Max Einstein se sentía fatal. Estaba haciendo lo que menos le gustaba en el mundo: ¡NADA!
«El mundo no se va a salvar solo», pensó.
Sí, sabía que había peligros escondidos en cada rincón, sobre todo después del éxito de su aventura en África. Pero estaba cansada de obedecer órdenes, de «no llamar la atención», de «no correr riesgos». Tenía que salir de aquella sala que se parecía cada vez más a una prisión. Hasta había guardas, que estaban en la habitación de enfrente e intentaban pasar desapercibidos, aunque eso resultaba casi imposible: eran un par de culturistas de más de dos metros con trajes de lo más ajustados.
Bueno, para ser exactos, en realidad eran los guardaespaldas de Max, y estaban allí para protegerla de la Corporación, un peligroso grupo de malvados que harían cualquier cosa con tal de atrapar a quien consideraban la niña más lista del mundo. Pero, aun así, Max no los había pedido. Eran idea de Ben, que se preocupaba mucho, sobre todo para ser un multimillonario de catorce años (¡alucina!). Max miró la app del tiempo en su smartphone. Treinta y tres grados y un noventa por ciento de humedad. Abrasador. Nueva York en verano podía llegar a convertirse en toda una sauna. —Tengo que salir —le dijo a su muñeco cabezón de Einstein, que le sonreía desde el interior de la vieja y desvencijada maleta que tenía abierta en una esquina de su pequeño dormitorio. Era el «museo portátil» de Max, dedicado en exclusiva a Einstein. Antes Max vivía en un bonito apartamento nuevo sobre un establo reformado, pero hacía unos meses Ben le había insistido en que se mudara a un lugar más «seguro», donde podría dedicarse a hacer todo el tiempo lo mismo que estaba haciendo este fin de semana: ¡NADA! «Un objeto en reposo tiende a mantenerse en reposo —se dijo a sí misma, recordando la primera ley del movimiento de Sir Isaac Newton—. Un objeto en movimiento se mantiene en movimiento». Había llegado la hora de ponerse en movimiento. Se recogió en una cola su abundante pelo de color cobrizo, se puso un albornoz sobre los shorts y la camiseta (en la que, con letras de Star Wars, se leía Que la masa por aceleración te acompañe) y se calzó unas pantuflas. Guardó unas zapatillas de deporte y unos calcetines en un neceser, ocultos bajo el champú y una gran esponja de masaje. También metió un pequeño espejo de mano.
Max salió de la habitación 723 y avanzó por el pasillo.
Los guardaespaldas (hombres los dos) salieron de la habitación de enfrente. Cada uno llevaba un pinganillo con un cable en espiral.
—Hola, chicos —saludó Max—. Voy a darme una ducha rápida.
Los dos asintieron.
—Dúchate, ejem, con cuidado —contestó el que se llamaba Jamal, sin saber qué más decir.
—Estaremos aquí por si, hum, si necesitas cualquier cosa —añadió el más joven, Danny.
Los dos querían mantenerse lo más lejos posible de los lavabos comunes de mujeres del dormitorio universitario. Sí, Max solo tenía doce años, pero estaba en la Universidad de Columbia, y no como estudiante, sino como lo que llamaban una «profesora adjunta». Eso significaba que durante la semana era ella la que daba clases a los alumnos universitarios.
—Gracias, chicos —les dijo a sus dos guardaespaldas.
Siguió avanzando por el pasillo, aparentando la mayor normalidad posible. Las duchas estaban justo después de la habitación 716.
Igual que las escaleras de salida.
Echó un vistazo al espejo de pared que había colocado para observar lo que ocurría detrás de ella. Cuando pasó de largo la puerta de las escaleras y giró a la derecha para entrar en el lavabo, los dos hombres desaparecieron de nuevo en la habitación 722. Max tiró de la cadena para que oyeran algo acuático. Después, colgó el albornoz, se sentó en el retrete, se quitó las pantuflas y se puso las zapatillas.
Volvió a mirar el pasillo por el espejo.
No había moros en la costa.
Ya volvería más tarde a por el neceser. Igual hasta se duchaba de verdad.
Pero primero tenía que escapar de aquella «cárcel» y HACER algo, ¡lo que fuera!
A solas.
Sin protección.