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El doctor Zimm respiró hondo antes de cruzar la gran puerta que daba a la sala de reuniones de la Corporación.

Lenard no respiró, claro. El robot simplemente entró con un suave ruido mecánico en la sala en penumbra siguiendo a Zimm, como si fuera un perrito faldero de metal.

Había doce hombres y mujeres de expresión severa sentados alrededor de la enorme mesa de caoba. Eran representantes de los grandes bancos, las grandes empresas de tecnología, de farmacia y de defensa y los grandes grupos de comunicación. Si una industria era grande, estaba presente en todo el mundo y tenía una codicia ilimitada, le interesaba estar allí. Las compañías más ricas del mundo habían unido sus fuerzas para formar la Corporación, y tenían un único objetivo: hacerse aún más ricas. A los accionistas multimillonarios no les gustaba que les decepcionara la gente a la que contrataban para que hicieran crecer sus fortunas.

Gente como el doctor Zacchaeus Zimm.

—¿La niña sigue escapándosele? —le preguntó el presidente, con la cara totalmente roja. Estaba furioso, como todos los demás.

—Sí. Por el momento —contestó Zimm, tan calmadamente como pudo.

Había estado preparándose para aquel interrogatorio desde que había recibido la llamada de presentarse de inmediato en la sede de alto secreto de la Corporación, situada en las montañas del oeste de Virginia. En realidad, la sala era un búnker subterráneo que, de ser necesario, también podía servir como refugio antibombardeos.

—Pero usted insiste en decirnos que ella es la clave para dominar la computación cuántica —añadió una mujer, con un tono frustrado. Aunque ya había ganado una fortuna en Silicon Valley, parecía que no era suficiente para ella.

—Lo será —dijo Zimm—, sobre todo cuando empiece a trabajar con Lenard. —Señaló al robot, que se mantenía en silencio detrás de él, parpadeando y sonriendo. La luz que le daba directamente en la cabeza de plástico hacía que su peinado pareciera la cera que cae a los lados de una vela negra—. Damas y caballeros, créanme si les digo que, sin duda, Max Einstein posee la mente más brillante en el campo de la mecánica cuántica. Suyo es el cerebro del siglo xxi que será capaz de dar los grandes pasos que el propio Albert Einstein no pudo completar.

—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó el presidente.

Zimm sonrió.

—Simplemente lo sé.

A Lenard se le escapó una risita.

—¿Cómo? —exigió saber el oligarca ruso del consejo—. ¿Ha trabajado antes con ella? ¿Conoció a sus padres? ¿Fue estudiante suya?

—Ese es mi secreto.

—El doctor Zimm y Max Einstein tienen una conexión especial —intervino Lenard—. O, al menos, eso es lo que él me dice siempre. —Y soltó otra risita.

—¡Queremos nuestro ordenador cuántico! —gritó el representante de los grandes bancos—. ¡Un sistema cerrado al que no pueda acceder nadie sin pagarnos!

—Por supuesto —replicó Zimm—. Eso es lo que queremos todos.

Zimm sabía que los ordenadores normales, con sus bits y sus bytes, sus ceros y sus unos, solo podían trabajar en los problemas de uno en uno. Pero los ordenadores cuánticos usarían conceptos del entrelazamiento cuántico y la superposición, lo que haría que cada cero estuviera enlazado a un uno. Los ceros y los unos existirían los unos encima de los otros. Estarían y no estarían a la vez.

En otras palabras, los ordenadores cuánticos podrían trabajar en varios problemas dando toda clase de diferentes pasos a la vez.

Resolverían problemas complejos mucho más rápidamente que el más sofisticado ordenador convencional.

Valdrían mucho más dinero.

—Con el tiempo —dijo Zimm al consejo— Max Einstein comprenderá que está mejor con nosotros. Conmigo.

—Eso dice usted una y otra vez —replicó la representante de los grandes medios de comunicación, levantando la voz—. Pero estamos en una carrera, doctor. No somos los únicos que trabajan en la computación cuántica. Microsoft, Google, IBM, Caltech, el MIT… Todos buscamos el mismo premio.

—¡Pero ninguno de ellos cuenta con Max Einstein! —gritó Zimm.

—¡Y nosotros tampoco! —El presidente le devolvió el grito.

—Pero nosotros la tendremos —dijo Lenard. En su cara de goma se dibujó una sonrisa—. En este mismo momento estoy cruzando datos de varias fuentes de inteligencia y redes sociales. Puedo afirmar, con un noventa y seis por ciento de seguridad, que eso nos dirá dónde podemos hacernos con Maxine. Sin embargo, ahora mismo mi capacidad de cálculo está solo al treinta y tres por ciento de su máximo potencial. Tengo problemas para enlazar con la red móvil externa. Quizás deberían reconsiderar ustedes su decisión de situar su sede en un búnker bajo tierra. O eso o instalar un wifimejor.

Soltó una risita.

Aquello silenció al consejo. Y al doctor Zimm.

—¿Y qué pasa con el doctor? —le preguntó el presidente a Lenard—. Si te tenemos a ti para hacernos con la niña, ¿para qué lo necesitamos a él?

—Buena pregunta —contestó el robot—. Sin embargo, en mi estimación, el doctor Zimm sigue siendo un elemento útil, aunque no imprescindible, para nuestro éxito, debido a su afirmación de tener un lazo especial con el objetivo. Aun así, en el futuro, les aseguro que seré yo quien lidere la caza de Maxine Einstein. También les prometo que estará en manos de la Corporación pronto. Muy pronto.

Y se echó a reír de nuevo. Durante un minuto y medio.