, bajó los escalones con la vista en el suelo, como si estuviera contemplándose los zapatos.

—¿Este es el mecenas? —susurró Tisa.

—Sí —respondió Max—. Se llama Ben.

—Tu amiguito está como un queso —comentó Siobhan.

—No es mi amiguito —negó Max, y las mejillas se le pusieron casi tan rojas como el pelo.

Todos salieron del descapotable. Tisa y Siobhan, que nunca antes habían visto a Ben, se echaron una carrera hasta la pista; las dos querían ser la primera en darle la mano. Max sonrió y las siguió. Charl e Isabl se metieron en la carpa, en la que habían visto una gran cafetera.

—Buenas tardes, señor —le dijo Tisa a Ben (ganó ella la carrera)—. Es un verdadero honor conocerlo.

Le extendió una mano, pero él se metió las dos en los bolsillos de sus vaqueros.

—Gracias —murmuró—. Genial.

—Yo soy Tisa.

—Sí. Te he reconocido. Tenemos fotos. En nuestra base de datos.

—Y yo soy Siobhan, señor. ¿O te llamo Ben?

Este se encogió de hombros.

—No sé. Tú misma.

El mecenas alzó por fin la vista y miró más allá de las dos muchachas, a Max. Sonrió.

—Hola, Max. ¿Tienes hambre?

—Sí.

—Mola. Pues vente a comer conmigo. —Señaló hacia la más pequeña de las carpas—. El chef Henri ha preparado la cena. Para todos. ¿Te gustan los sándwiches de langosta?

—Nunca los he probado —respondió ella.

—A mí me encantan —continuó Ben—. Sobre todo con pepinillos y patatas fritas. —Se volvió hacia Tisa y Siobhan—. Vosotras estáis allí con Charl e Isabl.

—Ooh —se lamentó Siobhan con picardía—. Así que tú y Max tenéis una cita para cenar, ¿eh?

—No —negó Ben—. Hemos de hablar de varias cosas.

—Y comer sándwiches de langosta —añadió Tisa.

—Sí. También los tenéis en vuestro menú. ¿Max?

Ben señaló hacia la carpa más pequeña, que parecía sacada de la caravana desértica de un sultán. Dentro, del techo de seda colgaba un candelabro de cristal. La pequeña mesa estaba cubierta con un mantel de hilo. Sobre este, descansaban brillantes cubiertos de plata y porcelana que parecía muy cara.

—Bonito pícnic —comentó Max—. La mayoría se conforma con platos de papel y cubiertos de plástico.

—La mayoría de la gente no es billonaria —respondió Ben.

—Cierto.

—Espero no haber sido maleducado con Tisa y Siobhan. —Max acercó los dedos pulgar e índice para indicar «un poquito»—. Lo siento. Tratar con la gente no se me da muy bien.

—Ya lo sé. Pero te gusta ayudar a los demás. Eso es aún más importante.

—Gracias. —Levantó la reluciente tapa de una bandeja—. ¿Un sándwich de langosta?

—Muy amable.

Max y Ben mordieron la densa ensalada de langosta servida en un pan abierto de perrito caliente.

—¿Sabías —dijo Ben— que en el siglo xviii las langostas eran tan abundantes que solo las comían los sirvientes de las casas y los presos?

Max asintió. Por supuesto que lo sabía. Ella y Ben eran unos frikis que sabían un montón de cosas que los demás ignoraban (y ni siquiera les interesaban).

—En 1800 —añadió Max—, la langosta estaba considerada como el pollo de los pobres. Las judías costaban un dólar el kilo, y las langostas, veinticinco centavos.

Ambos asintieron y siguieron masticando.

—Así que quieres ir a Irlanda a ayudar a Siobhan… —dijo Ben.

—Sí. Y Tisa también.

—Bien. Os he organizado un vuelo hasta allí. Charl e Isabl os acompañarán. Contaréis con todo mi apoyo económico. Si necesitas cualquier cosa, dímelo.

—Gracias, Ben. Eso significa mucho para nosotras. Para mí. Ben miró su plato y amontonó todas las patatas en una pequeña pila. —De nada —contestó—. Además, ahora mismo estarás más segura lejos de Nueva York. Ah, y Max… —¿Sí? —Gracias. —¿Por qué? Ben levantó la vista del plato y la miró a los ojos.

—Por todo.