28

Después de limpiar y sellar dos docenas de pozos y que el hermano pequeño de Siobhan, Séamus, se encontrase mejor, los vecinos decidieron organizar una fiesta en agradecimiento a los «jóvenes cerebritos».

—Va a ser este viernes por la noche, en Leavy’s of Foigha —les dijo Siobhan—. Es una mezcla de pub y tienda de alimentación. Será divertido, con mucha música, baile y comida. Irá toda la gente a la que hemos ayudado, y también la de los pozos que aún no hemos reparado. ¡Estará hasta Séamus!

El viernes por la noche, Charl e Isabl llevaron a Max, Tisa y Klaus para recorrer los tres kilómetros que separaban la granja de los McKenna de Leavy’s of Foigha. Siobhan fue con su familia.

—Yo me quedaré en la furgoneta —anunció Isabl mientras aparcaban.

—¿Por qué? —preguntó Klaus.

—Es el protocolo habitual cuando estáis en una zona no segura —explicó ella—. Puede que tengamos que irnos a toda prisa.

—¿Por qué? —insistió Klaus—. ¿Tan mala será la comida?

—Es una fiesta, Isabl —protestó Siobhan—. La gente viene a divertirse, no a crear problemas.

Isabl sonrió.

—Esperemos que sea así.

Klaus miró al infinito.

—Aguafiestas.

—Yo estaré dentro con vosotros —dijo Charl.

—Te traeremos comida —prometió Max a Isabl.

—Gracias.

Cuando Max y sus amigos entraron en el pub, no pudieron creerse lo abarrotado que estaba. Todos les ofrecieron un aplauso.

—¡Gracias, brillantes chicos y chicas! —exclamó McGregor, el ganadero, levantando una jarra de un líquido color ámbar oscuro. Max pensó que debía de tratarse de whisky irlandés. De los fuertes: ochenta grados, lo que significaba que el 40 % de la bebida era alcohol, y por tanto muy inflamable. Esa debía de ser la razón por la que McGregor tenía la nariz tan roja—. ¡Brindo por vosotros y por vuestros robots!

Todos los adultos del pub alzaron sus jarras.

—¡Que nunca se nos caiga el techo en la cabeza —dijo McGregor como brindis—, y que nunca nos falle el suelo a los pies!

—¡Eso, eso! —respondieron todos.

Entonces alguien puso la jukebox. Primero, música de baile con las típicas flautas irlandesas. Después, un montón de viejas canciones de la Motown. Todos cantaron acompañándolas. Los niños, algunos de los cuales habían estado enfermos pocos días antes, como Séamus, ahora jugaban al escondite inglés por entre los taburetes y los estantes. En la sala, los asistentes se pasaban generosas bandejas de comida: pastelitos de pastor, hojaldres de carne con hierbas, estofado, carne con repollo y pastel de cuajada y limón.

—¿Necesitáis ayuda en la cocina? —le preguntó Tisa al hombre de detrás de la barra, que era quien parecía estar a cargo de toda la comida y las bebidas.

—Una mano siempre viene bien —respondió él.

—Perfecto. Me encanta cocinar. ¡Es como hacer experimentos de química comestibles!

—A mí me encanta comer —añadió Klaus mientras se zampaba otro pastelito de carne.

Max se rio. Entonces se abrieron las puertas del pub y sintió que entraba una corriente de aire caliente.

También acababan de entrar tres hombres con trajes negros. Iban acompañados por alguien a quien reconoció de inmediato.

El doctor Zimm.

La gente se quedó en silencio. Alguien apagó la jukebox. Nadie excepto los del IIC sabía quiénes eran aquellas personas tan serias a las que no habían invitado.

—¿Qué es esa cosa tan ruidosa que tenéis detrás? —les gritó McGregor desde su taburete, en la barra—. ¿Otro de los robots de Klaus? ¡Tiene mucha mejor pinta que ese trasto que nos metió en los pozos!

Por fin, Max consiguió ver a qué se refería el ganadero. Se trataba de un humanoide que parecía un sonriente niño de trece años. Su rostro era tan parecido a uno de verdad que daba grima, aunque sus movimientos eran mecánicos y entrecortados.

—Hola, Max —la saludó el doctor Zimm—. Me alegro mucho de volver a verte.

Charl dio un paso adelante y se llevó la mano a la cartuchera.

Los ojos del niño robot escanearon la cara del jefe de seguridad con una rejilla láser de color verde.

—Yo no haría eso, Charl —dijo—. Los tres caballeros que nos acompañan también llevan armas. Triangulando las trayectorias potenciales de sus disparos, puedo predecir con un noventa y ocho por ciento de exactitud que podrías herir a uno de mis humanos, pero se producirían grandes daños colaterales entre los tuyos, incluyendo la muerte de inocentes. Calculo al menos cinco, quizás más, entre ellos niños. —Y sonrió cínicamente.

—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó Charl.

—De la misma forma que supo cómo encontrar a Max —respondió el doctor Zimm con un orgullo malvado—. Lenard es brillante, aunque no tanto como tú, Maxine. Por eso sé que vas a tomar una decisión muy inteligente.

—¿Ah, sí? —replicó Max—. ¿Y cuál será?

—Venirte a trabajar con nosotros.

—Sería divertido —añadió Lenard—. A diferencia del doctor Zimm, creo que hasta podrías ganarme al ajedrez.

Y, por supuesto, soltó una risita.